Capítulo 11
Después de la reunión, Ryan y yo compramos el almuerzo en el Hot Dog Heaven y nos dedicamos a observar a los turistas que se concentraban en la estación de ferrocarril de las Great Smoky Mountains mientras comíamos. El tiempo era más cálido y a la una y media de la tarde la temperatura alcanzaba casi los veinticinco grados. El sol brillaba en el cielo y el viento era apenas un susurro. Verano indio en el país de los cherokee.
Ryan prometió preguntar por los progresos en la identificación de las víctimas y yo prometí cenar con él esa noche. Cuando se alejó en su coche alquilado me sentí como una ama de casa cuyos hijos han comenzado a asistir al colegio todo el día: una interminable tarde de bostezos hasta que reapareciera la tropa.
Al regresar a High Ridge House, llevé a Boyd a dar otro paseo. Aunque el perro se mostraba encantado, la excursión era en realidad para mí. Me sentía inquieta e irritable y necesitaba un poco de ejercicio físico. Crowe no había llamado y yo no podría consultar los documentos en el tribunal hasta el lunes por la mañana. Como se me había vedado el acceso al depósito y mis colegas me habían declarado persona non grata, cualquier nueva investigación relacionada con el misterioso pie estaba en un punto muerto.
Luego intenté leer pero hacia las tres y media ya no podía más. Cogí el bolso y las llaves y me marché con el coche sin rumbo fijo.
Apenas había abandonado los límites de Bryson City cuando pasé junto a un cartel indicador de la reserva cherokee.
Daniel Wahnetah era cherokee. ¿Vivía en la reserva en el momento de su desaparición? No lo recordaba.
Quince minutos más tarde llegué a la reserva india.
En otros tiempos la nación cherokee dominaba un territorio de 220 000 km2 en Norteamérica, incluyendo regiones que hoy forman parte de ocho estados. A diferencia de los indios que habitaban en las grandes llanuras, tan populares gracias a los productores de westerns, los cherokee vivían en cabañas de troncos, usaban turbantes y habían adoptado el estilo de vestir europeo. Con el alfabeto Sequoyah, su lengua se pudo empezar a transcribir a partir de 1820.
En 1838, en uno de los actos de traición más infames de la historia moderna, los cherokee fueron obligados a abandonar sus hogares y conducidos casi 2 000 kilómetros hacia el oeste en dirección a Oklahoma, en una marcha de la muerte bautizada como Sendero de Lágrimas. Los supervivientes llegaron a ser conocidos como cherokee del Éxodo Occidental. El Éxodo Oriental está compuesto por los descendientes de aquellos indios que se ocultaron y permanecieron en las Smoky Mountains.
Mientras pasaba junto a carteles indicadores de la Aldea India Oconalufte, del Museo de los Indios Cherokee y de la representación al aire libre de la obra Hacia esas colinas, experimenté mi ira habitual ante la arrogancia y la crueldad del ineludible destino. Aunque orientadas claramente hacia el dólar, estas empresas contemporáneas eran también intentos de preservar el legado indígena, y demostraban la tenacidad de otro pueblo sojuzgado por mis nobles antepasados pioneros.
Las vallas publicitarias anunciaban el Casino Harrah y el Hotel Cherokee Hilton, una prueba viviente de que los descendientes de Sequoyah compartían su aptitud para la adopción cultural.
Lo mismo sucedía en el centro de la reserva cherokee, donde las tiendas de camisetas, cuero, cuchillos y mocasines se disputaban el espacio con negocios de regalos y souvenirs, tiendas de chucherías, heladerías y restaurantes de comida rápida. La Tienda India. El Pony Manchado. La Mini Galería Comercial Tomahawk. Los tepee, las típicas tiendas indias, sobresalían de los tejados y tótems pintados de vivos colores flanqueaban las entradas. Una extraordinaria demostración de kitsch aborigen.
Después de varias infructuosas idas y venidas por la autopista 19, aparqué en un pequeño solar situado a varias manzanas de la calle principal. Durante la hora siguiente me uní a la masa de turistas que invadían calles, aceras y tiendas. Contemplé admirada los auténticos ceniceros, llaveros, rascadores de espalda y tamtanes cherokee. Examiné genuinas hachas de guerra de madera, búfalos de cerámica, mantas de tejido acrílico y flechas de plástico y me maravillé ante el sonido de las cajas registradoras. ¿Había habido alguna vez búfalos en Carolina del Norte?
¿Quién estaba fastidiando a quién ahora?, pensé, observando a un muchacho que pagaba siete dólares por una corona de plumas de neón.
A pesar de la cultura de consumo, disfruté de ese alejamiento temporal de mi mundo normal: mujeres con mordeduras en los pechos. Niñas con abrasiones vaginales. Vagabundos con las entrañas llenas de líquido anticongelante. Un pie amputado. Las coronas de plumas de ganso son preferibles a la violencia y a la muerte.
También fue un verdadero alivio apartarme del atolladero emocional de las relaciones incomprensibles. Compré algunas postales. Dulces de mantequilla de cacahuete. Una manzana con azúcar quemado. Mis problemas con Larke Tyrell y mi confusión entre Pete y Ryan se alejaron a otra galaxia.
Al pasar junto a la Tienda de Cuero Boot Hill, sentí un impulso súbito. Junto a la cama de Pete, había visto un par de pantuflas que Katy le había regalado cuando ella tenía seis años. Le compraría unos mocasines para agradecerle que hubiese contribuido a levantarme el ánimo.
O cualquier cosa que hubiese levantado.
Mientras curioseaba entre las cajas, otra idea iluminó mi cerebro: tal vez una genuina imitación de calzado norteamericano indígena alegraría el alicaído espíritu de Ryan por la pérdida de su compañero. Muy bien. Dos por uno.
Pete no era problema. La talla 11D es L en mocasines. ¿Qué diablos usaba Ryan?
Estaba comparando tamaños, preguntándome si una talla XL le iría bien a un canadiense irlandés de un metro ochenta y cinco de Nueva Escocia, cuando una serie de sinapsis se dispararon en mi cerebro.
Huesos de pie. Soldados en el sureste de Asia. Fórmulas para diferenciar los restos asiáticos de los pertenecientes a negros y blancos norteamericanos.
¿Funcionaría?
¿Había tomado las medidas necesarias?
Cogí un par L y otro XL, pagué en la caja y corrí hacia el aparcamiento, ansiosa por regresar a Magnolia para comprobar las notas en mi cuaderno.
Cuando me acercaba a mi coche oí el sonido de un motor, alcé la vista y vi un Volvo negro que se dirigía hacia mí. Al principio mi mente no registró ninguna señal de peligro, pero el coche no alteraba su dirección. Veloz. Demasiado veloz para un aparcamiento.
Mi ordenador mental. Velocidad. Trayectoria.
¡El coche se dirigía velozmente hacia mí!
¡Muévete!
No sabía hacia qué lado lanzarme. Elegí el izquierdo y me di de bruces contra el suelo. Un segundo después el Volvo pasó a escasos centímetros, cubriéndome con una lluvia de polvo y grava. Sentí una ráfaga de viento, el cambio de marchas cerca de mi cabeza y el olor a los gases del tubo de escape me llenó los pulmones.
El ruido del motor se fue apagando.
Estaba tendida en el suelo y escuchaba mi corazón que golpeaba contra la tierra.
Mi mente volvió a conectarse. ¡Mira!
Cuando volví la cabeza el Volvo ya giraba en una esquina. El sol se estaba poniendo y la luz me daba directamente en los ojos, de modo que sólo alcancé a ver fugazmente al conductor. Estaba inclinado hacia adelante y una gorra ocultaba la mayor parte de su rostro.
Me senté en el suelo, sacudí el polvo de mi ropa y eché un vistazo a mí alrededor. Estaba sola.
Me levanté sobre unas piernas que apenas si me sostenían debido al intenso temblor, arrojé las cosas en el asiento trasero, me deslicé detrás del volante y bajé los seguros de las puertas. Luego permanecí un momento masajeando mi hombro dolorido.
¿Qué demonios había pasado?
Durante todo el trayecto hasta llegar a High Ridge House repasé la escena que acababa de vivir en el aparcamiento de la reserva. ¿Me estaba volviendo paranoica o alguien había tratado de atropellarme? ¿Estaría borracho el conductor del Volvo? ¿Era ciego? ¿Era un imbécil?
¿Debería denunciar el incidente? ¿A Crowe? ¿A McMahon?
¿Me había resultado familiar la silueta del conductor? Automáticamente había pensado en «él», ¿pero era un hombre?
Decidí que durante la cena le preguntaría a Ryan qué opinaba de todo este asunto.
Una vez en la cocina de Ruby, me preparé una taza de té y la bebí lentamente. Cuando subí a Magnolia, mis nervios se habían calmado y las manos ya no temblaban. Hice una llamada a la Universidad de Charlotte, sin esperar realmente que alguien me contestara. Mi ayudante levantó el auricular a la primera.
– ¿Qué estás haciendo en el laboratorio un sábado?
– Clasificando.
– Muy bien. Aprecio tu dedicación, Alex.
– La clasificación de piezas forma parte de mi trabajo. ¿Dónde estás?
– Bryson City.
– Pensé que ya habías acabado allí. Quiero decir, que tu trabajo había acabado. Quiero decir… -Se interrumpió, insegura de lo que debía decir.
Su desconcierto me confirmó que las noticias de mi despido habían llegado a la universidad.
– Te lo explicaré todo cuando regrese.
– Resiste, querida.
Sin convicción.
– Escucha, ¿puedes buscar el ejemplar de mi libro que hay en el laboratorio?
– ¿La edición del ochenta y seis o la del noventa y ocho?
Yo había sido la editora de un libro de técnicas forenses que se había convertido en un importante manual de consulta en su campo, principalmente gracias al excelente trabajo de los autores que había conseguido reunir para la obra, pero también había un par de capítulos míos. Después de doce años se había actualizado con una segunda edición completamente nueva.
– La primera.
– Espera un segundo.
Un momento después estaba nuevamente al aparato.
– ¿Qué necesitas?
– Hay un capítulo que habla de las diferencias que se pueden establecer entre la población según el calcáneo. Búscalo.
– Lo tengo.
– ¿Cuál es el porcentaje de clasificación correcta cuando se comparan los huesos del pie de población mongoloide, negra y blanca?
Hubo una larga pausa. Podía imaginar a Alex examinando el texto, la frente arrugada, las gafas deslizándose por la nariz.
– Justo por debajo del ochenta por ciento.
– No es mucho.
– Pero espera. -Otra pausa-. Eso se debe a que las diferencias entre los blancos y los negros no son tan evidentes. Los mongoloides podrían distinguirse con una precisión que oscila entre el ochenta y tres y el noventa y nueve por ciento. No está nada mal.