Capítulo 5
Había olvidado el pie hasta que un rastreador de cuerpos me lo trajo.
Ryan y yo apenas si nos habíamos cruzado desde nuestro primer desayuno. Todos los días me levantaba y salía antes de las siete, regresaba a High Ridge House mucho después de que hubiese anochecido para ducharme y caer exhausta sobre la cama. Sólo habíamos intercambiado unos «Buenos días» o «Que pases un buen día» y aún teníamos que hablar de su misión en la clandestinidad o de su papel en la investigación del accidente aéreo. Como en el avión viajaba un oficial de policía de Quebec, el gobierno canadiense había solicitado que Ryan participase en la investigación. Todo lo que sabía era que la solicitud había sido aceptada.
Después de bloquear cualquier pensamiento relacionado con Ryan y los coyotes, vacié la bolsa de plástico sobre mi mesa de trabajo. En los últimos días había procesado docenas de miembros y apéndices cortados y el pie ya no parecía macabro. De hecho, la cantidad de traumatismos de la parte inferior de la pierna y el tobillo era tan elevada que se había analizado durante la reunión celebrada a primera hora de la mañana. Patólogos y antropólogos coincidieron en que el modelo de herida era inquietante.
Es muy poco lo que se puede decir de un pie. Éste tenía las uñas gruesas y amarillas, un juanete prominente y un desplazamiento lateral del dedo gordo, que indicaban que se trataba de un adulto mayor. El tamaño sugería que era de género femenino. Aunque la piel tenía un color tostado, yo sabía que eso no significaba nada ya que incluso una breve exposición puede oscurecer o blanquear la piel.
Coloqué las radiografías delante de la pantalla luminosa.
A diferencia de muchas de las películas que había visto, éstas revelaron que no había ningún objeto extraño incrustado en el pie. Apunté el dato en un formulario incluido en el PVD.
El hueso cortical era fino y advertí alteraciones en muchas de las uniones de las falanges.
De acuerdo. La mujer era mayor. La artritis y la pérdida ósea coincidían con el juanete.
Entonces me llevé la primera sorpresa. Los rayos X mostraban diminutas nubes blancas que flotaban entre los huesos del dedo gordo y lesiones vaciadas en los márgenes de la primera y segunda articulaciones del metatarso. Reconocí los síntomas de inmediato.
La gota es consecuencia de un metabolismo inadecuado del ácido úrico, lo que lleva a la formación de depósitos de cristales de urato, especialmente en manos y pies. Los nódulos se forman junto a las articulaciones y, en los casos crónicos, resulta erosionado el hueso que hay debajo. Es una afección que no representa un riesgo para la vida, pero los que la padecen experimentan períodos intermitentes de dolor e inflamación de las articulaciones. La gota es una enfermedad bastante común, con una incidencia del 90 % de todos los casos en hombres.
¿Por qué entonces me encontraba ante un caso de gota en una mujer?
Regresé a mi mesa de trabajo, busqué un escalpelo y tuve la segunda sorpresa.
Aunque la refrigeración puede provocar la sequedad y el encogimiento de los tejidos, el pie presentaba un aspecto diferente al de los restos que había estado viendo hasta entonces. Incluso en los cuerpos y partes del cuerpo calcinados que había examinado, las capas profundas de tejido permanecían firmes y rojas. Pero la carne en el interior del pie estaba esponjosa y descolorida, como si algo hubiese contribuido a acelerar la velocidad de descomposición. Tomé nota y decidí buscar otras opiniones.
Con ayuda del escalpelo separé músculos y tendones hasta que pude colocar los alicates directamente contra el hueso mayor, el calcáneo. Medí su longitud y ancho, luego el largo del metatarso y apunté las cifras en un formulario en el PVD, repetí la anotación en un cuaderno de espiral.
Me quité los guantes, me lavé y luego llevé los datos a mi ordenador portátil en la sala de personal. Abrí un programa llamado Fordisc 2.0, introduje los datos y busqué un análisis de función discriminada utilizando las dos mediciones que había hecho del calcáneo.
El pie correspondía a un hombre negro, si bien las características específicas y las probabilidades posteriores indicaron que los resultados eran insignificantes. Intenté una comparación hombre-mujer, independientemente de sus ancestros, y el programa nuevamente incluyó el pie dentro de la clasificación masculina.
Muy bien. Los jockeys encajan con la gota. Tal vez el tío fuese pequeño. El tamaño atípico podría explicar la debilidad de la clasificación racial.
Cuando regresé en busca del paquete con los restos crucé la sección de identificación, donde había una docena de ordenadores funcionando sobre varias mesas y los cables se amontonaban como serpientes en el suelo. En cada terminal trabajaba un especialista en archivos, introducía los datos obtenidos del centro de asistencia familiar y la información suministrada por los especialistas forenses, incluidos rayos X, huellas dactilares, antropología, patología y detalles dentales.
Divisé una figura que me resultaba familiar, las gafas sostenidas en la punta de la nariz, los dientes superiores mordisqueando el labio inferior. Primrose Hobbs había sido enfermera de urgencias durante más de treinta años cuando decidió cambiar los desfibriladores por las bases de datos y se trasladó al departamento de historias clínicas en el Hospital Presbiteriano en Charlotte. Pero no había cortado totalmente con el mundo de las heridas traumáticas. Cuando me uní al DMORT, Primrose ya era un miembro experimentado del equipo de la Región Cuatro. Con más de sesenta años, era una mujer paciente, eficiente y que no se dejaba impresionar por nada.
– ¿Podemos buscar un dato? -le pregunté, acercando una silla plegable junto a la suya.
– Espera un momento, cariño.
Primrose continuó tecleando, el rostro iluminado por la luz que despedía la pantalla. Luego cerró un archivo y me miró.
– ¿Qué es lo que tienes?
– Un pie izquierdo. Definitivamente viejo. Probablemente masculino. Posiblemente negro.
– Veamos quién necesita un pie.
El DMORT confía en un paquete informático llamado VIP* que localiza el progreso de los restos, almacena todos los datos y facilita la comparación de la información anterior y posterior a la muerte. El programa aborda más de 750 identificadores originales para cada víctima y almacena registros digitales tales como fotografías y radiografías. Para cada posible identificación, el VIP crea un documento que contiene todos los parámetros utilizados.
Primrose pulsó varias teclas y apareció una cuadrícula post mortem. La primera columna mostraba una lista de casos numerados. Movió el cursor hacia un lado a través de la cuadrícula hasta alcanzar una columna con el encabezamiento «Partes del cuerpo no recuperadas» y la repasó en sentido descendente. Hasta la fecha se habían encontrado cuatro cuerpos que carecían de pie izquierdo. Primrose se desplazó por la cuadrícula activando cada uno de los casos.
El número 19 era un hombre de raza blanca con una edad aproximada de treinta años. El número 38 era una mujer también blanca que rondaba los veinte años. El número 41 era una mujer afroamericana de unos veinticinco años. El número 52 era un torso inferior masculino, afroamericano, perteneciente a un hombre cuya edad se había estimado en cuarenta y cinco años.
– Podría tratarse del cincuenta y dos -dije.
Primrose pasó a las columnas correspondientes a peso y altura. El hombre que llevaba la etiqueta con el número 52 medía aproximadamente un metro noventa y pesaba ochenta y cinco kilos.
– Imposible -me corregí a mí misma-. No se trata de un luchador de sumo.
Primrose se recostó en la silla y se quitó las gafas. Unos mechones de pelo gris rizado partían en forma de espirales de la frente y las sienes, huyendo del tirabuzón que llevaba en la coronilla.
– Este caso está más relacionado con las pruebas dentales que con el ADN, pero he introducido unas cuantas partes del cuerpo aisladas. -Dejó que las gafas colgasen de una delgada cadena que llevaba alrededor del cuello-. Hasta ahora hemos encontrado muy pocas coincidencias. Pero esa proporción aumentará a medida que vayan llegando más cuerpos, aunque tal vez debas esperar a la prueba del ADN.
– Lo sé. Pensé que tal vez tendríamos suerte.
– ¿Estás segura de que se trata de un pie masculino?
Le expliqué el análisis de función discriminada.
– De modo que ese programa coge a tu desconocido y lo compara con aquellos grupos cuyas medidas han sido registradas e incorporadas al sistema.
– Exacto.
– Y este pie coincide con la categoría de los chicos.
– Sí.
– Tal vez el ordenador no recibió los datos correctos.
– Eso es muy posible ya que no estoy segura acerca de la raza.
– ¿Eso importa?
– Seguro. Algunas poblaciones son más pequeñas que otras. Considera el caso de los Mbuti. Primrose alzó sus cejas canosas.
– Los pigmeos del bosque tropical de Ituri -le expliqué.
– En esta zona no tenemos pigmeos, cariño.
– No. Pero podría haber habido asiáticos a bordo del avión. Algunas poblaciones asiáticas son más pequeñas que las occidentales, de modo que tienden a tener pies más pequeños.
– No como mis delicados cuarenta y uno. -Levantó un pie calzado con una bota y se echó a reír.
– De lo que estoy segura es de la edad. Esta persona tenía más de cincuenta años. Bastante más, creo.
– Comprobemos la lista de pasajeros. Volvió a colocarse las gafas, pulsó unas teclas y en la pantalla apareció una cuadrícula. Esta hoja de cálculo era similar a la cuadrícula post mortem excepto que la mayoría de las celdas contenían información. Había columnas correspondientes al nombre, apellido, fecha de nacimiento, tipo de sangre, sexo, raza, peso, altura y gran número de otras variables. Primrose activó la columna correspondiente a la edad y ordenó al programa que hiciera una selección guiándose por ese criterio.
El vuelo 228 de TransSouth Air llevaba sólo seis pasajeros mayores de cincuenta años.
– Demasiado jóvenes para que el buen Señor los haya llamado a su lado.
– Sí -dije, con los ojos fijos en la pantalla. Las dos permanecimos en silencio durante un momento, luego Primrose movió el cursor y ambas nos inclinamos hacia la pantalla.
Cuatro hombres. Dos mujeres. Todos blancos.
– Ahora ordenemos los casos por raza.
La cuadrícula mostró sesenta y ocho blancos, diez afroamericanos, dos hispanos y dos asiáticos entre los pasajeros. Ambos pilotos y toda la tripulación de cabina eran blancos. Ninguno de los pasajeros de raza negra superaba los cuarenta años. Ambos asiáticos pasaban apenas de la veintena, probablemente estudiantes. Masako Takaguchi había sido afortunada. Había muerto en una sola pieza y ya la habían identificado.