En los archivos de la Biblioteca descubrió que desde su independencia en 1810, Chile había abierto sus puertas a los inmigrantes, que llegaron por centenares y se instalaron en aquel largo y angosto territorio bañado de cabo a rabo por el océano Pacífico. Los ingleses hicieron fortuna rápidamente como comerciantes y armadores; muchos llevaron a sus familias y se quedaron. Formaron una pequeña nación dentro del país, con sus costumbres, cultos, periódicos, clubes, escuelas y hospitales, pero lo hicieron con tan buenas maneras, que lejos de producir sospechas eran considerados un ejemplo de civilidad. Acantonaron su escuadra en Valparaíso para controlar el tráfico marítimo del Pacífico y así, de un caserío pobretón y sin destino a comienzos de la República, se convirtió en menos de veinte años en un puerto importante, donde recalaban los veleros provenientes del Atlántico a través del Cabo de Hornos y más tarde los vapores que pasaban por el Estrecho de Magallanes.

Fue una sorpresa para el cansado viajero cuando Valparaíso apareció ante sus ojos. Había más de un centenar de embarcaciones con banderas de medio mundo. Las montañas de cumbres nevadas parecían tan cercanas que daban la impresión de emerger directamente de un mar color azul de tinta, del cual emanaba una fragancia imposible de sirenas. Jacob Todd ignoró siempre que bajo esa apariencia de paz profunda había una ciudad completa de veleros españoles hundidos y esqueletos de patriotas con una piedra de cantera atada a los tobillos, fondeados por los soldados del Capitán General. El barco echó el ancla en la bahía, entre millares de gaviotas que alborotaban el aire con sus alas tremendas y sus graznidos de hambre. Innumerables botes capeaban las olas, algunos cargados con enormes congrios y róbalos aún vivos, debatiéndose en la desesperación del aire. Valparaíso, le dijeron, era el emporio comercial del Pacífico, en sus bodegas se almacenaban metales, lana de oveja y de alpaca, cereales y cueros para los mercados del mundo. Varios botes transportaron los pasajeros y la carga del velero a tierra firme. Al descender al muelle entre marineros, estibadores, pasajeros, burros y carretones, se encontró en una ciudad encajonada en un anfiteatro de cerros empinados, tan poblada y sucia como muchas de buen nombre en Europa. Le pareció un disparate arquitectónico de casas de adobe y madera en calles angostas, que el menor incendio podía convertir en ceniza en pocas horas. Un coche tirado por dos caballos maltrechos lo condujo con los baúles y cajones de su equipaje al Hotel Inglés. Pasó frente a edificios bien plantados en torno a una plaza, varias iglesias más bien toscas y residencias de un piso rodeadas de amplios jardines y huertos. Calculó unas cien manzanas, pero pronto supo que la ciudad engañaba la vista, era un dédalo de callejuelas y pasajes. Atisbó a lo lejos un barrio de pescadores con casuchas expuestas a la ventolera del mar y redes colgando como inmensas telarañas, más allá fértiles campos plantados de hortalizas y frutales. Circulaban coches tan modernos como en Londres, birlochos, fiacres y calesas, también recuas de mulas escoltadas por niños harapientos y carretas tiradas por bueyes por el centro mismo de la ciudad. Por las esquinas, frailes y monjas mendigaban la limosna para los pobres entre levas de perros vagos y gallinas desorientadas. Observó algunas mujeres cargadas de bolsas y canastos, con sus hijos a la rastra, descalzas pero con mantos negros sobre la cabeza, y muchos hombres con sombreros cónicos sentados en los umbrales o charlando en grupos, siempre ociosos.

Una hora después de descender del barco, Jacob Todd se encontraba sentado en el elegante salón del Hotel Inglés fumando cigarros negros importados de El Cairo y hojeando una revista británica bastante atrasada de noticias. Suspiró agradecido: por lo visto no tendría problemas de adaptación y administrando bien su renta podría vivir allí casi tan cómodamente como en Londres. Esperaba que alguien acudiera a servirlo -al parecer nadie se daba prisa por esos lados- cuando se acercó John Sommers, el capitán del velero en que había viajado. Era un hombrazo de pelo oscuro y piel tostada como cuero de zapato, que hacía alarde de su condición de recio bebedor, mujeriego e infatigable jugador de naipes y dados. Habían hecho buena amistad y el juego los mantuvo entretenidos en las noches eternas de navegación en alta mar y en los días tumultuosos y helados bordeando el Cabo de Hornos al sur del mundo. John Sommers venía acompañado por un hombre pálido, con una barba bien recortada y vestido de negro de pies a cabeza, a quien presentó como su hermano Jeremy. Difícil sería encontrar dos tipos humanos más diferentes. John parecía la imagen misma de salud y fortaleza, franco, ruidoso y amable, mientras que el otro tenía un aire de espectro atrapado en un invierno eterno. Era una de esas personas que nunca están del todo presentes y a quienes resulta difícil recordar, porque carecen de contornos precisos, concluyó Jacob Todd. Sin esperar invitación ambos se arrimaron a su mesa con la familiaridad de los compatriotas en tierra ajena. Finalmente apareció una criada y el capitán John Sommers ordenó una botella de whisky, mientras su hermano pedía té en la jerigonza inventada por los británicos para entenderse con la servidumbre.

– ¿Cómo están las cosas en casa? -inquirió Jeremy. Hablaba en tono bajo, casi en un murmullo, moviendo apenas los labios y con un acento algo afectado.

– Desde hace trescientos años no pasa nada en Inglaterra -dijo el capitán.

– Disculpe mi curiosidad, Mr. Todd pero lo vi entrar al hotel y no pude dejar de notar su equipaje. Me pareció que había varias cajas marcadas como biblias… ¿me equivoco? -preguntó Jeremy Sommers.

– Efectivamente, son biblias.

– Nadie nos avisó que nos mandaban otro pastor…

– ¡Navegamos durante tres meses juntos y no me enteré que era usted pastor, Mr. Todd -exclamó el capitán.

– En realidad no lo soy -replicó Jacob Todd disimulando el bochorno tras una bocanada del humo de su cigarro.

– Misionero, entonces. Piensa ir a Tierra del Fuego, supongo. Los indios patagones están listos para la evangelización. De los araucanos olvídese, hombre, ya los atraparon los católicos -comentó Jeremy Sommers.

– Debe quedar un puñado de araucanos. Esa gente tiene la manía de dejarse masacrar -anotó su hermano.

– Eran los indios más salvajes de América, Mr. Todd. La mayoría murió peleando contra los españoles. Eran caníbales.

– Cortaban pedazos de los prisioneros vivos: preferían su cena fresca. -Añadió el capitán-. Lo mismo haríamos usted y yo si alguien nos mata a la familia, nos quema la aldea y nos roba la tierra.

– Excelente, John, ¡ahora defiendes el canibalismo¡ -replicó su hermano, disgustado-. En todo caso, Mr. Todd, debo advertirle que no interfiera con los católicos. No debemos provocar a los nativos. Esta gente es muy supersticiosa.

– Las creencias ajenas son supersticiones, Mr. Todd. Las nuestras se llaman religión. Los indios de Tierra del Fuego, los patagones, son muy diferentes a los araucanos.

– Igualmente salvajes. Viven desnudos en un clima horrible -dijo Jeremy.

– Lléveles su religión, Mr. Todd, a ver si al menos aprenden a usar calzones -anotó el capitán.

Todd no había oído mentar a aquellos indios y lo último que deseaba era predicar algo en lo cual él mismo no creía, pero no se atrevió a confesarles que su viaje era el resultado de una apuesta de borrachos. Respondió vagamente que pensaba armar una expedición misionera, pero aún debía decidir cómo financiarla.

– Si hubiera sabido que venía a predicar los designios de un dios tiránico entre esas buenas gentes, lo lanzo por la borda en la mitad del Atlántico, Mr. Todd.

Los interrumpió la criada con el whisky y el té. Era una adolescente frutal enfundada en un vestido negro con cofia y delantal almidonados. Al inclinarse con la bandeja dejó en el aire una fragancia perturbadora de flores machacadas y plancha a carbón. Jacob Todd no había visto mujeres en las últimas semanas y se quedó mirándola con un retorcijón de soledad. John Sommers esperó que la muchacha se retirara.

– Tenga cuidado, hombre, las chilenas son fatales -dijo.

– No me lo parecen. Son bajas, anchas de caderas y tienen una voz desagradable -dijo Jeremy Sommers equilibrando su taza de té.

– ¡Los marineros desertan de los barcos por ellas¡ -exclamó el capitán!.

– Lo admito, no soy una autoridad en materia de mujeres. No tengo tiempo para eso. Debo ocuparme de mis negocios y de nuestra hermana, ¿lo has olvidado?

– Ni por un momento, siempre me lo recuerdas. Ve usted. Mr. Todd yo soy la oveja negra de la familia, un tarambana. Si no fuera por el bueno de Jeremy…

– Esa muchacha parece española -interrumpió Jacob Todd siguiendo con la vista a la criada, quien en ese momento atendía otra mesa-. Viví dos meses en Madrid y vi muchas como ella.

– Aquí todos son mestizos, incluso en las clases altas. No lo admiten, por supuesto. La sangre indígena se esconde como la plaga. No los culpo, los indios tienen fama de sucios, ebrios y perezosos. El gobierno trata de mejorar la raza trayendo inmigrantes europeos. En el sur regalan tierras a los colonos.

– Su deporte favorito es matar indios para quitarles las tierras.

– Exageras, John.

– No siempre es necesario eliminarlos a bala, basta con alcoholizarlos. Pero matarlos es mucho más divertido, claro. En todo caso, los británicos no participamos en ese pasatiempo, Mr. Todd. No nos interesa la tierra. ¿Para qué plantar papas si podemos hacer fortuna sin quitarnos los guantes?

– Aquí no faltan oportunidades para un hombre emprendedor. Todo está por hacerse en este país. Si desea prosperar vaya al norte. Hay plata, cobre, salitre, guano…

– ¿Guano?

– Mierda de pájaro -aclaró el marino.

– No entiendo nada de eso, Mr. Sommers.

– Hacer fortuna no le interesa a Mr. Todd, Jeremy. Lo suyo es la fe cristiana, ¿verdad?

– La colonia protestante es numerosa y próspera, lo ayudará. Venga mañana a mi casa. Los miércoles mi hermana Rose organiza una tertulia musical y será buena ocasión de hacer amigos. Mandaré mi coche a recogerlo a las cinco de la tarde. Se divertirá -dijo Jeremy Sommers, despidiéndose.

Al día siguiente, refrescado por una noche sin sueños y un largo baño para quitarse la rémora de sal que llevaba pegada en el alma, pero todavía con el paso vacilante por la costumbre de navegar, Jacob Todd salió a pasear por el puerto. Recorrió sin prisa la calle principal, paralela al mar y a tan corta distancia de la orilla que lo salpicaban las olas, bebió unas copas en un café y comió en una fonda del mercado. Había salido de Inglaterra en un gélido invierno de febrero y después de cruzar un eterno desierto de agua y estrellas, donde se le embrolló hasta la cuenta de sus pasados amores, llegó al hemisferio sur a comienzos de otro invierno inmisericorde. Antes de partir no se le ocurrió averiguar sobre el clima. Imaginó a Chile caliente y húmedo como la India, porque así creía que eran los países de los pobres, pero se encontró a merced de un viento helado que le raspaba los huesos y levantaba remolinos de arena y basura. Se perdió varias veces en calles torcidas, daba vueltas y más vueltas para quedar donde mismo había comenzado. Subía por callejones torturados por infinitas escaleras y orillados de casas absurdas colgadas de ninguna parte, procurando discretamente no mirar la intimidad ajena por las ventanas. Tropezó con plazas románticas de aspecto europeo coronadas por glorietas, donde bandas militares tocaban música para enamorados, y recorrió tímidos jardines pisoteados por burros. Soberbios árboles crecían a la orilla de las calles principales alimentados por aguas fétidas que bajaban de los cerros a tajo abierto. En la zona comercial era tan evidente la presencia de los británicos, que se respiraba un aire ilusorio de otras latitudes. Los letreros de varias tiendas estaban en inglés y pasaban sus compatriotas vestidos como en Londres, con los mismos paraguas negros de sepultureros. Apenas se alejó de las calles centrales, la pobreza se le vino encima con el impacto de un bofetón; la gente se veía desnutrida, somnolienta, vio soldados con uniformes raídos y pordioseros en las puertas de los templos. A las doce del día se echaron a volar al unísono las campanas de las iglesias y al instante cesó el barullo, los transeúntes se detuvieron, los hombres se quitaron el sombrero, las pocas mujeres a la vista se arrodillaron y todos se persignaron. La visión duró doce campanas y enseguida se reanudó la actividad en la calle como si nada hubiera ocurrido.


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