Capítulo 2

– ¿Los equipos de fútbol de la Universidad de Georgia? -pregunté.

Crowe asintió.

– Hanover dijo que viajaban los chicos y las chicas para disputar una serie de partidos en alguna parte cerca de Washington.

– ¡Dios santo!

Las imágenes comenzaron a estallar como luces de magnesio. Una pierna amputada. Dientes con aparatos de ortodoncia. Una mujer joven atrapada entre las ramas de un árbol.

Una súbita punzada de pánico.

Mi hija. Katy estudiaba en Virginia, pero a menudo visitaba a su mejor amiga en Athens, sede de la UGA, la Universidad de Georgia. Lija disfrutaba de una beca deportiva. ¿Era de fútbol?

Oh, Dios. Mi mente discurría a toda velocidad. ¿Había mencionado Katy un viaje? ¿Cuándo eran las vacaciones del semestre? Resistí la tentación de coger el móvil.

– ¿Cuántos estudiantes?

– Cuarenta y dos pasajeros hicieron las reservas a través de la universidad. Hanover pensaba que la mayoría de ellos eran estudiantes. Además de los jugadores había preparadores, entrenadores, novias, novios y algunos aficionados que viajaban con el equipo. -Se pasó la mano por la boca-. Lo habitual.

Lo habitual. Se me partía el corazón ante la pérdida de tantas vidas jóvenes. Luego tuve otro pensamiento.

– Esto se convertirá en una pesadilla cuando vengan los medios de información.

– Fue lo primero que dijo Hanover. -La voz de Crowe no podía ocultar el sarcasmo.

– Cuando el NTSB se haga cargo de la situación también tratará con la prensa.

Y con las familias, no añadí. Ellos también estarían aquí, gimiendo y apretujándose en busca de consuelo, algunos mirando con ojos aterrados, otros exigiendo respuestas inmediatas, la ira enmascarando su insoportable dolor.

En ese momento se oyó el inconfundible sonido de las hélices de un helicóptero y vimos un aparato que se acercaba rozando las copas de los árboles. Alcancé a divisar una figura familiar sentada junto al piloto, y otra silueta en el asiento trasero. El helicóptero describió un par de círculos y luego se dirigió en la dirección opuesta a la que se suponía que estaba la carretera.

– ¿Adonde van?

– Que me cuelguen si lo sé. En esta zona no andamos sobrados de pistas de aterrizaje. -Crowe bajó la vista y volvió a ponerse el sombrero, ocultando un mechón de pelo rojo con un gesto de la mano-. ¿Café?

Media hora más tarde el forense jefe de Carolina del Norte llegó al lugar del accidente desde el oeste, seguido del vicegobernador del estado. El primero llevaba el uniforme básico compuesto de botas y vestimenta caqui, el segundo vestía un traje. Los observé mientras se abrían paso a través de los restos del accidente, el patólogo miraba a su alrededor, evaluando mentalmente la situación, el político con la cabeza gacha, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, mantenía una postura rígida, como si cualquier contacto con aquello que le rodeaba pudiese convertirle en participante más que en un simple observador. En un momento determinado se detuvieron y el forense habló con uno de los ayudantes del sheriff. El hombre señaló en nuestra dirección y la pareja se dirigió hacia nosotros.

– Vaya, vaya. Nos han enviado a todo un profesional.

Lo dijo con el mismo sarcasmo con el que se había referido a Charles Hanover, el presidente de TransSouth Air.

Crowe aplastó el vaso de plástico y lo arrojó dentro de una bolsa en la que llevaba un termo. Le di mi vaso, intrigada por la vehemencia de su desaprobación. ¿No estaba de acuerdo con la política del vicegobernador o había algo personal entre Lucy Crowe y Parker Davenport?

Cuando los dos hombres se acercaron, el forense extrajo su credencial. Crowe hizo un gesto con la mano.

– No es necesario, Doc. Sé quién es usted.

Yo también lo sabía ya que había trabajado con Larke Tyrell desde que le habían nombrado forense jefe de Carolina del Norte a mediados de la década de los ochenta. Larke era un hombre cínico y dictador, pero uno de los mejores administradores patólogos del país. Trabajando con un presupuesto completamente insuficiente y una administración indiferente, se había hecho cargo de una oficina sumida en el caos y la había convertido en uno de los sistemas de investigación criminal más eficientes de Estados Unidos.

Mi carrera forense estaba dando sus primeros pasos en la época del nombramiento de Larke, acababa de conseguir mi licencia del Consejo Americano de Antropología Forense. Nos conocimos mientras yo estaba realizando un trabajo para el Departamento Federal de Investigaciones del Estado de Carolina del Norte, identificando los cadáveres de dos traficantes de drogas que habían sido asesinados y descuartizados por una banda de motoristas. Fui una de las primeras personas contratadas por Larke como asesora especialista y desde entonces había tratado con esqueletos y con todo tipo de muertos, descompuestos, momificados, quemados y mutilados de Carolina del Norte.

El vicegobernador extendió la mano derecha, mientras con la izquierda apretaba un pañuelo contra los labios. Su rostro estaba pálido. No dijo nada mientras le estrechábamos la mano.

– Me alegro de que estés en el país, Tempe -dijo Larke, aplastándome también los dedos con su manaza. Comenzaba a replantearme todo este asunto del apretón de manos.

La expresión «en el país» empleada por Larke pertenecía a la jerga militar de la época de Vietnam y su acento era puro Carolina. Nacido en las tierras bajas, Larke se crió en el seno de una familia de marines, luego se reenganchó al servicio militar antes de ingresar en la facultad de medicina. Tenía el aspecto y hablaba como si fuese una versión pulida del actor Andy Griffith.

– ¿Cuándo te marchas al norte?

– La próxima semana comienzan las vacaciones de otoño -respondí.

Larke entrecerró los ojos mientras barría nuevamente el lugar con la mirada.

– Me temo que tal vez Quebec tendrá que quedarse sin su antropóloga este otoño.

Hacía una década yo había participado en un intercambio académico con la Universidad McGill. Mientras me encontraba en Montreal había comenzado a colaborar como asesora en el Laboratorio de Ciencias Jurídicas y de Medicina Legal, el principal laboratorio criminal y médico legal de Quebec. A finales de mi primer año, reconociendo la necesidad de contar con un antropólogo forense en plantilla, el gobierno provincial había creado un puesto, equipado un laboratorio y me había contratado como consultora permanente.

Desde entonces había estado viajando entre Quebec y Carolina del Norte, impartiendo clases de antropología física en la Universidad de Carolina del Norte-Charlotte y actuando como asesora en ambas jurisdicciones. Como habitualmente mis casos implicaban a los muertos no tan recientes, este arreglo había funcionado bien. Pero existía entre ambas partes la aceptación tácita de que yo estaría inmediatamente disponible para prestar testimonio ante un tribunal y en las situaciones de crisis.

Un desastre aéreo de estas características era sin duda una situación de crisis. Le aseguré a Larke que cancelaría mi viaje a Montreal en octubre.

– ¿Cómo es que llegaste tan rápido?

Expliqué nuevamente mi viaje a Knoxville y la conversación telefónica que había mantenido con el jefe del DMORT.

– Ya he hablado con Earl. Mañana por la mañana ya habrá desplegado un equipo en la zona. -Larke miró a Crowe-. Los muchachos del NTSB llegarán esta noche. Hasta entonces todo debe permanecer tal como está.

– Ya he dado la orden -dijo Crowe-. Esta zona es bastante inaccesible, pero aumentaré los puestos de seguridad. Los animales serán probablemente el mayor problema. Especialmente cuando estos cadáveres comiencen a descomponerse.

El vicegobernador profirió un ruido extraño, dio media vuelta y se alejó. Lo observé cuando se aferró al tronco de un laurel, se inclinó hacia adelante y vomitó.

Larke nos miró fijamente a Crowe y a mí.

– Señoras, están consiguiendo que un trabajo muy difícil se convierta en una tarea infinitamente más sencilla. No tengo palabras para expresar cuánto aprecio su profesionalidad. -Cambio de expresión-. Sheriff, quiero que mantenga la situación controlada en la zona. -Volvió a cambiar la expresión-. Tempe, ve a dar tu charla a Knoxville. Luego quiero que recojas todo el equipo que puedas necesitar y te presentes aquí mañana. Te quedarás un tiempo, de modo que será mejor que informes a la universidad. Te conseguiremos una cama.

Quince minutos más tarde uno de los ayudantes de Crowe me llevaba hasta el lugar donde había dejado aparcado mi coche. No me había equivocado en cuanto a la existencia de una ruta mejor. Aproximadamente a medio kilómetro de donde había dejado el coche, un camino polvoriento se desviaba desde la ruta del Servicio Forestal. Utilizado en otro tiempo para transportar la madera, el estrecho camino serpenteaba alrededor de la montaña y desembocaba a unos cincuenta metros de la zona principal donde se había estrellado el avión.

Ahora había un montón de vehículos aparcados en fila a ambos lados del camino forestal y, mientras descendíamos la colina, nos habíamos cruzado con otros recién llegados. Al amanecer habría importantes atascos en las carreteras comarcales y los caminos del Servicio Forestal.

En cuanto me acomodé detrás del volante busqué el móvil. No había línea.

Realicé dos o tres maniobras para poder dar la vuelta y dirigirme colina abajo hacia la carretera del condado. Una vez en la autopista 74 intenté llamar nuevamente. Esta vez hubo suerte y marqué el número de Katy. Después de cuatro tonos respondió el contestador.

Intranquila, dejé un mensaje para mi hija y luego empecé a repetirme el tema «no-seas-una-madre-imbécil». Durante la hora siguiente intenté concentrarme en mi inminente presentación, apartando de mi mente las imágenes de la carnicería que había dejado a mis espaldas y el horror con el que tendría que enfrentarme al día siguiente. Fue absolutamente inútil. Las imágenes de rostros y miembros amputados que flotaban en el aire hicieron pedazos mi concentración.

Encendí la radio. Todas las emisoras informaban acerca de la tragedia aérea. Los locutores hablaban con gravedad y respeto de la muerte de los jóvenes deportistas y especulaban con solemnidad sobre las causas del accidente. Considerando que la climatología no parecía haber influido en absoluto en la catástrofe, las principales teorías apuntaban al sabotaje o a un fallo mecánico.

Cuando caminaba por el bosque detrás del ayudante de Crowe había divisado un grupo de árboles cortados orientados en dirección opuesta al lugar por donde yo había llegado. Aunque yo sabía que esos daños señalaban el tramo final del descenso del aparato, me negué a sumarme a las especulaciones.


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