– ¿Qué se propone, sargento? -inquirió el teniente, receloso-. ¿Y quién le ha dicho a usted que esta bazofia que sirven en la cantina es buena para los nervios? ¡¿Por qué tenemos que tomarnos ningún descanso?! ¡¿Por qué me induce usted a discutir bobadas delante de la tropa, sargento?!

El viejo chusquero bajó la cabeza y se rascó el cogote. Vio a una de las gallinas picoteando en el polvo y consideró seriamente la posibilidad de arrearle una patada en el culo capaz de hacerla volar hasta la cima del Peñón, cuando, al levantar la vista, advirtió que el teniente Bravo, escurridizo, imparable, estaba ya una vez más asomado a su abismo particular, allá en su línea de salida. Por Cristo, se dijo el sargento, ¿no habrá nada capaz de frenar a este hombre?

En el momento en que echaba a correr, Carmencita levantó la cabeza y lo miró desde la orilla del campo, Folch cerró los ojos y el gallego Pita volvió la cara ensimismado y prefirió contemplar un viejo petrolero que navegaba lento y silencioso por el Estrecho, un trémulo espejismo de herrumbre y soledad deslizándose sobre el alegre cabrilleo del sol en el agua.

La carrera del teniente fue corta y compulsiva, y el salto un garabato ansioso que se fijó en el aire un brevísimo instante. Apenas se hubo elevado, el teniente quiso suplir con su buen estilo lo que las fuerzas le negaban, pero los brazos se le doblaron y cayó pesadamente del otro lado como un saco de patatas. La boca todavía abierta, golpeó con la barbilla contra el suelo y la formación entera oyó el estrépito de dientes entrechocando y hasta el crujido de los huesos de la mollera. Revolotearon asustadas las gallinas y quedó flotando en el aire un plumón irisado que se meció unos segundos sobre el potro.

«Una castaña de puta madre», susurró un recluta en la segunda fila del pelotón.

– ¡Quieto todo el mundo! -ordenó el teniente arrodillado, las manos apoyadas en tierra-. ¡Va también por usted, sargento! ¡Me cago en la leche que mamó el potro, que nadie se mueva!

El sargento Lecha, perplejo, miraba la faz contraída del teniente, la sangre espesa que manaba de su nariz, e intuyó súbitamente que su perplejidad ante esta sangre derramada no era tal vez lo que mejor se correspondía con un militar. Así que meneó la cabeza y pensó en otra cosa.

– Mi teniente, usted dirá lo que quiera, pero este aparato no está en condiciones. -Con las manos apaciblemente cruzadas en la espalda, el sargento se acercó a examinar el potro-. Hum.

Tranquila, remolona, las fláccidas odres pendulando entre las piernas, Carmencita merodeaba detrás del pelotón, y se paró a olisquear las pantorrillas blancas y muelles, casi femeninas, de los gallegos. El teniente se incorporó con una resabiada parsimonia, mirándose las manos despellejadas con extrañeza, como si fuesen las manos de otra persona. El sargento observó a dos hormigas rojas y grandes, articuladas como artefactos mecánicos, paseándose alrededor de la estrella bordada en el pecho del teniente. Con los oídos silbándole, magullado, terco, irreductible, el teniente se tragó la sangre de la nariz y miraba el potro con talante reflexivo.

– Hum -repitió el sargento, inclinándose sobre la pata postiza para examinarla más de cerca-. Algo tiene esa pata, mi teniente. No sabría decirle si es más larga o más corta que las otras -se emperró el sargento en la idea, cabeceando ceñudo- pero yo diría que no se asienta bien…

– Retírese, sargento.

– Si da usted su permiso, yo creo que los muchachos ya se han hecho cargo de cómo hay que saltar…

– ¿Cómo van a hacerse cargo si todavía no me han visto saltar? ¿Quiere usted explicarme eso, sargento?

– Ya, pero de todos modos es como si hubiera usted saltado, mi teniente.

– Pero aún no he saltado…

– Sí, pero ya tienen una idea…

– ¡Sin embargo, sargento, lo que resulta evidente incluso para esta cabra es que yo aún no he saltado el potro! Será porque no le tengo tomada la distancia, o porque no es mi día, o por las botas o por mil pollas en vinagre, ¡pero por la leche que me dieron que lo saltaré así tengamos que pasarnos aquí todo el santo día! ¡¿Me explico, sargento?!

– A sus órdenes.

El sargento se cuadró, dio media vuelta y consultó su reloj. Luego miró hacia la trasera del barracón verde, en la ladera de las basuras: nadie a la vista, aún faltaba más de una hora para ver allí algún soldado pelando patatas o abriendo pescados y sacándoles las tripas. Que llegue alguien, pensó, que alguien interrumpa este disparate. Decidido a ganar tiempo al precio que fuera, el sargento aventuró una nueva hipótesis:

– Mi teniente, ¿y si ponemos un apoyo aquí delante del potro, como un pedestal para facilitar el salto?

– ¡¿De qué pedestal de los cojones me está hablando, sargento?!

– Una piedra, unos ladrillos…

– ¡Ladrillos! ¿A qué demonios cree usted que estamos jugando?

Y le volvió la espalda y se fue cojeando un poco, limpiándose la sangre de la cara con desdeñosos fregoteos de la bocamanga. Al pasar frente a la cola del pelotón miró al recluta larguirucho y sombrío que iba para cabo de gastadores -Fermín Freiré Albariño, de Albarín, provincia de Lugo- y le guiñó el ojo amoratado, y el recluta sonrió confuso. De un fuerte tirón el teniente desprendió los guantes del cinto y se los enfundó nuevamente, quizás para ocultar las manos despellejadas; o era simplemente un ritual de gestos para aplacar los nervios, para darse ánimos.

Se fue mucho más lejos, se paró y se dio la vuelta, y, mientras terminaba de ajustarse los guantes, lanzó al potro -clavado siempre en el mismo sitio, pero ahora con una apariencia trémula de araña dormida, emborronada por las vibraciones de la luz al ras de la tierra ya recalentada por el sol- una mirada torva y venenosa con su ojo circundado de sangre. El teniente sabía que era su última oportunidad. Sobreponiéndose al dolor y a la rabia, rebosante de amor propio, dirigió también una mirada a sus reclutas, pero desde muy lejos, desde una región íntima, despiadada y violenta a donde ellos no podían seguirle, más allá de su propia aceptación del error y la impotencia y la sangre, más allá del polvo y la derrota. Por su parte, los reclutas respondieron afirmándose en su medrosa pero solidaria posición de firmes, asombrados, mirando la nada con resolución. Y a su lado, ya sin capacidad de reacción, el sargento Lecha aguardaba el fin de la insensata aventura con las manos cruzadas en la espalda y la cabeza gacha, observando entre sus pies los furiosos picotazos que la gallina daba a una lombriz.

Agazapado en la línea de salida, el teniente se congeló en una estatua, en suspenso el primer paso, la rodilla casi en tierra y empuñando la fusta paralela a la pierna avanzada. Sentía un intenso dolor en la cadera. Su rostro parecía ya el de un loco, duro y desesperado, fijo siempre en su enemigo con una crispación maniática; como esperando captar en él un falso movimiento, como queriendo sorprenderle en un descuido, desenmascarar su impostura. Se apoyó en un pie, luego en otro, balanceando suavemente la elegante espalda. Tras él, los cochinos del brigada redoblaron su desdichada sinfonía de cuchillos afilándose, y entonces, al bajar los ojos al suelo para concentrarse mejor en la carrera, el teniente vio delante de su pie una estrella de mar reseca moviéndose, girando en sentido rotatorio, transportada por un ejército de hormigas. Quiso concentrarse en el salto, pero su mirada se sentía atraída por la estrella muerta y las asombrosas hormigas (¿cómo había llegado la estrella de mar a este páramo encendido de sol y de banderas sobre la escarpada falda de una colina?) hasta que, finalmente, el teniente cerró los ojos y apretó los puños y arrancó a correr espoleándose maniáticamente, cojeando y con una breve efusión de polvo rojo en los talones. Corría con el torso envarado y muy adelantado con relación a las piernas, como si la mitad inferior del cuerpo no pudiera ya seguir el mandato de su voluntad, y con la fusta hostigaba su cadera y sus botas sin parar, hablándose a sí mismo entre dientes, mascullando maldiciones. Bruscamente, como si quisiera sorprender al potro empleando una estrategia inesperada, se inclinó y corrió agazapado el resto de la carrera. Algunos reclutas cerraron los ojos para no verlo, y en medio del pelotón, de nuevo la voz de hojalata arrugada, intestinal e inmisericorde del recluta ventrílocuo anunció: «¡A mí la Legión, que me hostio!», pero esta vez nadie se rió. Pita apartó la vista, Amores parpadeó incrédulo y Folch giró lentamente la cabeza a un lado; el teniente Bravo estaba lanzado a una carrera furtiva, de animal acosado y carcovo.


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