Largo, que casi siempre parecía un cascarrabias, lo parecía más aún en el mensaje.

La tercera llamada era de su agente de seguros y le decía que tenía que añadir a su póliza una cláusula de automovilistas no asegurados. La cuarta y última llamada era de la agente Bernadette Manuelito.

«Jim, he hablado con Cowboy, me ha contado lo que hicisteis y quiero darte las gracias. He pasado la mañana en el hospital de Farmington y he visto a Hosteen Nakai allí. Está muy enfermo y me dijo que necesitaba verte. Voy a pasar por tu casa. Son las… casi las seis. Estaré allí sobre las seis y media».

Chee se quedó un momento pensando en lo que había dicho Bernie. Después borró los mensajes uno, tres y cuatro y dejó el de Largo (por si fuera necesario que el capitán pensase que no lo había oído). ¿Por qué estaría Nakai en el hospital? Era difícil de imaginar. Se estaba muriendo de cáncer de pulmón, pero por nada del mundo querría morir en un hospital. Nakai era ultratradicionalista, un yataalii famoso, un chamán que cantaba el Camino de la bendición, el Cántico de la cima de la montaña, el Cántico de la noche y demás cantos rituales de curación. Como hermano mayor de su madre, era el «padrecito» de Chee, quien le había revelado su «nombre secreto de guerra», su mentor, su tutor y también el maestro que había intentado enseñarle los cánticos curativos. Hosteen Nakai no soportaría estar en un hospital; para él, sería intolerable morir en semejante encierro. ¿Cómo había podido suceder? Blue Woman era una mujer de gran inteligencia y fortaleza. ¿Cómo habría consentido que se llevaran a su marido de su hogar en las montañas Chuska?

Buscaba la respuesta a esas preguntas cuando oyó el chirriar de unas ruedas en la grava; miró por el mosquitero de la puerta y vio la camioneta de Bernie que se detenía. Quizás ella lo supiera.

Pero no fue así.

– Lo vi por pura casualidad -dijo Bernie-. Estaba esperando el ascensor, cuando llegó una camilla con un anciano; se parecía tanto a tu tío que le pregunté si era Hosteen Nakai, y asintió; entonces le dije que trabajaba contigo y él me agarró del brazo y me pidió que te dijera que fueras a verle. Yo le dije que lo haría, y entonces añadió que te dijera que fueras inmediatamente. Después llegó el ascensor y lo metieron allí. -Bernie meneó la cabeza con expresión triste-. Tenía muy mal aspecto.

– ¿Y no dijo nada más? ¿Sólo que fuera inmediatamente?

Bernie asintió.

– Volví a la enfermería a preguntar y la enfermera me dijo que lo habían llevado a cuidados intensivos, que tenía cáncer de pulmón.

– Sí -dijo Chee-. ¿Te contó por qué lo habían llevado allí?

– Dijo que había llegado en ambulancia. Supongo que lo pediría su mujer. -Hizo una pausa y fijó los ojos en Chee; se miró las manos y volvió la vista hacia Chee-. La enfermera dijo que estaba terminal. Llevaba un gotero en el brazo y una botella de oxígeno.

– Hace mucho tiempo que está terminal -dijo Chee-. Cáncer, otra víctima del maldito tabaco. La última vez que lo vi, decían que sólo le quedaban unas semanas de vida… -Se paró a pensar, hacía meses ya. Demasiado tiempo. Se avergonzó… por faltar a la regla fundamental de la cultura navaja anteponiendo los intereses personales a las necesidades de la familia. Bernie lo miraba esperando que terminara la frase. Su aspecto era ligeramente descuidado, como siempre, y su expresión, algo tímida y preocupada; llevaba unos pantalones vaqueros tiesos, tan nuevos eran, que le quedaban un poco grandes, y una camisa de las mismas características. Una muchacha bonita y agradable, pensó Chee, y, sin darse cuenta, la comparó con Janet. Comparar a una mujer bonita con una belleza, una monada con alguien con clase, una mujer de campo con una de la alta sociedad… Suspiró-. Pero fue hace mucho -concluyó, y miró el reloj-. Tienen horario de visitas también por la tarde -dijo, al tiempo que se levantaba-, a lo mejor llego a tiempo.

– Quería decirte que estuve hablando con Cowboy Dashee -dijo Bernie-, y me contó lo que habíais hecho.

– ¿Hecho? ¿Te refieres al avión?

– Sí -contestó algo apocada-. Creo que hiciste un buen trabajo, has sido muy amable por tomarte tantas molestias.

– ¡Ah! -exclamó Chee-. En realidad, fue un golpe de suerte.

– Creo que ése era el motivo principal de que Teddy estuviera bajo vigilancia, porque él sabe pilotar y conocía al propietario del avión. Ahora te debo un gran favor. En realidad, no quería pedirte un esfuerzo tan grande, sólo pretendía que me aconsejaras.

– Iba a preguntarte por qué estabas en el hospital, pero supongo que fuiste a ver a Teddy Bai.

– Se ha recuperado bastante -dijo-; ya lo han sacado de cuidados intensivos.

– No sabía que Bai conociera a Eldon Timms -dijo Chee-. ¿Tú lo sabías?

– Me lo dijo Janet Pete -contestó Bernie-. También estaba en el hospital. Representará a Teddy.

– ¡Ah! -dijo Chee.

Claro. Janet ejercía de abogado en la oficina del defensor público del tribunal federal. Bai era navajo, y también Janet, por el apellido y la sangre de su padre, aunque no por su condición. Lógicamente, le habían asignado el caso de Bai.

Bernie no dejaba de observarlo.

– Me preguntó por ti.

– ¿De veras?

– Le dije que estabas de vacaciones y que acababas de volver de pescar en Alaska.

– Ah, ¿y qué dijo ella?

– Sólo se rió, y luego dijo que le habían contado que tenías algo que ver con la aparición del avión, y que seguro que lo habías encontrado en tu tiempo libre. Yo todavía no había hablado con Cowboy y no lo sabía, así que le contesté que, de todos modos, no te habías reincorporado aún al trabajo. Ella volvió a reírse y dijo que dejar en evidencia al FBI se estaba convirtiendo en una especie de pasatiempo para ti.

– No es así -dijo Chee, al tiempo que recogía el sombrero-. En el departamento hay mucha gente competente. Lo que pasa es que permiten que el FBI se dé mucha importancia. Son los políticos los que ascienden, así que son ellos quienes ponen las normas y quienes lo dirigen todo, en lugar de los verdaderos cerebros. Por eso ocurren tantas estupideces.

– Como cuando evacuaron Bluff, en aquella gran persecución del noventa y ocho -dijo Bernie.

Chee le abrió la puerta.

Bernie se quedó inmóvil un instante, mirándolo, sin prisa por marcharse.

– ¿Quieres acompañarme? -preguntó Chee-. ¿Quieres venir a ver a Hosteen Nakai conmigo?

La expresión de Bernie decía que sí.

– ¿Seré útil?

– Es posible. De todos modos, serás buena compañía y, además, podrías ponerme al día de todo lo que me he perdido por aquí.

Pero Bernie no fue buena compañía. En cuanto se subió a la camioneta y cerró la portezuela, Chee preguntó:

– Dijiste que habías visto a Janet en el hospital y que te había preguntado por mí. ¿Qué más te dijo?

Bernie lo miró un momento.

– ¿De ti?

– Sí -dijo Chee, pensando que ojalá no hubiera preguntado nada.

Bernie reflexionó un instante sobre lo que Janet Pete le había dicho de él o sobre lo que pensaba contarle.

– Pues lo que te expliqué antes, que te gustaba dejar en ridículo al FBI -dijo.

Después, hablaron muy poco durante los cincuenta kilómetros de trayecto hasta el hospital.

Cuando entraron en el aparcamiento, el horario de visitas ya casi había terminado y la mayor parte del tráfico era de salida.

– Me he fijado en las caras -dijo Bernie-, en las que traen buenas noticias y en las que no. Hay pocas alegres.

– Sí -dijo Chee, pensando en cómo pedir disculpas a Hosteen Nakai por no haber cuidado de él, buscando las palabras adecuadas.

– Los hospitales siempre son tristes -comentó Bernie-, excepto las salas de maternidad.

Bastó una sola mirada a la enfermera encargada del mostrador de la sección de cuidados intensivos para corroborar el comentario de Bernie. La enfermera, que hablaba por teléfono, era una mujer canosa, de mediana edad, con un rostro y una voz que reflejaban pesar.


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