Era el himno heroico de una humanidad que concentraba de pronto sus aspiraciones en el armónico contoneo de las caderas…" Y allí estaba la filosofía de Alexis el Griego, como una elegía vitalista de macho poderoso y tierno en homenaje a Madame Bubulina, la vieja francesa en cuyo homenaje, Alexis construye en una hoja de árbol la metáfora de la vida: un gusano dedica todo su esfuerzo a recorrer el haz de la hoja para adivinar qué misterio reserva el envés y cuando con toda clase de dificultades consigue llegar al canto, enderezarse, asomarse a la otra cara, descubre otra superficie exactamente igual que le va a conducir al principio y al fin de su propio fracaso. Es imposible salirse de la vida y también es imposible conservarla. Acaso, y con la diferencia de la edad y belleza ¿no era Claire una madame Bubulina, una occidental cargada de complejo de culpa, fascinada ante el mito de la destrucción bárbara?
Ardían los libros y empezaba a crepitar la leña, cuando sonó el teléfono y al otro lado estaba Artimbau con más ganas de conversar que de informarle.
– Perdona que te parezca algo grosero, pero ¿qué sabes de mi griego?
– Tú te crees que se puede encontrar un griego en cada esquina.
Preguntaré a los pintores más jóvenes. Los de mi edad ya sólo beben agua mineral y están en la cola de los que esperan la concesión de murales olímpicos.
– ¿Tú también, Francesc?
– Yo también, Carvalho.
Y cuando ya había conseguido casi dormirse, con la boca llena de gusto a salvia y de dos copas de Ouzos que conservaba de un viaje al Monte Athos en compañía de Artimbau, llegó la última llamada de la noche:
– ¿Duerme, jefe?
– Ya no.
– Es que he conseguido recordar el personaje. El francés que nos ha visitado es clavadito al dueño de la casa de juego de la película "Gilda". ¿Lo recuerda?
– ¿Te refieres a Rita Hayworth?
– No. Rita es la chica.
– ¿Seguro, Biscuter?
– Seguro.
– Si tú lo dices.
Demasiado chalet para tan poco servicio. La mujer que le abrió la puerta de la calle no iba disfrazada de criada, ni de jardinero, ni de señora para todo y en cambio por las maneras con que le hizo atravesar el jardín y limpiarse las suelas de los zapatos en el felpudo parecía como si incluso hubiera parido el chalet y a la mismísima familia Brando. Cabizbaja, concentrada, mirando a derecha e izquierda por si algo hubiera alterado el equilibrio universal en la pequeña porción de universo que le correspondía y desinteresada del intruso que pasaría por aquella mañana, por aquel jardín, por la vida de los Brando sin merecer siquiera recordar su nombre.
– ¿Ha dicho usted que se llama?
– Carvalho, Pepe Carvalho.
Caminó de puntillas sobre el suelo que tanto le había costado limpiar y dejó a Carvalho haciendo cálculos sobre los signos externos del señor Brando. Una mezcla de tradición y premios FAD de diseño, muebles del abuelito o del abuelito de otros y muestras de que Barcelona es una de las cinco mil capitales del diseño mundial. Pero tal vez faltaba armonía, sobraba coleccionismo y voluntad de exhibir un gusto a prueba del paso del tiempo. La asistenta había desaparecido tras una puerta y reapareció en el umbral, como las enfermeras en los consultorios de postín.
– ¿Hace usted el favor de pasar?
Le cedió el paso y cerró la puerta a su espalda con tanto cuidado, que Carvalho paró más atención en la calidad de la madera, que temió quebradiza, que en el hombre que le esperaba al fondo de un despacho demasiado grande para ser doméstico, como si estuviera copiado de los despachos de todos los pseudointelectuales preocupados porque sean la medida de su talento no reconocido. Por su larga experiencia de mirón de despachos y retretes, Carvalho sabía que los pseudointelectuales cuidan tanto los unos como los otros e incluso a veces consiguen extrañas síntesis que jamás han sido reflejadas en las revistas de decoración.
– Soy un fracasado y mi mujer me abandonó por primera vez a los quince días de la boda. Pero ante todo salga usted al pasillo y abra bruscamente la segunda puerta a la izquierda. No se equivoque, la segunda puerta a la izquierda y bruscamente. Si no es mucho pedirle, camine de puntillas hasta llegar a la puerta y luego ¡zas!
bruscamente… no lo olvide.
Podría ser un fracasado pero la mesa de despacho era cara, la librería de una madera de bosque de lujo y la lámpara de un metal cargado de quilates. Es decir, tenía el aspecto de cliente solvente capaz de pagarse el gusto de que Carvalho hiciera el imbécil caminando de puntillas por un pasillo y abriera una puerta con decisión.
Cumplió las órdenes puntualmente hasta llegar ante la puerta, pero allí se detuvo y aplicó la oreja contra una madera que olía a barniz de postín. O era una grabación de alta fidelidad o alguien estaba follando allí dentro con una perfección de gimnasia sueca y jadeo de gentes licenciadas en aficiones secretas. No era cuestión de echarse atrás. Venció la resistencia falsa del pomo dorado de la puerta y empujó con el hombro. La chica estaba empalada por el sexo del viejo que tenía debajo. Era rubia, tenía las tetas en forma de pera y rapidez de reflejos porque vuelta la cara hacia la puerta, suspendió el jadeo para gritar:
– ¡Papá! ¡Eres un hijo de puta!
En cuanto al viejo frunció el ceño, quién sabe si para distinguir la cara del intruso o porque se le había adelantado el orgasmo. Carvalho pensó en disculparse, pero se limitó a cerrar la puerta con suavidad y a volver al despacho del llamado Brando, que le esperaba seguro del buen resultado de su iniciativa.
– ¿Qué ha visto usted?
– Una jovencita…
– Diecisiete años… Mi hija.
– … haciendo el amor…
– Follando.
– Con un señor enfadado.
– Un hombre que podía ser su padre.
Ya estaba satisfecho Brando, ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, extrovertido y presumiendo de llamar al pan pan y al vino vino, como los aragoneses y los navarros. Era navarro, informó, pero su apellido tal vez fuera de origen centroeuropeo.
– Brando. ¿Le suena no? Muy gracioso lo de Marlon Brando.
Fue un fugaz momento de autocomplacencia para volver a la melancolía.
– Soy un fracasado. Mi mujer me abandonó por primera vez a los quince días de casados, luego volvió, tuvimos un hijo, que acaba de quitarme el negocio, y ya de propina esta chica. Cuando la niña cumplió diez años mi mujer me dejó definitivamente para irse con un gimnasta, quedó clasificado el veintiséis en un campeonato del mundo. Lo de los aros era lo suyo.
Luego se cayó en mala postura, se quedó paralítico y mi mujer lleva el gimnasio. No me lo explico.