Un día, Jansson me contó, como de pasada, que la guardia costera había encontrado hacía unos días un barco de motor robado y amarrado cerca de las islas Suckarna. Comprendí que Hans Lundman había cumplido su palabra.
– Cualquier día lo atacan a uno -auguró Jansson ceñudo.
– ¿Quiénes?
– Los gánsteres. Llegan de todas partes. ¿Qué vamos a hacer para defendernos? ¿Coger el barco y hacernos a la mar?
– ¿Y a qué iban a venir aquí, qué iban a robar en las islas?
– Tan sólo de pensarlo me pongo nervioso por mi tensión.
Fui al cobertizo a buscar el tensiómetro. Jansson se tumbó en el banco. Tras cinco minutos de reposo le tomé la tensión.
– Excelente, ciento cuarenta y ochenta.
– Creo que te equivocas.
– Pues entonces, búscate otro médico.
Entré en el cobertizo y me quedé allí a oscuras, hasta que oí que Jansson salía del embarcadero.
Los días que precedieron a aquellos en que florecieron los robles emprendí por fin la reparación de mi barco. Cuando, después de un gran esfuerzo, logré retirar la gran lona, encontré una ardilla muerta en la sobrequilla. Me sorprendió, porque nunca había visto una ardilla en la isla y ni siquiera había oído hablar de que hubiese.
El barco estaba en mucho peor estado de lo que yo temía. Después de dos días de exhaustivo inventario de los daños y de las medidas que había que adoptar, me sentía dispuesto a abandonar aun antes de haber comenzado. Al día siguiente, no obstante, continué raspando toda la pintura descascarillada del casco. Llamé a Hans Lundman para pedirle consejo. Me prometió que se pasaría un día. El trabajo iba lento. No estaba acostumbrado a realizar ninguna tarea con regularidad, salvo el baño matutino y las anotaciones en el diario.
El mismo día que empecé a raspar el barco, fui a buscar el diario de mi primer año en la isla. Lo abrí por la fecha del día en que estábamos. Leí con asombro que había anotado que me emborraché. «Ayer bebí hasta emborracharme.» Sólo eso. Lo recordaba vagamente, pero no recordaba el porqué. El día anterior había escrito que arreglé un canalón. Al día siguiente de la borrachera eché las redes y capturé siete platijas y tres percas.
Dejé el diario. Ya era de noche. El manzano estaba en flor. Pensé que casi podía ver a mi abuela sentada en el banco, una figura resplandeciente que se fundía con el trasfondo, con el tronco del árbol, con las rocas, con las espinas de la maleza.
Al día siguiente, Jansson me trajo carta de Harriet y de Louise. Finalmente había sacado fuerzas de flaqueza para contarles la historia de la muchacha que vino a mi isla y hablarles de su trágica muerte. Empecé por leer la carta de Harriet. Como de costumbre, había escrito muchas líneas. Me escribía que, en realidad, se sentía demasiado cansada para redactar una carta. Mientras leía, fruncía el entrecejo. La caligrafía era difícil de descifrar, no como antes. Ahora las letras se retorcían sobre el papel.
Además, el contenido resultaba desconcertante. Me decía que se encontraba mejor, pero que se sentía más enferma. Pero nada decía sobre la muerte de Sima.
Dejé a un lado la carta. El gato se subió a la mesa de un salto. A veces envidio a los animales, porque no tienen que vérselas con mensajes que llegan en sobres cerrados. ¿Estaría Harriet aturdida por el efecto de los analgésicos cuando escribió la carta? Me preocupó, descolgué el teléfono y la llamé. Si estaba entrando en la última fase de su vida, quería saberlo. Dejé sonar muchos tonos de llamada, pero no me respondió. Lo intenté llamándola al móvil, pero tampoco allí contestaba. Le dejé un mensaje en el que le pedía que me llamara.
Después abrí la carta de Louise. Me hablaba del curioso sistema de galerías de las cuevas de Lascaux, en el oeste de Francia, donde, en el año 1940, unos niños encontraron por casualidad pinturas rupestres de diecisiete mil años de antigüedad. Algunos de los animales tallados y pintados en la roca tenían cuatro metros de largo. «Ahora», me decía, «sobre esas obras de arte antiquísimas se cierne la amenaza de la destrucción, pues unos insensatos han instalado aparatos de aire acondicionado en los pasajes. Los turistas americanos que las visitan no deben verse obligados a abstenerse de sus comodidades, uno de cuyos principales componentes es el aire enfriado de modo artificial. Las paredes se han visto atacadas por extensas colonias de moho. Si no se le pone remedio, si el mundo entero no se responsabiliza de esto, del museo más antiguo de que disponemos, el futuro sólo podrá ver esas imágenes en copias.»
Me contaba que ella pensaba actuar. Supuse que les escribiría cartas a todos los dirigentes políticos de Europa y me sentí orgulloso. Mi hija oponía resistencia.
Había escrito la carta a ratos. Tanto la caligrafía como el bolígrafo variaban. Entre los pasajes serios en que expresaba su indignación, intercalaba notas cotidianas. Se había torcido un pie mientras iba a buscar agua. Giaconelli había estado enfermo. Temían que fuese neumonía, pero ya empezaba a recuperarse. Y lamentaba el dolor que sentía por la muerte de Sima.
«Pronto iré a visitarte», concluía la carta. «Quiero ver la isla en la que te has escondido todos los años que has estado apartado del mundo. A veces soñaba que yo tenía un padre tan aterradoramente hermoso como Caravaggio. Ya sé que no puede decirse que sea así. Pero ahora, al menos, para mí no volverás a ser invisible. Quiero conocerte, quiero mi herencia, quiero que me expliques todo lo que aún sigo sin comprender.»
No decía ni una palabra sobre Harriet, y yo no lo comprendía. ¿Acaso no le importaba lo más mínimo su madre moribunda?
Marqué una vez más los números de Harriet, pero seguía sin responder. Llamé al móvil de Louise, y ella tampoco me contestó. Subí a la montaña por la parte trasera de la casa. Hacía un hermoso día de los que anuncian el verano. Aún no apretaba el calor, pero las islas habían empezado a reverdecer. En la distancia vislumbré uno de los primeros veleros del año rumbo a un puerto desconocido. Sentí un súbito deseo de liberarme de la isla. Era tanto el tiempo de mi vida que había malgastado en mis eternas idas y venidas entre el embarcadero y la casa…
Simplemente, quería irme de allí. Cuando Harriet apareció en medio del hielo con su andador, anuló la maldición en la que yo me había escudado como en una jaula. Descubrí que los doce años que llevaba en la isla habían sido años perdidos, un líquido que yo había vertido en una vasija rota. Y no podía dar un paso atrás, no podía volver a empezar.
Di un paseo por la isla. Olía intensamente a mar y a tierra. Unos cuantos ostreros correteaban ansiosos por la orilla picoteando con sus rojos picos. Era como si deambulase por una granja carcelaria pocos días antes de salir por la puerta y volver a ser un hombre libre. Pero ¿sería capaz de hacerlo? ¿Adónde iba a ir? ¿Qué vida me esperaba?
Me senté bajo uno de los robles de Tratan. De repente, comprendí que tenía prisa. Ya no había tiempo que perder. Sin importar lo que me esperase.
Aquella tarde bajé al embarcadero, subí a mi bote y remé hasta Starrudden. Allí el fondo era liso. Eché un arrastre para pescar platijas, aunque no abrigaba la menor esperanza de capturar mucho, tal vez alguna platija o alguna perca de la que pudiese disfrutar el gato. La red se llenaría de las algas que ahora proliferan en el fondo del Báltico.
Tal vez el mar que se extiende ante mi vista en las hermosas noches primaverales esté transformándose, poco a poco, en una ciénaga.
Más tarde, aquella misma noche, hice algo que jamás llegaría a comprender. Fui a buscar una pala y cavé en el lugar donde el perro estaba enterrado. No tardé en toparme con el cuerpo en descomposición. Y desenterré todo el cadáver. La corrupción se había producido con gran rapidez. Los gusanos ya habían devorado la mayor parte de las mucosas de la boca, los ojos y los oídos y habían abierto el estómago. A la altura de la apertura anal había una bola blanca formada por gusanos. Dejé la pala y fui a buscar al gato, que dormía en la casa, tumbado en el sofá. Lo tomé en mis brazos y lo posé sobre el perro muerto. El gato dio un salto en el aire, como si se hubiese encontrado con una víbora, y desapareció por la esquina de la casa; allí se dio la vuelta, dispuesto a continuar su huida. Tomé en una mano algunos de los mantecosos gusanos y me pregunté si sería capaz de tragármelos o si las arcadas me lo impedirían. Después, los arrojé sobre el perro y volví a cubrir la tumba.
No sabía qué estaba haciendo. ¿Estaría cavando una tumba similar dentro de mí mismo? ¿Para atreverme a ver todo aquello que venía soportando en mi interior, quizás?
Me lavé las manos dejándolas largo rato bajo el agua corriente del fregadero. Me repugnaba lo que acababa de hacer.
Hacia las once llamé a Harriet y a Louise, pero ninguna de las dos contestó.
A la mañana siguiente, muy temprano, recogí el arrastre. Había dos platijas escuálidas y una perca muerta. Tal y como yo temía, las redes estaban llenas de limo y de algas. Más de una hora me llevó dejarlas más o menos limpias antes de colgarlas de la pared del cobertizo. Me alegré al pensar que mi abuelo se hubiese librado de ver cómo aquel mar que él tanto amó moría asfixiado. Después continué con el lijado del barco. Trabajaba medio desnudo e intentaba reconciliarme con el gato, que me miraba suspicaz desde que se encontró en el jardín con el perro muerto. Las platijas no le interesaron lo más mínimo, pero se llevó la perca a una grieta en la roca y se puso a mordisquearla despacio.
A las diez entré en la casa para llamar por teléfono. Ninguna de las dos me contestó. Tampoco hoy recibiría correo. No había nada que yo pudiese hacer.
Me cocí unos huevos para el almuerzo y hojeé un viejo folleto sobre pintura para botes de madera. Pero el folleto era de hacía ocho años.
Después de comer me tumbé a descansar en el sofá de la cocina. El esfuerzo de lijar el barco me había agotado bastante y me dormí.
Cuando desperté sobresaltado, era cerca de la una. A través de la ventana abierta de la cocina oí el ruido de un viejo motor diésel. Sonaba como el barco de Jansson, pero se suponía que hoy no iba a venir. Me levanté del sofá, me puse las botas y salí. El ruido del motor se acercaba. Ya no me cabía la menor duda de que se trataba del barco de Jansson, con el irregular sonido que emite al llevar el tubo de escape a veces bajo la superficie del agua, a veces por encima. Bajé al embarcadero y esperé a que llegara. Me sorprendió que fuese a tan poca velocidad. Finalmente asomó la roda por entre las rocas. El barco se deslizaba muy despacio.