Revisó unos viejos apuntes, llamó a dos amigos de la Inspección General de Tráfico y por fin compuso un problema que plantearía en la clase práctica.
– ¿Qué tal va todo? -le preguntó sonriendo Olshanski a Nastia, que acababa de entrar en su despacho.
– Mal, Konstantín Mijáilovich. Hay que empezar desde el principio otra vez.
Se sentó a la mesa esperando el comienzo de una larga conversación. Pero, a todas luces, no era ésta la intención del juez de instrucción. Echó un vistazo al reloj y suspiró.
– ¿Empezar desde el principio? ¿Qué te impide seguir avanzando?
Nastia dejó la pregunta sin responder porque la respuesta hubiese sido tan dura para ella como para Olshanski.
– Hay que volver a interrogar a Borís Kartashov, el amigo de Yeriómina.
El juez giró lentamente la cabeza y se quedó mirándola sin parpadear. Las gruesas lentes de las gafas empequeñecían sus ojos, por lo que su cara parecía desagradable y la mirada, penetrante.
– ¿Para qué? ¿Es que has encontrado algo que lo convierte en sospechoso?
Sí, era cierto, Nastia había encontrado algo pero, primero, esto no le daba pie para sospechar de Borís Kartashov y, segundo, no estaba segura de que lo que había descubierto tuviese alguna importancia. Para aclarar sus propias ideas le era absolutamente indispensable someter a Borís Kartashov a un segundo interrogatorio.
– Se lo pido por favor -repitió con tozudez-, se lo ruego, vuelva a interrogar a Kartashov. Aquí tengo una lista de preguntas a las que tiene que contestar sin falta.
Nastia sacó del bolso una cuartilla doblada y se la tendió al juez. Sin embargo, éste no la aceptó sino que, en vez de esto, cogió de la mesa un impreso de mandato judicial.
– De acuerdo, interrógale -dijo secamente al tiempo que rellenaba de prisa el impreso.
– Creía que iba a interrogarle usted mismo.
– ¿Para qué? Eres tú la que tiene preguntas para Kartashov, no yo. Así al menos podrás hacérselas hasta que te dé la respuesta que te deje satisfecha. Quién sabe, ¿y si los resultados de mi interrogatorio no son de tu agrado?
– No se ponga así, Konstantín Mijáilovich -contestó Nastia en tono de reproche-. No le he dicho que el interrogatorio anterior sea malo. Simplemente, en el caso se han detectado nuevas circunstancias…
– ¿Cuáles? -preguntó levantando la cabeza con brusquedad.
Nastia calló. Estaba acostumbrada a fiarse de sus sensaciones, por poco claras que fueran, pero nunca hablaba de ellas hasta que la conducían a los hechos. El caso del asesinato de Victoria Yeriómina no era en absoluto uno de esos casos enredados, llenos de informaciones contradictorias. Todo cuanto Nastia había conseguido averiguar era lógico y coherente, pero no arrojaba ninguna luz sobre la pregunta de dónde había estado la víctima desde el 22 de octubre hasta el 1 de noviembre, cuando, a juzgar por los indicios, fue estrangulada. Si era cierto que la muchacha estaba aquejada de una psicosis aguda, pudo haberse marchado a cualquier parte y tropezar con toda clase de gente sin que sus actos obedecieran a ninguna lógica. Cuando se trataba de una persona en su sano juicio, se podía buscarla en casa de familiares o amigos, y el problema se reducía a poder identificarlos a todos. En cambio, intentar adivinar los probables itinerarios de un demente era perder el tiempo. Se marchaba de casa indocumentado y caminaba sin rumbo fijo… Los lugareños habían encontrado el cadáver por casualidad, la temporada de bayas y setas había terminado, en el mes de noviembre la gente no tenía nada que hacer en un bosque. Hubo suerte, por lo menos se la pudo identificar, y esto gracias sólo a que existía una denuncia de su desaparición. No, el asesinato de Yeriómina no era nada complicado. Lo que ocurría era que el caso contaba con muy pocas informaciones, y aquí estaba el verdadero problema.
Aunque la respuesta del DVYR no había llegado todavía, en su fuero interno Nastia ya había dicho adiós a la hipótesis que sólo dos días atrás tanto la había esperanzado. Ese «algo» que había descubierto le sugería que Vica no fue asesinada por un amante extranjero sino que se trataba de otra cosa muy distinta…
– ¿Cuáles son entonces esas circunstancias nuevas? -le preguntó Olshanski en voz baja y muy ácida al tiempo que le tendía el impreso del mandato para el interrogatorio de Borís Kartashov-. No me has contestado.
– ¿Me permite que le conteste después del interrogatorio?
– De acuerdo, contestarás luego. Pero que no se te olvide una cosa, Kaménskaya, no tienes derecho a ocultarme información, aun cuando te parezca que sea irrelevante para la solución del caso. Es la primera vez que trabajamos juntos, y quiero advertirte buenamente que yo no consiento esta clase de jugadas a nadie. Si me entero de que hay algo de esto, te pondré de patitas en la calle como a un gato tiñoso. Y a partir de entonces no te dejarán tocar ni un solo caso que lleve un juez de instrucción de la Fiscalía de esta ciudad. Me haré cargo de que así sea. No te pases de lista, no se te ocurra pensar que puedes decidir por tu cuenta qué es lo que vale para el caso y qué no vale. Y ten muy presente que quien instruye los sumarios soy yo, no tú, por lo que jugarás según mi reglamento de juego y no según el de Petrovka. ¿Comprendes?
– Comprendo, Konstantín Mijáilovich -balbuceó Nastia, y se apresuró a abandonar el despacho del juez.
«Por algo me cae tan mal -pensó con ira-. Menuda sarta de barbaridades que me ha soltado. Menudo… ¡portero de casa grande!…»
Había que llamar a Kartashov y quedar para verse. Nastia bajó a la primera planta, donde, como sabía, tenía su despacho un antiguo compañero de universidad, actualmente adjunto del fiscal. Llamaría desde allí, pues las cabinas públicas no eran de fiar, ya que, cuando no estaban estropeadas, reclamaban justamente aquellas monedas que no tenía.
Nastia no acostumbraba a dejarse guiar por la primera impresión a la hora de formarse una opinión de la gente. Pero Borís Kartashov le cayó bien desde el momento en que le vio.
Cuando le abrió la puerta a ese gigante de casi dos metros de estatura, vestido con tejanos, una camisa de franela a cuadros blancos y azules y un jersey de pelo de camello gris marengo, Nastia intentó contener la sonrisa pero no pudo y rompió a reír a carcajadas. Le saltaron las lágrimas y, sacudida por los accesos de risa, dio gracias a Dios por no haberse puesto el rímel, pues se le hubiese llenado la cara de regueros negros.
– ¿Qué le pasa? -preguntó el dueño del piso sobresaltado.
Nastia se limitó a agitar la mano. Se quitó la chaqueta y se la tendió a Kartashov, quien al instante ya estaba retorciéndose de risa y sollozando espasmódicamente. Nastia llevaba puestos unos tejanos y una camisa blanca y azul idénticos a los suyos, aunque su jersey de pelo de camello era un punto más claro que el de Borís.
– Ni que nos hubieran fabricado en la misma incubadora -dijo Kartashov entrecortadamente-. Jamás hubiese creído que visto igual que los policías criminales. Pase, haga el favor.
Al ver el piso del pintor, Nastia se preguntó por qué Gordéyev le había tildado de bohemio. El novio de Vica Yeriómina no tenía nada de bohemio, ni en su físico ni en su atuendo. Pelo corto y bastante espeso, aunque en la coronilla asomaba ya una incipiente calva; un bigote cuidadosamente mantenido, una nariz grande, que tal vez podría haber sido algo más pequeña, y un cuerpo atlético de deportista. No observó la menor señal de desaliño ni en su aspecto ni en el piso. Todo lo contrario, los muebles eran cómodos y tradicionales. Junto a la ventana había un gran escritorio, encima del cual se apilaban bocetos y dibujos terminados.
– ¿Le apetece un café?
– Me encantaría -respondió con alegría Nastia, que nunca conseguía aguantar más de dos horas sin tomarse uno.
Se sentaron en la cocina, que era limpia y acogedora, y estaba decorada en tonos beige y marrón claro; a Nastia también le gustó. Comprobó complacida que el café era fuerte y tenía buen sabor, que el dueño de la casa manejaba la cafetera turca con agilidad y presteza y, a pesar de lo imponente de su mole, tenía movimientos graciosos y ligeros.