Capítulo 4
– Bonito movimiento. Parecías el bateador Sammy Sosa.
– ¡Esa jodida cosa estaba a punto de saltarme al cuello! -Fue casi un chillido.
– Los lobos no atacan a las personas vivas. Sólo intentaban alejarte de su cena.
– ¿Acaso alguno de ellos te lo explicó personalmente?
Andrew Ryan me quitó una hoja del pelo.
¡Pero Ryan se hallaba infiltrado en alguna parte de Quebec!
– ¿Qué demonios estás haciendo aquí? -Pude preguntar ligeramente más tranquila.
– ¿Es eso un gracias, Blancanieves? Aunque Caperucita Roja sería más apropiado dadas las circunstancias.
– Gracias -musité, apartando un mechón de pelo de la frente. Aunque estaba agradecida por su intervención, prefería no considerarla como un rescate.
– Ha sido un placer.
Extendió nuevamente la mano hacia mi pelo y esquivé el movimiento. Como sucedía siempre que nuestros caminos se cruzaban, yo no lucía mi mejor aspecto.
– ¿Estoy juntando trozos de cerebro mientras una manada de lobos me evalúa como candidata para unirme a los desmembrados, y tú pones reparos a mi peinado?
– ¿Hay alguna razón para que estés sola en este lugar?
Su actitud paternalista me irritaba.
– ¿Hay alguna razón para que tú estés aquí?
Las arrugas de su rostro se tensaron. Sus bellas arrugas, cada una colocada exactamente donde debía estar.
– Bertrand viajaba en el avión.
– ¿Jean?
La lista de pasajeros. Bertrand. Era un apellido común, de modo que jamás se me ocurrió asociarlo con el compañero de Ryan.
– Escoltaba a un prisionero. -Ryan expulsó el aire por la nariz-. Tenía que conectar en el aeropuerto de Dulles con un vuelo de Air Canadá.
– Oh, Dios. Oh, Dios mío. Lo lamento tanto. Los dos nos quedamos mudos, sin saber muy bien qué decir, hasta que el silencio fue atravesado por un sonido extraño, trémulo, seguido de una serie de aullidos agudos. ¿Acaso nuestros amigos nos desafiaban a disputar otro encuentro?
– Será mejor que regresemos -dijo Ryan.
– Nada que objetar.
Ryan bajó la cremallera del mono, sacó una linterna del cinturón, la encendió y la sostuvo a la altura del hombro.
– Después de ti.
– Espera. Déjame la linterna.
Ryan me pasó la linterna y me dirigí al lugar donde había visto al lobo por primera vez. Ryan me siguió.
– Si buscas setas, no es el mejor momento. Se paró en seco cuando vio lo que había en el suelo. El pie era una presencia macabra bajo la tenue luz amarillenta, su carne acababa en una masa aplastada justo por encima del tobillo. Las sombras bailaban entre los surcos y los orificios dejados por los dientes carnívoros.
Saqué un par de guantes nuevos del bolsillo, me puse uno y recogí el pie. Luego marqué el lugar con el otro guante y lo aseguré con una piedra.
– ¿No deberías situar el hallazgo en el terreno?
– No podemos saber dónde encontró el pie la manada. Además, si lo dejamos aquí durará menos que un caramelo a la puerta de un colegio.
– Tú eres la jefa.
Eché a andar detrás de Ryan hasta que salimos del bosque, sosteniendo el pie cercenado lo más alejado posible de mi cuerpo.
Cuando llegamos al centro de mando, Ryan se metió en el remolque del NTSB y yo me dirigí al depósito provisional. Después de haber escuchado mi explicación acerca de su procedencia y de por qué había decidido recogerlo, el equipo de recolección le asignó un número al pie, lo metió en una bolsa de plástico y lo envió a uno de los camiones frigoríficos. Me incorporé nuevamente a la operación de recuperación.
Dos horas más tarde Earl me encontró y me entregó una nota: «Preséntate en el depósito. 7 h. LT».
Me dio una dirección y añadió que mi trabajo había terminado por ese día. Ningún argumento por mi parte haría que cambiase de opinión.
Fui al remolque de descontaminación, me duché bajo un chorro de agua hirviendo durante todo el tiempo que pude resistirlo y luego me puse ropa limpia. Abandoné el remolque con la piel tersa y rosada, al menos el olor había desaparecido.
Cuando bajaba el tramo de escalones, exhausta como nunca lo había estado en mi vida, vi a Ryan apoyado contra un coche patrulla aparcado a un par de metros en la carretera de acceso, hablando con Lucy Crowe.
– Parece cansada -dijo Crowe cuando me acerqué a ellos.
– Estoy bien -dije-. Earl me dijo que ya estaba bien por hoy.
– ¿Cómo están las cosas ahí fuera?
– Están.
Me sentía como una enana hablando con ellos. Tanto Ryan como Crowe superaban el metro ochenta, aunque ella era más ancha de hombros que Andrew. Él parecía un defensa fuerte y fibroso, ella un poderoso delantero.
No me sentía con ánimos de hablar, de modo que le pregunté a Crowe algunas direcciones y me alejé.
– Espera, Brennan.
Permití que Ryan me alcanzara, luego le lancé una mirada «no saques el tema». No quería hablar de los lobos.
Mientras caminábamos pensé en Jean Bertrand, con sus chaquetas de diseño, las corbatas a juego y el rostro serio. Bertrand siempre daba la impresión de que lo intentaba con todas sus fuerzas, de que escuchaba atentamente, temiendo perderse un matiz o una pista importante. Podía oírle, pasando del francés al inglés en su propia versión de «frangles», riéndose de sus propios chistes, sin darse cuenta de que los demás no se reían.
Recordé la primera vez que vi a Bertrand. Poco después de haber llegado a Montreal asistí a una fiesta de Navidad ofrecida por la unidad de homicidios de la Süreté de Quebec. Bertrand estaba allí, ligeramente bebido, y acababa de ser asignado como compañero de Andrew Ryan. El detective de primera ya era una especie de leyenda en el cuerpo y Bertrand no podía disimular la veneración que le profesaba. Cuando la velada estaba tocando a su fin, la adoración del héroe se había vuelto incómoda para todos los presentes. Especialmente para Ryan.
– ¿Qué edad tenía? -Hice la pregunta sin pensar.
– Treinta y siete.
Ryan estaba justo allí, en el centro de mis pensamientos.
– Dios mío.
Llegamos a la carretera comarcal y continuamos colina arriba.
– ¿A quién estaba custodiando?
– A un tío llamado Rémi Petricelli, conocido entre sus amigos como Pepper.
Conocía ese nombre. Petricelli era un pez gordo de los Ángeles del Infierno de Quebec, conocido por sus conexiones con el crimen organizado. Los gobiernos canadiense y estadounidense habían estado investigando sus actividades durante años.
– ¿Qué hacía Pepper en Georgia?
– Hace aproximadamente dos meses un camello de poca monta llamado Jacques Fontana acabó carbonizado en el interior de un Subaru. Cuando todas las pistas condujeron a su puerta, Pepper decidió probar la hospitalidad de sus hermanos en Dixie [3] . Para resumir la historia, Pepper fue visto en un bar de Atlanta, la policía local le arrestó y la semana pasada Georgia accedió a extraditarle. Bertrand estaba llevando su culo de regreso a Quebec.
Habíamos llegado a mi coche. Al otro lado de la zona del mirador un hombre estaba parado bajo los focos con un micrófono en la mano mientras un asistente le empolvaba la cara.
– Esto amplía el cerco -continuó Ryan con voz grave y pesada.
– ¿Es decir?
– Pepper tenía información importante. Si decidía hacer un trato muchos de sus amigos se hubiesen visto con la mierda hasta el cuello.
– No te sigo.
– Es probable que algunas personas poderosas quisieran ver muerto a Pepper.
– ¿Tanto como para matar a otras ochenta y siete personas?
– Sin tan siquiera pestañear.
– Pero ese avión estaba lleno de chicos.
– Esos tíos no son jesuitas precisamente.
Estaba demasiado conmocionada para contestarle.
Al ver la expresión de mi cara, Ryan decidió cambiar de tema.
– ¿Tienes hambre?
– Necesito dormir.
– Necesitas comer algo.
– Pararé para tomar una hamburguesa -mentí.
Ryan retrocedió. Abrí la puerta de mi coche, lo puse en marcha y me alejé, demasiado cansada y triste para desearle buenas noches.
Puesto que todas las habitaciones de la zona habían sido ocupadas por la prensa y el NTSB, me habían conseguido alojamiento en una pequeña posada en las afueras de Bryson City. Antes de dar con el lugar me equivoqué de dirección varias veces y tuve que preguntar otras tantas.
Haciendo honor a su nombre, High Ridge House se encontraba en la cima de una colina al final de un camino largo y estrecho. Era una granja blanca de dos plantas con un recargado trabajo de carpintería en puertas, ventanas y vigas, tampoco se libraban las barandillas y verjas de un amplio porche que recorría el frente y los lados de la casa. La luz del porche iluminaba mecedoras de madera, tiestos de mimbre y helechos. Muy Victoriano.
Añadí mi pequeño Mazda a otra media docena de coches en un prado digno de una postal a la izquierda de la casa y seguí un sendero enlosado flanqueado por sillas de jardín metálicas. Cuando abrí la puerta principal sonaron unas campanillas. En el interior, la casa olía a madera barnizada, ambientador de pino y cordero hervido.
El guiso irlandés es quizá mi plato preferido. Como siempre, me recordó a mi abuela. ¿Dos veces en dos días? Tal vez la anciana dama me estaba observando desde el cielo.
Un momento después apareció una mujer. Era de mediana edad, un metro sesenta aproximadamente, sin maquillar y con el pelo canoso y abundante recogido en una especie de extraña salchicha en la coronilla. Llevaba una falda larga tejana y una camiseta roja con la inscripción «Alabad al Señor» sobre el pecho.
Antes de que pudiese abrir la boca, la mujer me abrazó. Sorprendida, permanecí ligeramente inclinada con las manos extendidas, tratando de no golpearla con la mochila o el ordenador portátil.
Después de lo que me pareció una eternidad, la mujer dio un paso atrás y me miró con la intensidad de un tenista que espera el servicio de su rival en Wimbledon.
– Doctora Brennan.
– Tempe.
– Lo que está haciendo por esos pobres chicos muertos es la obra del Señor.
Asentí.
– Preciosa a los ojos del Señor es la muerte de sus santos. Él nos lo dice en el Libro de los Salmos.
Oh, no.
– Soy Ruby McCready y me siento honrada de tenerla como huésped en High Ridge House. Mi intención es cuidar de todos y cada uno de ustedes.
Me pregunté quién más estaría alojado allí, pero no dije nada. Muy pronto lo averiguaría.