Ese espacio, esa felicidad, tenía un color: el rosa. El rosa de los cielos al atardecer, el rosa gigante, transparente, lejano, que representaba mi vida con el gesto absurdo de aparecer. Yo era gigante, transparente, lejana, y representaba al cielo con el gesto absurdo de vivir. Mi vida era mi pintura. Vivir era colorearme, con el rosa de la luz suspendida, inexplicable…

En nuestro barrio las casas eran bajas, las calles anchas, los espectáculos celestes estaban al alcance de la mano. Mamá empezó a dejarme ir sola a la escuela, que estaba a cuatro cuadras. Yo hacía lento y difuso el trayecto, sobre todo al regreso, cuando se desplegaba el crepúsculo. Me ganaba la libertad, el vagabundeo. Descubría la ciudad… Sin entrar en ella, claro está, limitándome a mi rincón marginal… La adivinaba desde allá, sobre todo desde el río, al que todos los días le echaba una mirada, porque estábamos cerca y siempre había una oportunidad. Por supuesto, no me perdía ocasión de salir. La acompañaba a mamá cada vez que salía… En realidad, siempre la había acompañado, ella no se atrevía a dejarme sola en la pieza, quién sabe con qué temores. Pero ahora yo había inventado un modo de acompañarla que me encantaba. A mí todo lo que me gustaba se me volvía un vicio, una manía. No conocía términos medios. Mamá tuvo que resignarse, aunque le causaba toda clase de problemas e inquietudes. Lo que yo hacía eran las "persecuciones". La dejaba adelantarse, cien metros más o menos, y me escondía, y la iba siguiendo escondida, yendo de un árbol a otro, de un zaguán a otro… Me escondía (por puro gusto de ficción, ya que ella, hastiada, había terminado por no darse vuelta a mirarme) detrás de cualquier cosa que me cubriera, un auto estacionado, un poste de luz, algún peatón… Cuando ella doblaba, yo corría hasta la esquina y la espiaba, la dejaba alejar, acechaba la ocasión de ganar terreno oculta… Si la veía entrar a un negocio, esperaba escondida, la vista fija en la puerta… Cuando llegaba de vuelta a casa, era un anticlímax. Me quedaba media hora en la esquina para ver si volvía a salir, al fin entraba, y las más de las veces recibía un bife, mis estrategias la ponían nerviosa, y no era para menos. Casi siempre la perdía. Me pasaba de lista, lo hacía más difícil de lo que debía ser, y la distancia que nos separaba ya no era ni poca ni mucha, porque había desaparecido. Entonces volvía a casa, me escondía en el zaguán, no sabía si había vuelto o no… y ella a veces tenía que interrumpir sus compras para volver, cuando se le hacía evidente que yo no la estaba siguiendo… Entonces me daba un bife y volvía a partir pero arrastrándome de la mano, que apretaba hasta hacerme crujir los huesos… Yo era incorregible. El juego era mi libertad. Curiosamente, mientras lo practicaba nunca me daba mis famosas instrucciones mentales, aunque esa actividad era ideal para ellas… Es que las persecuciones ya eran instrucciones en sí, eran mapas, eran ciudad… Mamá no salía de un radio muy limitado alrededor de nuestra morada, siempre las mismas calles, los mismos recorridos, el almacén, la carnicería, la pescadería, la verdulería… No había peligro de que yo me perdiera. La perdía a ella, siempre, tarde o temprano, pero no me perdía yo. Aunque ella no renunciaba al temor de que me extraviara. Y no podría habernos extrañado que sucediera. No sé cómo no me perdí nunca.

Lo que no me explicaba yo misma era cómo podía perderla, cómo se podía hurtar a mi tenaz y lúcida persecución; cuando lo pensaba, me parecía la faena más simple del mundo. En mi subconciente sabía bien que lo último que quería mamá era que yo la perdiera de vista. Sólo en mi juego era una astuta delincuente que advertía que la sutil detective la estaba siguiendo, y la desorientaba, o trataba de hacerlo, con maniobras sagaces… La pobre mamá me habría llevado con una correa. Pero, incapaz de impedir que yo me demorase y me escondiera en un zaguán esperando tenerla a cierta distancia, lo único que pedía era que yo no la perdiera de vista… Si por ella fuera, habría ido dejando un reguero de miguitas o botones, o se habría hecho fosforecente o habría llevado una bandera en alto, para que la idiota de su hija no la perdiera otra vez… Pero no podía. No podía ponerse demasiado en evidencia, porque eso habría significado entrar en mi juego; habría sido fácil para ella, caminar despacio por el medio de la vereda, bien visible, detenerse un minuto en todas las esquinas, hacer lo mismo en la puerta de los negocios donde iba a entrar… Así estaría segura de que yo seguía atrás. Pero no podía entrar en mi juego, no era que no quisiera sino que no podía, era casi una cuestión de vida o muerte, no podía entrar en mi juego, no podía darme esa importancia. Y mucho menos podía hacérmelo deliberadamente difícil, ocultarse, librarse de mí de entrada nomás, eso no habría ofrecido dificultades, qué va, pero era doblemente imposible, porque ahí intervenían sus sentimientos maternales, su preocupación. Lo único que le quedaba era actuar con naturalidad, hacer sus compras como las haría si fuera sola, como si no la siguiera nadie… ¡Pero tampoco podía! Eso menos que lo otro. ¿Cómo iba a poder, si tenía en las espaldas mi mirada, si sabía perfectamente que yo venía cien metros atrás, oculta detrás de un perro, de un tacho de basura? ¿Qué le quedaba entonces? Se veía obligada a una combinación de las tres imposibilidades, negándose siempre a cualquiera de ellas y rebotando de una a otra…

Envalentonada por mis fracasos (¡que otros se envalentonaran por sus triunfos!) empecé a hacerlo más difícil. En vez de cien metros de distancia, ponía doscientos. Directamente la perdía de vista de entrada. Ya no era una persecución visual, era adivinatorio. La influencia de mis instrucciones, que habían terminado por modelar mi relación con el mundo, me hizo avanzar en ese sentido, y debía hacerlo todo en un extremo de sutileza y eficacia… Que fallara era secundario. El imperativo estaba antes. Además, de ese modo el sentimiento de cacería era más fuerte, más intenso… A partir de ahí, hubo una vuelta de tuerca. Cuando perdía de vista a mamá, y me ocupaba cada vez más de que eso sucediera al comienzo del paseo, empezaba a sentir que yo era perseguida.

Esa sensación fue creciendo de modo exponencial. Tuve la genial idea de comentárselo a mamá. Mi imprudencia era asombrosa. Al principio no me hizo caso, pero insistí justo lo necesario, antes de dar marcha atrás, para que se inquietara. Pasaban tantas cosas tan terribles… Me preguntaba si había visto al que me seguía, si era hombre o mujer, joven o viejo… Yo no sabía cómo decirle que estaba hablando de otra cosa, de sensaciones, de sutilezas, de "instrucciones".

– ¡No salís más a la calle si no vas de mi mano!

Por aquel entonces la prensa amarilla se estaba haciendo un festín con los cadáveres exangües de niños de ambos sexos violados en los baldíos… Sin sangre en las venas. Era una ola de vampiros que cubría el país. Mamá era una mujer de pueblo, no demasiado ignorante (había hecho un año del secundario) pero crédula, simple… ¡Qué distintas éramos! Ella no sólo creía en las noticias de la prensa amarilla (si era por eso, yo también podía creerlas), sino que las aplicaba a su propia vida real… Ahí estaba nuestra diferencia clave, el abismo que nos separaba. Yo tenía una vida real totalmente separada de las creencias, de la realidad general conformada por las creencias compartidas…

Pues bien, una vez, en uno de esos trances… Yo había perdido completamente a mamá, y ya no sabía si seguir derecho, doblar, o directamente volver a casa, que estaba a dos cuadras nada más.

Y eso que acabábamos de salir, y mamá tardaría una buena media hora en volver, nerviosa, inquieta por mí, quizás sin poder terminar sus compras por mi culpa… Una desconocida me abordó:

– Hola, César.

Sabía mi nombre. Yo no conocía a nadie, nadie me conocía a mí. ¿De dónde había salido? Podía vivir en el inquilinato, o ser de alguno de los negocios donde mamá hacía las compras; para mí todas las señoras eran iguales, así que podía ser cualquiera, no me asombraba demasiado no reconocerla. Lo que sí era extrañísimo era que me dirigiera la palabra. Porque no se trataba sólo de quién era ella, sino, mucho más, de quién era yo. Tan convencida estaba de mi propia imperceptibilidad, de lo general y anodino de mis rasgos, que esto sólo podía aceptarlo como un milagro. Lo asocié con las marquitas que tenía en la nariz, a la que me llevé la mano.


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