– ¿Sabes una cosa, Bernie? -dijo-. Creo que voy a llamar al lugarteniente. Me gustaría saber su opinión.

Capítulo 19

Después de haberse resignado a soportar más ratos interminables escuchando relatos de mitología tribal explicados por ancianos utes, Joe Leaphorn se disponía a ponerse la gorra cuando sonó el teléfono.

– Diga -dijo, en un tono que incluso a él le sonó melancólico.

Era Jim Chee, lo que animó al lugarteniente.

– Lugarteniente, si tiene un par de minutos, me gustaría contarle lo que sucedió ayer en la gasolinera Chevron de Bluff. ¿Ya ha oído hablar del asunto? Me gustaría saber qué opina usted de todo esto.

– Tengo tiempo -dijo Leaphorn-, pero lo único que sé es lo que vi en las noticias. A la hora de abrir, aparece un hombre en la gasolinera; deja fuera de combate al encargado y huye en una furgoneta de reparto que previamente había robado. El FBI sospecha que se trata de uno de los bandidos del atraco al casino. El presentador dijo que un agente de la policía tribal navaja se encontraba en la gasolinera llenando el depósito cuando sucedió el incidente, pero el ladrón escapó. ¿Fue así, más o menos?

Un momento de silencio.

– Bueno, el que estaba llenando el depósito era yo -dijo Chee en un tono a la defensiva-, pero cuando llegué ya había pasado todo. En el momento en que yo me acercaba, el atracador desaparecía en la furgoneta. Sin embargo, lo curioso es que lo único que buscaba era el periódico. Cogió uno de la máquina expendedora y, cuando el encargado llegó allí y lo sorprendió hurgando en el cubo de la basura, le dijo que sólo quería un periódico.

Leaphorn guardó silencio.

– Sólo un periódico-dijo-. Sólo eso. ¿Y no cogió nada del interior de la gasolinera? ¿Comida, tabaco o cosas así?

– Todavía no habían abierto la gasolinera. Pensé que a lo mejor el tipo le había quitado las llaves al encargado después de golpearle, que luego había entrado a saquear la tienda y que luego había vuelto a cerrar, aunque parezca una tontería, pero al parecer no entró.

– Bien -dijo Leaphorn en tono pensativo-, así que sólo quería un periódico de la máquina expendedora.

– O quizás otro. A juzgar por la forma en que desparramó el contenido del cubo de basura parecía buscar algo, y además le dijo al encargado que sólo quería un periódico viejo. Creo que quería uno atrasado, con información acerca de la persecución.

– Parece razonable. ¿Desde dónde me llamas?

– Desde mi casa, en Shiprock. Ayer me torcí el tobillo persiguiendo al bandido del periódico. Tropecé y ahora tengo que quedarme en casa hasta que baje la hinchazón. Le llamé a su casa, a Window Rock, y oí el mensaje del contestador automático. No es mala idea.

– Un momento -dijo Leaphorn.

Tapó el auricular con la mano y miró a Louisa, que estaba de pie en la puerta con el magnetófono al hombro y el bolso en la mano, esperando con expresión de interés.

– Es Jim Chee, me llama desde Shiprock -dijo Leaphorn-. ¿Sabes el atraco a la gasolinera de Chevron del que hablábamos antes? Chee dice que lo único que quería el ladrón era periódicos. ¿Recuerdas lo que te decía sobre la radio averiada…?

– Es todo muy extraño -dijo Louisa-. Escucha, a menos que de verdad quieras venir conmigo a escuchar todo el interrogatorio sobre mitología, ¿por qué no te acercas hasta Shiprock a hablar con Chee? Yo iré con Becenti.

Emma habría reaccionado exactamente de la misma forma, pensó Leaphorn. De pronto, se dio cuenta de que era capaz de hacer esa comparación sin sentirse culpable.

La puerta de la pequeña caravana de Chee estaba abierta cuando Leaphorn llegó. Al cerrar la portezuela del vehículo, oyó su voz: «Pase, adelante». Chee estaba sentado junto a la mesa, con el pie izquierdo en alto, apoyado en un cojín encima del catre. Tras el obligado intercambio de saludos y frases de ánimo y la petición de disculpas de rigor, Leaphorn vio que en la mesa había un mapa del territorio indio abierto por la zona del territorio de cañones de Four Corners.

– Veo que estás preparado para trabajar -dijo, tocando el mapa.

– Mi tío siempre me decía que usara la cabeza antes que los pies -dijo Chee-, y hoy me veo obligado a hacerlo.

– ¿Y a qué conclusiones has llegado? -preguntó Leaphorn después de sentarse.

– Sólo confusión -dijo Chee-. Esperaba que usted me lo aclarara.

– Es como si tuviéramos un rompecabezas sin un par de piezas centrales -dijo Leaphorn-. Pero, en el trayecto desde Farmington, venía pensando en la forma de encajar un par de piezas que tenemos.

– Con la radio averiada, se impone la necesidad de hacerse con un periódico para saber qué demonios está pasando -dijo Chee- ¿No es eso?

– Sí. Y eso explica una cosa.

– ¿Que no tienen otra radio? -dijo Chee, frunciendo el ceño-. ¿O no tienen manera de acceder a las noticias? ¿O algo más?

– En esta situación -dijo Leaphorn con una sonrisa- tengo una ventaja: puedo quedarme junto a un teléfono y ponerme en contacto con la red de policías retirados, mientras tú andas por ahí trabajando.

Chee se inclinó hacia adelante y se colocó la bolsa de hielo, invadido por la sensación de haber vivido antes esa misma escena, de haber tenido la embotadora impresión de ser intelectualmente torpe. Había oído a Leaphorn pronunciar esa especie de preámbulo muchas veces, y sabía adonde iba a parar. Era el modo que tenía el Lugarteniente Legendario de plantear una conclusión procurando que Chee, el inexperto «chico para todos» que le habían asignado, no se sintiera más tonto de lo necesario.

– La verdad es que todo esto indica que los ladrones, sin la radio, están desesperados por averiguar qué demonios está pasando. Tienen que saber si pueden huir ya o no.

– Exacto -dijo Leaphorn-. Es la misma conclusión a la que yo he llegado. Pero permíteme añadir un dato que tú no tenías. Creo que te dije que a lo mejor llamaba a Jay Kennedy para ver si podía facilitarnos los resultados del laboratorio del FBI sobre el examen de la radio. Pues me llamó ayer y me dijo que su amigo del laboratorio le había explicado que habían averiado la radio a propósito.

Chee dejó de retocarse la bolsa de hielo y se quedó mirando a Leaphorn fijamente: éste acababa de decir que había preguntado a Kennedy si podía «facilitarnos», en plural.

– ¿A propósito? -preguntó Chee-. ¿Por qué iban a estropearla a propósito? Ah, un momento. Permítame plantear la pregunta de otra forma. ¿Cuál de ellos la estropeó y por qué? ¿Y cómo determinó el departamento que la habían estropeado adrede?

– No subestimes nunca a la gente del laboratorio del departamento. Cogieron el aparato y comprobaron si había huellas dactilares, de las que se suelen dejar al cambiar las pilas o algo así. Entonces, vieron que habían cortado con algo afilado unas conexiones del interior, con la punta de un cuchillo, quizá.

Chee se quedó pensando un momento.

– Huellas dactilares -dijo-. ¿Encontraron huellas dactilares? De ser así, serían de Jorie. Jorie, sabiendo que lo iban a traicionar, habría preparado el sabotaje para vengarse.

– Sólo había huellas parciales -dijo Leaphorn-, pero no pertenecían a nadie que tuvieran en los archivos.

Mientras reflexionaba sobre ello, Chee se dio cuenta de que Leaphorn lo miraba atentamente, esperando su reacción. ¿De quién tendría huellas dactilares el FBI? De Jorie sí, desde luego, porque tenían su cuerpo. De Ironhand, quizá, si se las habían tomado a los soldados del Vietnam. También era probable que tuvieran las de Baker, porque le habían detenido por delitos menores más de una vez.

– De todos modos, pudo haber sido Jorie -dijo Chee-; a lo mejor se puso guantes, o un pañuelo, y tuvo mucho cuidado con el cuchillo.

Leaphorn asintió sonriendo.

«Se alegra de mis razonadas conclusiones -pensó Chee-. Quizá Bernie estaba en lo cierto. A lo mejor me aprecia».


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