– Hábleme de Vica -le pidió.
– ¿Qué quiere saber exactamente? ¿Lo de su enfermedad?
– No, empiece por el principio. ¿Cómo fue a parar al orfanato?
Vica Yeriómina tenía tres años cuando ingresó en el orfanato después de que su madre fue condenada a seguir un tratamiento forzoso por su alcoholismo. Unos meses más tarde, Yeriómina madre fallecía en el centro médico-laboral a consecuencia de la intoxicación con el alcohol industrial que había llegado a sus manos de manera inexplicable. La madre de la niña nunca había estado casada y otros familiares, si los hubo, no se dieron a conocer, por lo que Vica tuvo que ingresar primero en una casa cuna y luego en un internado. Se hizo mayor, cursó estudios en una escuela de formación profesional, obtuvo el título de pintora decoradora, empezó a trabajar y le concedieron una plaza en la residencia obrera. Durante la jornada laboral le daba duro a la brocha y en su tiempo libre sacaba todo el partido que podía a su extraordinaria y llamativa belleza. Así siguieron las cosas durante mucho tiempo, hasta que, hacía más o menos dos años y medio, vio en un periódico un anuncio; decía que una empresa buscaba una señorita no mayor de veintitrés años para cubrir una vacante de secretaria. Vica tenía suficiente cinismo para comprender por qué razón el anuncio mencionaba la edad. Compró varios periódicos de anuncios, los leyó con atención y seleccionó las ofertas de empleo dirigidas a chicas jóvenes de buena presencia. Así fue como entró a trabajar en aquella empresa.
– ¿Cuándo la conoció?
– Hace mucho tiempo, cuando era todavía pintora de brocha gorda. Estaba trabajando en el piso de al lado. Al principio venía aquí a tomar té durante los descansos. Un día se ofreció a prepararme la comida, dijo que sabía cocinar y que tenía muchas ganas de guisar para un hombre y no para sus amigas de la residencia. No me opuse, pues Vica me gustaba mucho; parecía tan dulce y abierta. Y, además, tenía una belleza excepcional.
– Borís… -Nastia vaciló-. ¿Nunca le molestó el trabajo que Vica desempeñaba en la empresa?
– No me entusiasmaba, cierto, pero no porque tuviese celos sino por consideraciones estrictamente humanitarias. Cuando una joven se gana la vida prostituyéndose, y no lo hace porque esto le guste locamente sino porque no sabe hacer nada más y lo que busca es pasta gansa, resulta triste en todos los sentidos. Pero no podía decírselo en voz alta.
– ¿Por qué no?
– ¿Qué podía ofrecerle a cambio? Nada más contratarla, la empresa le compró un piso, se lo amuebló. Le pagaban al mes lo que yo no gano ni al año. Mientras Vica pintaba casas, yo le hacía regalos, la llevaba en palmitas. En los últimos dos años, las tornas se volvieron, y ya era ella la que me regalaba cosas. Al principio me daba vergüenza, luego comprendí…
– ¿Qué comprendió? -preguntó Nastia, alerta.
– El orfanato. Pruebe a meterse en su piel, imagíneselo, y lo comprenderá también. Todo es común para todos, todo es igual para todos. Durante su infancia careció de la mayor parte de las cosas que son de lo más corriente para cualquier niño que crece en casa con sus padres. Vica necesitaba compensarlo de alguna manera, deseaba «completarse», por así decirlo. Ansiaba olvidarse del orfanato, la única amistad que mantuvo fue con Lola Kolobova, con nadie más. Estaba harta de compartir amigas, deseaba tenerlas para ella sola, contar con un círculo de amistades propias, que ella misma hubiera seleccionado, y no aquellas que el destino había juntado por accidente en la misma aula, en el mismo grupo o en el mismo dormitorio. Quería poder elegir qué hacer y con quién tratar. Desde luego que la selección que hizo dejaba mucho que desear pero… Qué remedio, nadie escarmienta en cabeza ajena. Lo único que le importaba era poder escoger amigos a su gusto y a su voluntad; y si en ocasiones se topaba con sujetos dudosos, le traía sin cuidado. Lo mismo ocurría con las comidas y los regalos: quería elegir al objeto de sus cuidados, quería tener familia. Todo esto se me vino encima de golpe y porrazo pero con el tiempo acabé incluso por encontrarle gracia.
– ¿Quería casarse con usted?
– Tal vez. Tuvo la sensatez de no decírmelo nunca. ¿Acaso podía ofrecerse a alguien como esposa, dado el tren de vida que llevaba?
– ¿Y era imprescindible mantener ese tren de vida?
– Como ya le he dicho, Vica quería tener mucho dinero. Entiéndame bien, no era codiciosa, todo lo contrario, no acumulaba lo que ganaba sino que lo derrochaba a diestro y siniestro. Esa ansia incontenible de bienestar fue otra forma de recompensa por las miserias de una infancia pasada en un orfanato. Por eso tenía que decidir qué era lo que más deseaba, el matrimonio o el dinero.
– ¿Y usted mismo, Borís? ¿Le hubiera gustado casarse con Vica?
– Bueno, yo ya había estado casado dos veces, pago pensión alimenticia por mi hija. Por supuesto, me gustaría tener una familia normal, hijos. Pero no con Vica. Bebía demasiado para dar a luz un niño sano y ser buena esposa y madre. Le gustaba jugar a mujer casada cuando venía aquí, a mi casa, pero sólo durante dos o, como mucho, tres días a la semana; no tenía aguante para más. El resto del tiempo lo pasaba con el cliente de turno, o con sus amigos, o simplemente tumbada en el sofá pensando en las musarañas. ¿Más café?
Borís echó granos de café en el molinillo y reanudó su relato sobre Vica Yeriómina, juerguista y perdularia.
A lo largo de muchos años y, en realidad, probablemente, a lo largo de su vida entera, desde que tenía uso de razón, padecía de una pesadilla recurrente. A veces, el sueño se repetía con frecuencia, a veces desaparecía durante varios años pero siempre acababa por retornar, y obligaba a Vica a despertar temblando de miedo. Soñaba con una mano ensangrentada. Un hombre, al que no podía ver la cara, se limpiaba la mano en una pared blanca, estucada, manchándola con cinco rayas rojas. Aparecía otra mano, a cuyo dueño tampoco podía ver, y con una herramienta dibujaba sobre las cinco rayas una clave de sol. Se oía una risita burlona que poco a poco iba convirtiéndose en unas carcajadas repugnantes, cargadas de malicia, cuyas estridencias hacían que Vica despertara aterrada.
A finales de setiembre, Vica fue a ver a Kartashov y antes incluso de cruzar el umbral le declaró:
– Alguien ha espiado mi sueño y lo está contando por la radio.
En un primer momento, Borís se desconcertó. «Ya estamos -pensó-. La chica padece de delírium trémens.» No tenía ni idea de lo que se hacía en estos casos. Tal vez debía explicarle que esas cosas no ocurrían, que se trataba de una jugada de la mente enferma. Tal vez debía asentir y decir amén a todo, fingiendo que se lo creía. Borís optó por una tercera variante que combinaba, a su modo de ver, la intención terapéutica y la apariencia de conformidad. Cuando, una semana más tarde, la muchacha continuaba con la manía, le propuso:
– Vamos a intentar dibujar ese sueño. Si existe alguna fuerza que te roba tus sueños, seguro que el dibujo la espantará.
Al contrario de lo que Borís se temía, Vica no le dijo que no y le dejó hacer varios bosquejos hasta que logró representar algo muy parecido a lo que la joven soñaba. Pero no sirvió de nada. Día a día, Vica se mostraba más subyugada por su idea fija pero se negaba en redondo a admitir que estuviese enferma y a consultar a un psiquiatra. Fue el propio Kartashov quien finalmente pidió consejo a un especialista. El médico reconoció que los síntomas externos hacían suponer el inicio de un trastorno mental grave, que la idea de que alguien intentase influir sobre una persona desde una radio y que penetrase en sus pensamientos era característica del síndrome de Kandinsky-Clerambault, pero que no podía afirmar nada con absoluta certeza. Un médico no hacía diagnósticos sin ver al paciente. Si la joven rehusaba acudir a la consulta por su propia voluntad, sólo había una solución: él mismo, el médico, iría a casa de Kartashov haciéndose pasar por un amigo cuando Vica estuviera allí, se quedaría un par de horas, tomaría té y observaría con sus propios ojos a la enferma y su comportamiento. Acordaron organizar la visita en cuanto Borís regresara del viaje. Eso era todo. El 27 de octubre, Borís regresó de su viaje a Oriol, donde había hecho apuntes del natural para un libro que iba a publicar una editorial de aquella ciudad, y se enteró de que Vica había desaparecido y llevaba tres días sin ir a trabajar.