– Gracias, Ruby.

– Permítame. -Cogió mi mochila-. Le indicaré cuál es su habitación.

Mi anfitriona me condujo a través de un salón y un comedor, subimos una escalera de madera tallada y recorrimos un pasillo con puertas cerradas a ambos lados, cada una con una pequeña placa pintada a mano. En el extremo del corredor hicimos un giro de noventa grados y nos detuvimos ante una puerta. La placa decía «Magnolia».

– Puesto que es la única mujer, la he puesto en la habitación Magnolia. -Aunque estábamos solas, la voz de Ruby se había convertido en un susurro, su tono tenía algo de conspirador-. Es la única que tiene su propio excusado. Sé que apreciará la privacidad.

¿Excusado? ¿En qué lugar del mundo se seguían refiriendo a los baños como excusados?

Ruby me siguió, dejó mi mochila sobre la cama y comenzó a ahuecar las almohadas y a bajar las persianas como si fuese un botones del Ritz.

Las telas y el empapelado explicaban el apelativo floral. Había pesadas cortinas en la ventana, las mesas estaban cubiertas y unos lazos adornaban cada rincón de la habitación. La mecedora y la cama de madera de arce estaban cubiertas de cojines y un millón de pequeñas figuras llenaban una vitrina. Encima del mueble había reproducciones en cerámica de Annie la Huerfanita y su perro, Sandy, Shirley Temple vestida como Heidi y un collie que supuse que sería Lassie.

Mi gusto por el mobiliario y los adornos domésticos tiende a la simplicidad. Aunque nunca me ha molestado la austeridad del estilo moderno, prefiero un estilo menos duro, algo como un Shaker o un Hepplewhite. Si me rodean de chismes empiezo a ponerme nerviosa.

– Es una habitación encantadora -dije.

– Ahora la dejaré sola. La cena se sirve a las seis, de modo que se la ha perdido, pero he dejado algo de cordero en el fuego. ¿Le gustaría probarlo?

– No, gracias. Voy a acostarme.

– ¿Ha cenado?

– No tengo mucha ham…

– Mírese, está en los huesos. No puede irse a la cama con el estómago vacío.

¿Por qué todo el mundo parecía estar tan preocupado por mi dieta?

– Le subiré una bandeja.

– Gracias, Ruby.

– No tiene nada que agradecerme. Una última cosa. En High Ridge House no cerramos las puertas con llave, de modo que puede entrar y salir cuando le apetezca.

Aunque me había duchado hacía unas horas en el remolque de descontaminación, saqué mis pocas pertenencias de la mochila y tomé un largo baño caliente. Al igual que sucede con las víctimas de una violación, a menudo las personas, después de una catástrofe, se lavan de un modo obsesivo, impulsadas por una necesidad de purificar el cuerpo y el espíritu. Cuando salí del cuarto de baño me encontré con una fuente llena de guiso de cordero, pan de cereales y una jarra de leche. Mi móvil comenzó a sonar cuando estaba a punto de pinchar un nabo con el tenedor. Temí que el buzón de voz se activara antes de que pudiese contestar, me lancé hacia el bolso, volqué su contenido sobre la cama y busqué entre el bote de laca, la billetera, el pasaporte, la agenda electrónica, las gafas de sol, las llaves y el maquillaje. Finalmente encontré el teléfono y pulsé el botón de activación de llamada, rogando que fuese Katy.

Era ella. La voz de mi hija me emocionó de tal manera que tuve que hacer un enorme esfuerzo para mantener la voz tranquila.

Aunque Katy se mostró evasiva en cuanto a su paradero, parecía feliz y saludable. Le di el número de High Ridge House. Me dijo que estaba con alguien y que regresaría a Charlottesville el domingo por la noche. Yo no pregunté y ella tampoco me facilitó ningún dato concreto sobre el género de su acompañante.

El agua y el jabón, combinados con la larga espera de la llamada de mi hija, consiguieron el milagro. Casi mareada de alivio me sentí súbitamente hambrienta. Devoré el guiso de Ruby, puse el despertador y me derrumbé sobre la cama.

Tal vez la Casa de los Lazos no estuviese tan mal.

A la mañana siguiente me levanté a las seis, me puse ropa limpia, me cepillé los dientes, me maquillé un poco y oculté el pelo bajo una gorra de los Charlotte Hornets. Bastante bien. Bajé la escalera con la intención de arreglar con Ruby la cuestión de la colada.

Andrew Ryan estaba sentado en un banco junto a una larga mesa de madera de pino en el comedor. Me senté en una silla frente a él, le devolví a Ruby su alegre «Buenos días» y esperé mientras servía una taza de café. Cuando la puerta de la cocina se cerró tras ella, hablé.

– ¿Qué estás haciendo aquí?

– ¿Es lo único que piensas preguntarme cada vez que me veas? -Esperé-.

– La sheriff Crowe me recomendó este lugar.

– Por encima de todos los demás.

– Es agradable -dijo, haciendo un gesto que abarcaba toda la habitación-. Encantador. -Alzó su taza señalando un mensaje que había encima de nuestras cabezas: «Jesús es amor» había sido grabado en una nudosa tabla de pino y barnizado para la posteridad.

– ¿Cómo sabías que estaba aquí?

– El cinismo provoca arrugas.

– No es verdad. ¿Quién te lo dijo?

– Crowe.

– ¿Qué tiene de malo el Comfort Inn?

– Está completo.

– ¿Quién más se aloja aquí?

– En el piso de arriba hay un par de chicos del NTSB y un agente especial del FBI. ¿Qué es lo que les hace especiales?

Ignoré la pregunta.

– Estoy buscando un encuentro entre chicos en el baño. Hay otros dos en la planta baja y he oído que hay algunos periodistas apretados como sardinas en una habitación adicional en el sótano.

– ¿Cómo conseguiste una habitación aquí?

Sus ojos azules reflejaron la inocencia de un niño pequeño.

– Debió tratarse de un golpe de suerte. O quizá Crowe tiene influencia.

– Ni se te ocurra usar mi cuarto de baño.

– Cinismo.

En ese momento llegó Ruby con jamón, huevos, patatas fritas y tostadas. Aunque suelo desayunar cereales y café, lo engullí todo como si fuese un recluta en un campo de entrenamiento.

Ryan y yo comimos en silencio mientras me dedicaba a una especie de clasificación mental. Su presencia me molestaba, ¿pero por qué? ¿Era acaso su insultante confianza en sí mismo? ¿Su actitud paternalista? ¿Que invadiera mi terreno? ¿El hecho de que hacía menos de un año había dado prioridad a su trabajo antes que a mí y había desaparecido de mi vida? ¿O el hecho de que hubiese reaparecido exactamente cuando necesitaba ayuda?

Mientras untaba una tostada con mantequilla me di cuenta de que no había dicho una sola palabra acerca de su temporada como agente en la clandestinidad. ¿Por qué iba a hacerlo? Dejaría que él sacara el tema.

– La mermelada, por favor.

Me la alcanzó.

Ryan me había sacado de una situación peligrosa.

Extendí una capa de zarzamora más espesa que la lava.

Los lobos no eran culpa de Ryan. Tampoco el accidente del avión.

Ruby volvió a llenar las tazas de café.

Y el hombre acababa de perder a su compañero, por el amor de Dios.

La compasión se impuso a la irritación.

– Gracias por tu ayuda con los lobos.

– No eran lobos.

– ¿Qué?

La irritación regresó a toda velocidad.

– No eran lobos.

– Supongo que se trataba de una manada de cocker spaniels.

– En Carolina del Norte no hay lobos.

– Uno de los ayudantes de Crowe habló de lobos.

– Ese tío probablemente no distinguiría a un wombat de un caribú.

– Los lobos han sido reintroducidos en Carolina del Norte.

Estaba segura de que lo había leído en alguna parte.

– Se trata de lobos rojos y se encuentran en una reserva hacia el este, no en las montañas.

– Supongo que eres un experto en la vida salvaje de Carolina del Norte.

– ¿Cómo tenían las colas?

– ¿Qué?

– ¿Esos animales mantenían la cola alzada o baja?

Tuve que pensarlo un momento.

– Baja.

– Un lobo siempre mantiene la cola erguida. Un coyote mantiene la cola baja y sólo la alza hasta ponerla horizontal cuando se siente amenazado.

Me imaginé al animal olfateando, luego alzando la cola y clavando sus ojos oscuros en mí.

– ¿Me estás diciendo que era una manada de coyotes?

– O de perros salvajes.

– ¿Hay coyotes en los Apalaches?

– Hay coyotes por toda América del Norte.

– ¿Y qué? -Me prometí que comprobaría esa información.

– Nada. Sólo pensé que tal vez querrías saberlo.

– Aun así era aterrador.

– Tienes razón. Pero no es lo peor que has pasado en tu vida.

Ryan tenía razón. Aunque aterrador, el incidente con los coyotes no era mi peor experiencia. Pero los días siguientes fueron muy duros. Me pasaba el día entre carne destrozada, separando restos mezclados y recomponiendo cuerpos. Como parte de un equipo compuesto por patólogos, dentistas y otros antropólogos determiné edad, sexo, raza y altura, analicé placas de rayos X, comparé esqueletos antes y después de la muerte e interpreté los modelos de las heridas. Era una tarea horrible, agravada aún más por la juventud de la mayoría de los sujetos analizados.

Para muchos, el estrés resultó insoportable. Algunos resistían, se mantenían al límite hasta que los temblores, las lágrimas o las insoportables pesadillas finalmente los derrotaban. Eran los que necesitarían un apoyo psicológico intensivo. Otros simplemente liaron sus petates y se largaron a casa.

Pero para la mayoría, la mente consiguió adaptarse y lo impensable se convirtió en algo común. Nos aislamos mentalmente e hicimos lo que debíamos hacer. Cada noche, mientras yacía en la cama, sola y agotada, me confortaba el progreso conseguido durante el día anterior. Pensaba en las familias y me repetía a mí misma que el sistema funcionaba. Les garantizaríamos una especie de final.

Entonces el espécimen 387 llegó a mi estación.



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