– ¿Dijo cuándo? De acuerdo. -Miró a Chee y a Bernie, les hizo una seña de «un momento, por favor» y prosiguió-: Cuando vuelva, dile que el pequeño Morris ha muerto. -Colgó, torció el gesto y luego les hizo la pregunta de rigor.
– Hemos venido a ver al señor Frank Sam Nakai -contestó Chee.
– Es posible que no esté despierto -dijo ella, y miró el reloj-. El horario de visita termina a las ocho, tendrán que darse prisa.
– Me mandó un mensaje -dijo Chee-, me pidió que viniera inmediatamente.
– En tal caso, acompáñenme -dijo, y los condujo por el corredor.
No era fácil saber si Nakai estaba dormido o despierto, o si estaba vivo, siquiera. Tenía gran parte de la cara tapada con una mascarilla de oxígeno y yacía completamente inmóvil.
– Creo que está dormido -dijo Bernie, y, justo en ese momento, Nakai abrió los ojos, volvió el rostro hacia ellos y se quitó la mascarilla.
– Gran Pensador ha vuelto -dijo en navajo, con una voz tan débil que apenas era audible.
– Sí, padrecito -contestó Chee-, aquí estoy. Debería haber venido hace mucho.
Un tubo fino y translúcido conectaba a Hosteen Nakai a una bolsa de plástico que colgaba de un soporte junto a la cama. Nakai siguió el tubo con los dedos por encima de la sábana hasta su brazo. No era el brazo musculoso que Chee recordaba, sino poco más que el hueso recubierto por piel reseca.
– Pronto me iré -dijo Nakai. Hablaba en navajo, con los ojos cerrados, escogiendo lentamente las palabras-. El soplo interior me abandonará y yo lo seguiré a otro lugar. -Se palpó el antebrazo con un dedo-. Y entonces, aquí no quedarán más que estos huesos viejos. Pero antes, tengo que decirte una cosa. He dejado una tarea sin terminar, debo darte la última lección.
– ¿Lección? -preguntó Chee, y al instante entendió lo que Nakai quería decirle. Años atrás, cuando Chee todavía creía que podía ser policía navajo y yataalii al mismo tiempo, Nakai le había enseñado a celebrar la ceremonia del Camino de la Noche. Chee aprendió de memoria los hechos del pueblo sagrado relacionados con los mitos y la forma de reproducirlos en dibujos en la arena. Entonó los cánticos que relataban la historia, aprendió la fórmula del vomitivo adecuado, el trato con el paciente y todo lo necesario para producir la magia que exige el pueblo sagrado para poner fin a la enfermedad y devolver la armonía de la vida natural. Lo aprendió todo, excepto la última lección.
Así lo dictaba la tradición de los chamanes navajos. El maestro se reservaba el último secreto hasta estar seguro de que el aprendiz estaba preparado para recibirla. Para Chee, aquel momento no había llegado. En una ocasión, se había ido a Virginia a estudiar en la academia del FBI, en otra, había volado a Los Ángeles para trabajar en un caso; más tarde, fue a la casa de invierno de Nakai a recibir sus enseñanzas, pero éste le dijo que no era ni la estación ni el momento adecuados. Finalmente, Chee llegó a la conclusión de que Nakai había comprendido que jamás estaría preparado para cantar el Camino de la Noche. Aquello le dolió; imaginaba que a Nakai no le parecía bien la asimilación del estilo de vida del hombre blanco ni sus planes de casarse con Janet Pete: el hecho de que el padre de ella fuera navajo no la preparaba para los sacrificios que requería ser la esposa de un chamán. Fueran cuales fuesen los motivos, Chee respetó la sabiduría de Nakai. Tendría que olvidar el sueño de la infancia, pues no le sería confiado el poder de sanar. Ya lo había aceptado.
Y, ahora, ¿había cambiado Nakai de opinión? ¿Qué podía decir?
– ¿Aquí? -preguntó, señalando las blancas y asépticas paredes-. ¿Puede hacerlo aquí?
– Es un mal sitio -dijo Nakai-. Aquí ha muerto mucha gente y hay muchos enfermos y personas desgraciadas. Los oigo llorar en los pasillos. Los chindi de los muertos están atrapados entre estos muros, también los oigo. Los oigo hasta cuando me dan la medicina para dormir. Lo que tengo que enseñarte tendría que hacerse en un lugar sagrado, lejos del mal, pero no tenemos otra opción.
Se colocó la mascarilla, inhaló oxígeno y se la volvió a quitar.
– Los bilagaana no entienden la muerte -dijo-. Es el otro lado del círculo, no es algo contra lo que haya que luchar ni debatirse. ¿Has observado que la gente muere al final de la noche, cuando las estrellas todavía brillan en el oeste y se percibe ya la luz del Muchacho de la Aurora en las montañas del este? Es para que la energía sagrada que llevamos dentro bendiga el nuevo día. Siempre creí que moriría así, en verano, en nuestro campamento de Chuska, bajo las estrellas, y que liberaría mi energía interior. Y no que moriría atrapado en…
La voz de Nakai se iba debilitando tanto que Chee no pudo entender las últimas palabras, hasta que se calló.
– Jim -dijo Bernie, tocándole el codo-, si vais a celebrar aquí una ceremonia, ¿no sería mejor que me marchase?
– Creo que sí -dijo Chee-, pero en realidad no lo sé.
Permanecieron allí, mirando a Nakai, que había cerrado los ojos.
Chee le colocó la mascarilla de oxígeno otra vez y Bernie volvió a tocarle el codo.
– No soporta este lugar -dijo Bernie-, saquémoslo de aquí.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Chee-. ¿Cómo?
– Le decimos a la enfermera que nos lo llevamos a casa.
– ¿Y todo esto? -preguntó Chee, refiriéndose a la mascarilla de oxígeno, los goteros y los tubos que lo mantenían con vida y los cables conectados a los ordenadores que medían su energía sagrada y lo reducían a señales electrónicas que cruzaban velozmente las pantallas de los monitores-. Se morirá.
– Claro que se morirá -dijo Bernie con impaciencia-, ya nos lo ha dicho la enfermera. Se está muriendo en estos momentos, es lo que él intentaba decirte, pero no quiere morir aquí.
– Tienes razón -dijo Chee-. Pero ¿cómo…?
Bernie ya salía de la habitación.
– Primero llamaré al servicio de ambulancias -dijo- y, mientras llegan, empezaré con el papeleo para sacarlo de aquí.
No era tan sencillo como Bernie lo había planteado. La enfermera lo comprendía, pero tenían que responder a varias preguntas, por ejemplo, dónde estaba la esposa de Nakai, cuyo nombre, aunque no la firma, figuraba en los impresos de admisión, y con qué autoridad pretendían desconectar al señor Nakai de los sistemas de mantenimiento de las constantes vitales y sacarlo del hospital. El doctor que había ordenado la hospitalización se había marchado a Albuquerque. Por lo tanto, la responsabilidad recaía en otro doctor, que en esos momentos estaba ocupado en la sala de urgencias del piso inferior, cosiendo unos navajazos. El doctor se presentó treinta minutos y dos avisos más tarde; era joven y estaba cansado.
– ¿Qué ocurre aquí? -preguntó, y la enfermera le puso al corriente de una forma poco convincente. Entre tanto, el enfermero de la ambulancia salió del ascensor, reconoció a Chee, porque habían coincidido en algunos accidentes de tráfico, y le pidió instrucciones.
– No puedo hacerlo -dijo el doctor-. El paciente se encuentra con soporte de constantes vitales, necesitamos autorización del familiar más próximo y, de no haberlo, sólo puede darle el alta el médico que ordenó la hospitalización.
– En realidad, la cuestión no es ésa -dijo Chee-. Queremos llevarnos a Hosteen Nakai a su casa esta noche para que esté con su mujer. La cuestión es si usted puede ayudarnos a hacerlo reduciendo en lo posible las trabas.
La intervención de Chee se tradujo en un silencio helado pero breve, seguido por su firma en un impreso de alta contra consejo del médico y una declaración de responsabilidad financiera. Así, Hosteen Frank Sam Nakai quedó de nuevo en libertad.
Chee se subió a la parte trasera de la ambulancia con Nakai y el ayudante técnico sanitario de urgencias.
– Supongo que ya sabe que han cogido a uno de los bandidos del casino -comentó el enfermero-. Lo dijeron en las noticias de las seis.