– Supongo que las huellas no significan gran cosa -dijo Leaphorn-, serán del dependiente de la tienda que colocó las pilas. Yo también pensaba en Jorie, me sigue pareciendo el candidato más lógico.
– Motivos tenía, desde luego. Hay que suponer que encontró la ocasión de manipular el aparato después de enterarse de lo que planeaban.
Leaphorn asintió.
– Si había decidido denunciarlos, no querría que supieran que la policía ya los había identificado. No querría que se enteraran de nada por radio.
Chee asintió.
– Pero, de todos modos, ahí hay un problema.
– Sí -dijo Chee, preguntándose a qué se referiría Leaphorn-. Todavía quedan muchas preguntas sin respuesta.
– Jorie debía de estar convencido de saber lo que decía cuando dejó constancia en su nota de dónde ir a buscarlos. A sus casas, dijo, o a ese lugar del norte. El FBI fue a buscarlos y no los encontró. ¿Por qué? -Miró a Chee por si le ofrecía alguna respuesta.
– No confiaban en él -dijo Chee.
Leaphorn asintió.
– No. También ellos lo estaban traicionando. -Tocó el mapa-. Y además: ¿por qué aparecieron en este otero?
– Tengo dos respuestas a esa pregunta. Escoja la que quiera. Una: creo que podían tener otro vehículo escondido en alguna parte, no lejos de donde abandonaron la camioneta. Cowboy dijo que no encontraron huellas, ninguna marca, nada. Pero en ese lugar tal vez las borraran, sabiendo que era necesario, y se tomaran su tiempo para hacerlo bien.
Leaphorn aceptó la teoría con un levísimo asentimiento.
– La segunda respuesta enlaza con lo que usted descubrió sobre Ironhand. Conocía el escondite que en sus tiempos utilizaba su padre, sabía cómo conseguir escapar de aquella forma mística, mágica. Por eso, creo que el escondite está en los alrededores, cerca de aquí. Los ladrones llevaron allí comida y agua, y allí piensan quedarse hasta que se presente la ocasión de escapar. Por eso pasaron por encima de la piedra con la camioneta, para que se rajara el cárter y el FBI pensara que habían abandonado el vehículo por necesidad. Luego, se fueron andando a su escondite.
Leaphorn asintió a la segunda teoría con un poco más de entusiasmo.
– Pero a Jorie no le dijeron nada de todo eso. Era un secreto entre ellos dos, lo cual significa que la traición estaba planeada mucho antes de cometer el atraco.
– Sin duda -dijo Chee.
– Estoy pensando en el segundo lugar que Jorie indicó a la policía. Queda al norte, en dirección hacia Blanding, muy lejos del lugar donde abandonaron la camioneta.
Chee suspiró.
– Sería maravilloso que Cowboy hubiera descubierto huellas de tres personas alrededor de la maldita camioneta.
Leaphorn se rió.
– Dejemos eso a un lado de momento y volvamos a la segunda idea. Digamos que Baker e Ironhand tenían preparado un escondite. Jorie no estaba ya con ellos cuando llegaron allí, así que Baker e Ironhand abandonaron la camioneta y se pusieron a andar. No pudo ser una caminata larga porque, si creemos lo que Jorie dijo en la carta, debían de ir cargados con un montón de billetes, suponiendo que no lo hubieran dejado en otra parte, pero ¿por qué iban a hacerlo?
– ¿Cargados? No creo que los billetes pesen mucho.
– Supongo que el casino ute no maneja muchos billetes de cien dólares, así que, calculando en billetes de diez, salen unos cuarenta y cinco mil.
– ¡Maldita sea! -exclamó Chee-, un factor más que tener en cuenta.
– Por otra parte, la anciana ute dijo que los utes a veces llamaban Tejón al primer Ironhand. Dijo que desaparecía del fondo del cañón y reaparecía en lo alto. O al revés. ¿Te acuerdas? Dijo que los navajos que lo perseguían pensaban que podía volar.
– Sí -dijo Chee.
Pero estaba pensando en un gran problema que planteaba la segunda idea. Y la primera también, en realidad: Jorie. Según lo que decía en la carta sobre el lugar donde encontrar a sus compinches, debió de escapar de ellos mucho antes de que abandonaran la camioneta. Las distancias eran excesivas, sobre todo si tenían que acarrear casi cincuenta kilos en billetes, además de las armas. Pero ¿cómo pudo haberse escabullido? Pudo hacerlo, probablemente, pero entonces, ¿por qué creía que sus compañeros irían a casa? ¿Acaso no sabía que ellos esperarían que los traicionara?
Entre tanto, Leaphorn desarrollaba su propio hilo especulativo.
– Al pensar en los tejones, pensé en agujeros en el terreno -dijo-, en minas viejas de carbón. En esta parte del mundo hay más de las que debería haber. Hay carbón por todas partes. Luego, con el auge del uranio en los cuarenta, los geólogos se acordaron de que las vetas de carbón solían ir acompañadas de depósitos de uranio, y volvieron a cavar.
– Sí -dijo Chee-. Vimos tres o cuatro minas viejas cuando fuimos a buscar huellas al cañón del Gothic.
– ¿De qué profundidad? -preguntó Leaphorn, interesado-. ¿Eran auténticas galerías o sólo agujeros donde la gente va a buscar unos cuantos sacos?
– Nada serio -dijo Chee-. Sólo un agujero de donde alguien extrajo un saco para su choza.
– Cuando los colonos mormones se trasladaron a mediados del siglo xix, descubrieron que los navajos extraían algo de carbón de las vetas superficiales. Y los utes también. Pero los mormones necesitaban más cantidad para sus fundiciones, así que excavaron una galería de verdad. Luego llegó el desarrollo de los pozos de Aneth y encontraron gas natural para usar como combustible. Las minas ya no eran rentables. Rellenaron algunas y otras se hundieron. Pero tiene que quedar alguna por los alrededores, estoy seguro.
– ¿Cree que pueden estar escondidos en una mina? No lo sé. Donde yo vivía de pequeño, cerca de Rough Rock, la gente extraía pequeñas cantidades de carbón, pero siempre de las capas superficiales. Lo llamábamos minas de agujero de perro, y no servirían de escondite a nadie.
– Eso es en las montañas Chuska -dijo Leaphorn-, que es terreno volcánico. Pero en el cañón del Gothic, el terreno es principalmente de sedimentos, una capa sobre otra.
– Cierto.
– Un veterano de Mexican Water, un viejo que se llamaba Mortimer, creo, me contó que había una especie de rampa en el precipicio del lado sur del San Juan, enfrente de Bluff, desde el borde del precipicio hasta abajo. Me dijo que su pueblo extraía carbón de las vetas del cañón, lo subían hasta arriba en carros de bueyes y luego lo arrojaban por la rampa y, con carretas, lo transportaban río abajo y lo llevaban a la otra orilla en un transbordador funicular.
– ¿En qué época era eso? -preguntó Chee, menos escéptico.
– Me lo contó hará unos cuarenta años, diría yo, pero se refería a sus padres, cuando él era pequeño. Es decir, sería sobre 1880, más o menos. Me gustaría echar un vistazo a esa vieja mina, si todavía existe.
– ¿Cree que la encontraríamos, que encontraríamos restos de la senda de las carretas y que podríamos seguirlas? El problema es que estas sendas suelen desaparecer al cabo de cien años.
– Creo que podríamos localizarla de otra forma -dijo Leaphorn-. ¿Te has fijado alguna vez en los avisos que colocan en los tablones de anuncios de las salas capitulares? Los pone la delegación de Protección del Entorno. Son mapas donde el departamento comunica los lugares que va a sobrevolar con sus helicópteros para comprobar el estado de las minas antiguas.
– Los he visto -dijo Chee-, pero lo que hacen es localizar minas antiguas de uranio, para neutralizar las fugas radiactivas.
– Básicamente sí. Lo que aparece en los monitores son las zonas de alto nivel de radiación. Los filones de carbón suelen asociarse con depósitos de uranio, y el filón al que se refería Mortimer debía de ser muy grande. Yo no trabajo aquí, pero si lo hiciera, llamaría a la delegación de Protección del Entorno de Flagstaff y comprobaría si tienen algún mapa de minas viejas de esa parte de la reserva.
– Creo que puedo hacerlo -dijo Chee con poca convicción.