– Imagino cómo me habrás localizado -dijo Leaphorn-. Llamaste a mi casa, habló el contestador y te dio el mensaje que había dejado para quedar con Louisa.
– Exacto -dijo Chee-, y gracias a eso, me he ahorrado un viaje de ciento cincuenta kilómetros hasta Window Rock. Mejor dicho, de trescientos, porque tengo que estar otra vez en la base del río Montezuma por la mañana.
– Nosotros también vamos hacia allí -dijo Leaphorn-. La profesora Bourebonette me utiliza de intérprete. Mañana tiene que entrevistar a una anciana en la Escuela Diurna Beclabito.
Hablaron del asunto hasta que llegó la hora de pedir la cena.
– ¿Le dieron el mensaje que le dejé en la oficina? -preguntó Chee.
– Quieres que te cuente lo que sé sobre el caso del casino ute -dijo Leaphorn-. ¿Olvidas que ahora soy civil?
– No es eso -dijo Chee, y sonrió-. Y tampoco he olvidado cómo ponía en marcha la red de antiguos alumnos de su promoción. Tengo entendido que fue usted quien proporcionó la identidad de esos tipos al FBI.
– ¿Quién te lo ha dicho?
– Me lo dijo el ayudante del sheriff del condado de Apache.
La expresión de Leaphorn parecía indicar que sabía quién era ese ayudante.
– Un rumor más -dijo Leaphorn encogiéndose de hombros.
– Caballeros, ¿quieren que vaya a empolvarme la nariz? -preguntó la profesora-. ¿Necesitan quedarse solos?
– Yo no -dijo Leaphorn, y Chee negó con un gesto de la cabeza.
– ¿Quiere decir que sólo es verdad en parte? Según dicen, usted fue a casa de tal Jorie, lo encontró muerto, llamó para informar de que se había suicidado y dio a los federales el nombre de sus cómplices. ¿Puede decirme cuánto hay de verdad en eso?
– Supongo que estás trabajando en el caso -dijo Leaphorn-. ¿Cuánto sabes?
– Poca cosa -dijo Chee, y le puso al corriente.
– ¿No te dijeron lo de la nota de suicidio?
– No -dijo Chee-, no me dijeron nada.
Decepcionado, Leaphorn meneó la cabeza.
– En el FBI hay muchos tipos que valen -dijo-, pero también los hay estúpidos, y, tal como funcionan las cosas cuando la burocracia crece, cuanto más bobo seas, más asciendes. Se enredan compitiendo por Washington, donde el saber significa poder, y así se obsesionan con los secretos.
– Eso creo -dijo Chee.
– Qué obsesión por los secretos -continuó Leaphorn meneando la cabeza-. Yo trabajaba con un agente especial que se llamaba Kennedy -añadió, sin sonreír ya-; Kennedy fue un gran policía y me contó que esa obsesión había surgido a raíz de la guerra de territorios en Washington. El departamento, la policía del Tesoro, la CIA, los servicios secretos, la oficina del jefe de policía de los Estados Unidos, la BIA, los agentes de Inmigración y Nacionalización y unos quince organismos policiales federales más, todos se empujan y se atropellan unos a otros por conseguir más dinero y mayores jurisdicciones. El saber es poder, diría Kennedy, de modo que estás obligado a no contar nada a nadie. En todo caso, ya verán los titulares o se enterarán de cuándo sales en televisión por medio de tu agencia.
Chee asintió.
– ¿Había algo en la nota de suicidio que me interese saber? -preguntó. Tenía la impresión de que a Leaphorn empezaban a pesarle los años, o la vida en solitario, porque nunca le había oído perderse en semejantes digresiones.
– Es posible. Pero ¿cómo saberlo, si se desconoce su contenido?
– Bueno, tengo una pregunta sobre el tal Jorie. Me gustaría saber cómo llegó a su casa desde el lugar donde sus compinches y él abandonaron la camioneta. También me gustaría saber por qué no les dijo que lo dejaran allí al pasar, si de todos modos pensaba volver a su casa.
Leaphorn se quedó pensando.
– Entonces, ¿dices que sólo había dos hombres en la camioneta cuando la abandonaron? ¿Encontrasteis las huellas?
– Yo no -dijo Chee-, todavía no había vuelto de mis vacaciones. Las encontró la gente de la oficina del sheriff. Cowboy Dashee, para ser exactos. ¿Se acuerda de él?
– Cómo no -dijo Leaphorn-. ¿Y Cowboy dijo que había huellas de sólo dos personas alrededor de la camioneta?
– Exacto. Tomó fotografías. Unas eran de botas de suela lisa con tacón de vaquero; las otras parecían de calzado resistente con suela antideslizante.
Leaphorn se quedó pensativo.
– ¿Qué más encontró Dashee?
– ¿Alrededor de la camioneta?
– O en el interior. ¿Algo interesante?
– Era una camioneta robada, de las que suelen usar en los yacimientos petrolíferos -dijo Chee-, y había un montón de porquería dentro, llaves inglesas, trapos sucios de grasa y demás.
Leaphorn esperaba más cosas y torció el gesto, como si se arrepintiera de algo.
– ¿Recuerdas todo lo que te enseñé? -dijo-. Siempre te insistí en que me dijeras todos los pormenores, sin olvidar nada, aunque parecieran detalles sin importancia.
– Me acuerdo, sí -dijo Chee con una sonrisa-, y también me acuerdo de que no me gustaba; me daba la impresión de que no era capaz de pensar por mí mismo. Ahora que lo pienso, me sigue ocurriendo.
– No se trataba de eso -replicó. Leaphorn, levemente sonrojado-. Lo que ocurre es que, muchas veces, yo tenía información que tú no tenías.
– Bueno, da lo mismo. También había una revista de desnudos en una guantera lateral, y recibos de gasolineras, una radio estropeada en la litera, un trapo de limpiar aceite y una lata vacía de Dr Pepper.
Leaphorn pensó un poco y dijo:
– Dime más cosas de la radio.
– ¿De la radio? Dashee dijo que no funcionaba y que seguramente se le habrían acabado las pilas.
Leaphorn meditó.
– Es curioso que dejaran una cosa así al marchar. Seguro que la habían llevado por algún motivo. Seguramente, para seguir la pista de los movimientos de la policía. ¿Tenía escáner para controlar la comunicación entre las patrullas por radio?
– Maldita sea -dijo Chee-. Dashee no comentó nada de eso y a mí no se me ocurrió preguntar.
Leaphorn miró a la profesora Bourebonette como pidiéndole disculpas.
– Seguid, seguid -les dijo-, siempre me ha intrigado cómo hacen el trabajo los policías.
– Normalmente, no lo hacen en un restaurante -dijo Leaphorn-. Ojalá tuviéramos un mapa.
– Lugarteniente -dijo Chee al tiempo que se metía la mano en el bolsillo de la chaqueta-, ¿me cree capaz de venir aquí a hablar con usted sin traer un mapa?
La camarera llegó cuando Leaphorn estaba abriendo el mapa sobre el mantel y, con expresión paciente, tomó nota de lo que querían.
– De acuerdo -dijo Leaphorn, y trazó un aspa pequeña y exacta-, aquí está la casa de Jorie. Y ahora, ¿dónde abandonaron la camioneta?
– Yo diría que aquí mismo -dijo Chee, e indicó el punto con un diente del tenedor.
– ¿Al lado mismo de esta carretera sin asfaltar?
– No. A un centenar de metros cuesta abajo, cerca del canal del Gothic.
El mapa que consultaban era el mejor, el editado hacía años por el Club del Automóvil del sur de California, y que la Asociación Americana del Automóvil había adoptado como «Guía del territorio indio»; se modificaba meticulosamente todos los años, a medida que las quiebras obligaban a cerrar, una a una, las áreas de servicio de las carreteras, y a medida que se asfaltaban caminos de tierra, las riadas convertían carreteras no asfaltadas en intransitables y demás pormenores. Leaphorn volvió a doblarlo por el lado del kilometraje a escala, pasó la escala al borde de su servilleta de papel y la aplicó después para medir la distancia entre las dos señales.
– Unos treinta kilómetros en línea recta -concluyó Leaphorn-, que a pie serán casi cincuenta porque hay que rodear los cañones.
– Me pareció un recorrido excesivamente largo para cubrir a pie sin ser necesario -dijo Chee-. Pero tengo más preguntas.
– Creo que tengo la respuesta a una de ellas -dijo Leaphorn-, si quieres creerlo.
– En realidad, lo que tengo es un cúmulo de preguntas -dijo Chee-. Jorie fue a casa, así que supongo que estaba seguro de que la policía no iría a por él. No conocían su identidad, todavía. ¿Cómo llegaron a identificarlo? Y ¿cómo llegó él a saber que lo habían identificado? Y ¿por qué sus dos cómplices no hicieron lo mismo que él? ¿Por qué no se fueron a casa? Y… así muchas cosas más.