Movía los labios como si susurrara y las mejillas como si estuviera acariciándose por dentro. Carvalho tuvo sensación de ridículo y apartó los ojos de la mujer para sorprender la mirada que el francés le estaba dedicando. Amigo, estás cogido, le decían los ojos sin pestañas de Lebrun y Carvalho no supo aguantarle la mirada. Aún quedaba un canapé de taramá en el plato y ella preguntó:

– ¿Puedo llevármelo?

– Biscuter, envuelve el canapé a la señorita con un papel de plata.

– Si quiere le hago más, jefe, para el camino.

– La señorita no se va de excursión. El canapé es un recuerdo de familia.

Claire se metió el paquetito en el bolso y derramó sobre Carvalho un baño de agradecimiento y dulzura. Quedó empapado de su mirada durante horas, aunque en el recuerdo consciente predominaran las palabras que le dijo desde la puerta.

– Encuéntrelo, vivo o muerto.

Era más difícil encontrar a un muerto que a un vivo, pensó Carvalho cuando apagó la luz, al recuperar una soledad que necesitaba.

Aquellos dos parecían arrancados de las páginas de una novela que escribían a medias y nada había aclarado sobre la relación que les unía. Amigos y residentes en París. Vecinos y residentes en París, y tal vez cómplices en la búsqueda de Alekos, el griego.

Necesitaba adentrarse en territorios que no le eran habituales, pintores y traficantes olímpicos, traficantes de cultura olímpica, para llegar a un griego ambiguo, del que ni siquiera estaba claro si era homosexual o se limitaba a cansarse de las mujeres demasiado hermosas y posesivas y a enamorarse platónicamente de adolescentes griegos y desdeñosos. ¿A quién recurría para que le informara con aquel cuadro de la situación?

Repasó la lista de pintores amigos a los que podía acudir y volvió a encontrarse a solas con el nombre y el recuerdo de Artimbau. Hizo lo propio con los compañeros de otro tiempo que ahora trabajaban en la preparación de las Olimpiadas y le salió un folio completo lleno de nombres. En esta ciudad quien no prepara las Olimpiadas las teme, no hay término medio. La Oficina Olímpica, Preolímpica, Transolímpica, Postolímpica empleaba a las gentes en otro tiempo menos olímpicas de este mundo, gente que había hecho un viaje parecido al del "normalien" hallado en la selva: del marxismo leninismo a la gestión democrática institucional y finalmente a preparar todos los Olimpos que la democracia española tendría en 1992: el Quinto Centenario del Descubrimiento de América, la Feria Internacional de Sevilla, las Olimpiadas, Madrid capital cultural de Europa. Quien no ha perdido siquiera media hora de su vida preparando la revolución, jamás sabrá qué se siente cuando años después te descubres a ti mismo prefabricando olimpos y podiums triunfales para los atletas del deporte, del comercio y de la industria. De Sierra Maestra o Olimpia. De la "larga marcha" a los cincuenta kilómetros marcha. De atravesar fronteras clandestinamente a negociar con los representantes de todos los fabricantes de cacao en polvo del mundo, ávidos de conseguir la concesión olímpica. De la colección completa de arrepentidos de Sierra Maestra y de las largas marchas, escogió otra vez al "coronel Parra", en otro tiempo autor de un manual del torturado elaborado a partir de su propia experiencia y ahora reciclado al cargo de selector de sponsors olímpicos.

Artimbau se había telefonizado definitivamente y tenía contestador automático. En él dejó grabado Carvalho un mensaje que le pareció suficiente.

– Busco a un pintor griego llamado Alekos Faranduri, probablemente sin permiso de residencia y quizá maricón. Pero no se le nota en el aspecto. Vivo o muerto.

Llámame.

En cambio para llegar al coronel Parra tuvo que superar los cinco mil metros con obstáculos burocráticos, cinco mil secretarias que tenían la misma voz y los mismos recursos dilatorios.

– Dígale que le llama Gorbachov para proponerle la concesión de Vodka sin alcohol.

– ¿De qué empresa dice usted que le llama?

– Del Pacto de Varsovia.

– ¿Es un conjunto musical?

– Todavía no.

El coronel Parra se había perdido en la ladera oeste del Olimpo, pero le atendería mañana, con mucho gusto a las diez en punto.

Carvalho reclamó a Biscuter para despedirse y propiciarle su impresión de lo ocurrido. Últimamente Biscuter estaba en crisis porque en su opinión, Carvalho no le tenía suficientemente en cuenta.

También Charo estaba en crisis.

Y Bromuro estaba muerto. Y quizá era él, Carvalho, quien propiciaba tanta crisis por el procedimiento de sentirse cada vez más cansado de sus propios rituales y más desengañado de todo ritual ajeno. Dios ha muerto, el Hombre ha muerto, Ava Gardner ha muerto, Marx ha muerto, Bromuro ha muerto y yo mismo no me siento muy bien, se dijo. Biscuter le felicitó porque su fama había traspasado las fronteras y volvió a su ensimismado mutismo.

– ¿Eso es todo?

– Sin ánimo de ofenderle, jefe, porque reconozco que lo ha hecho con buena intención, no me gusta que me ponga en evidencia porque escuche detrás de las cortinas.

– Pero si ha sido él quien te ha descubierto.

– Pero ha hecho como si no me viera y en cambio usted me ha puesto en evidencia.

– Has sido la reina de la fiesta, Biscuter. Tu oferta de vinos les ha deslumbrado y ya has visto el éxito que ha tenido tu taramá. ¿Qué te ha parecido la mujer?

– Me he fijado más en el hombre, y ¡no me interprete mal! Le he visto en una película y no sé en cuál, no consigo recordarlo. Tiene aspecto de espía alemán.

– Los espías alemanes vuelven a espiar la línea de Maginot. Ya me dirás tú qué han de espiar por aquí.

O sea que a Biscuter ella no le había impresionado. Carvalho no supo qué instrucciones dejar para el caso de que llamara Charo, quizá porque no deseaba que llamara y recuperó el coche para volver a su casa en Vallvidrera, con la cabeza llena de fragmentos de la larga conversación y en los ojos el rostro de Claire, sus ojos geológicos, aquella boca que tan bien comía, la dulzura estática, tal vez una pasividad profunda de mujer pozo abierto a las caídas más totales.

– Vivo o muerto.

Entró en su casa con el programa ya hecho. Recuperar unas macilentas berenjenas, hacerse una musaka y buscar en la librería "Alexis el Griego" y "Los cuatro jinetes del Apocalipsis" para quemarlos. Capas de berenjenas algo fritas, capas de carne picada sazonada, capas de sofrito de cebolla, tomate, quizá ajo, salvia, todo cubierto con bechamel, queso y gratinado. Una musaka de lujo que poco se parece a los adoquines cúbicos que suelen servirte en las tabernas y chiringuitos populares de Grecia. No disponía de vino griego, pero sí de un Corvo de Salaparuta siciliano que se le acercaba tanto como los vinos murcianos, alicantinos y argelinos. Y ya en busca de su tibieza la musaka, localizó los libros y persiguió entre sus páginas razones suficientes para quemarlos. Allí estaba el tango anunciando el agarrado de la guerra del 14 en "Los cuatro jinetes del Apocalipsis", de Blasco Ibáñez, París seducido por la gesticulación de la maté porque era mía o la maté porque era mío: "Un nuevo placer había venido del otro lado de los mares, para felicidad de los humanos. Las gentes se interrogaban en los salones con el tono misterioso de los iniciados que buscan reconocerse: _"¿Sabe usted tanguear?…_" el tango se había apoderado del mundo.


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