Hasta que comprendí por qué. Jansson arrastraba una carga. En efecto, llevaba amarrada detrás una vieja barca para transportar ganado. Cuando yo era niño, veía cómo aquellas embarcaciones transportaban vacas hacia las islas que tenían pastos. Pero eso era entonces. No había visto transbordadores de ese tipo en los diez años que llevaba viviendo solo en la isla.
En la embarcación iba la caravana de Louise. Ésta se encontraba ante la puerta abierta, exactamente igual que la primera vez que la vi. Junto a la barandilla distinguí la figura de otra persona. Era Harriet, con su andador.
Si hubiese podido, me habría arrojado al agua y me habría ido de allí a nado. Pero no podía desaparecer. Jansson aminoró la marcha y soltó las cuerdas de su carga al tiempo que empujaba la embarcación para que entrase en la parte menos profunda del golfo. Yo me quedé paralizado viendo cómo encallaba en la playa. Jansson echó amarras en el embarcadero.
– Jamás creí que esta vieja barca volviese a serme útil. La última vez que la saqué fue para transportar dos caballos a Rökskär. Pero de eso debe de hacer veinticinco años, como mínimo -aseguró.
– Podrías haber llamado -le recriminé-. Haberme advertido.
Jansson se me quedó mirando con expresión de sincero asombro.
– Creí que sabías que iban a venir. Eso me dijo la mujer que se llama Louise. Bueno, tendremos que sacar la caravana con ayuda de tu tractor. Por suerte hay pleamar; de lo contrario habríamos tenido que soltar la caravana en el agua.
A mí nadie me había dicho nada. Aunque ahora ya comprendía por qué nadie respondía a mis llamadas. Louise ayudaba a Harriet con el andador. Noté que estaba mucho más delgada y débil que cuando la dejé en la caravana el día de mi súbita partida.
Bajé a la playa. Louise sujetaba a Harriet del brazo.
– Esto es muy hermoso -dijo Louise-. Yo prefiero el bosque, pero admito que es precioso.
– Supongo que debo daros la bienvenida -respondí.
Harriet alzó la cabeza y pude ver su rostro sudoroso.
– Si me paro, me caigo redonda -aseguró-. Me gustaría echarme un rato en la habitación de las hormigas.
Le ayudamos a subir hasta la casa. Le dije a Jansson que intentara arrancar mi viejo tractor. Harriet se tumbó sobre la cama. Respiraba con dificultad y parecía que tuviese algún dolor. Louise le dio una pastilla y fue a buscar agua. Harriet se tragó la pastilla con gran dificultad; después me miró y me tendió la mano.
– No viviré mucho tiempo más -auguró-. Dame la mano.
Yo obedecí y tomé entre las mías la calidez de la suya.
– Quiero quedarme aquí tumbada, escuchar el mar y teneros cerca a los dos. Sólo eso. Esta vieja os promete no molestaros sin necesidad. No gritaré cuando el dolor sea demasiado intenso. Simplemente, me tomaré las pastillas o Louise me pondrá una inyección.
Cerró los ojos. Louise y yo nos quedamos mirándola. Harriet no tardó en dormirse. Louise rodeó la mesa y se puso a observar el hormiguero, que cada vez era más grande.
– ¿Cuántas hormigas habrá? -preguntó susurrando.
– Dicen que puede haber hasta un millón, tal vez más.
– ¿Cuánto tiempo hace que lo tienes?
– Este año hace once.
Salimos de la habitación.
– Podrías haber llamado -me lamenté.
Ella se colocó ante mí y me agarró los hombros con fuerza.
– Si lo hubiese hecho, habrías dicho que no. Y no quería exponerme a eso. Ahora estamos aquí. Nos lo debes a mí y a mi madre. Sobre todo, se lo debes a ella. Si es su deseo quedarse tumbada escuchando el mar en lugar de estar oyendo las bocinas de los coches mientras muere, pues así será. Y deberías alegrarte de que no tenga intención de perseguirte con mis acusaciones hasta que tú también mueras.
Dicho esto, se dio la vuelta y salió. Jansson había logrado arrancar el tractor. Tal y como yo venía sospechando todos estos años, tiene buena mano con los motores que se resisten.
Amarramos unas cuerdas a la caravana y logramos arrastrarla a tierra desde la embarcación. Jansson se encargó del tractor.
– ¿Dónde quieres que la deje? -preguntó a gritos.
– Aquí -respondió Louise mientras señalaba una porción de césped que había más arriba de la franja de arena que se extiende al otro lado del cobertizo.
– Yo quiero tener un día mi propia playa -aseguró Louise-. Es algo con lo que siempre he soñado.
Jansson hizo gala de no poca habilidad con el tractor, pues consiguió arreglárselas para dejar la caravana en el lugar indicado. Le pusimos debajo cajas viejas de pescado y trozos de maderos hasta que quedó firme.
– Quedará estupenda -afirmó Jansson ufano-. La única isla del archipiélago con una caravana en el jardín.
– Bueno, y ahora, te invitamos a un café -anunció Louise.
Jansson me miró inquisitivo, pero no dijo nada.
Era la primera vez, desde que me mudé a la isla, que Jansson entraba en mi casa y, ya en la cocina, miró con curiosidad a su alrededor.
– Esto está como yo lo recordaba -declaró-. No has cambiado casi nada. Si no me equivoco, el tapete es el mismo que el que tenían tus abuelos.
Louise preparó el café y preguntó si tenía algún bizcocho. Pero yo no tenía nada, así que fue a la caravana para buscar algún dulce.
– Es una mujer muy elegante -opinó Jansson-. ¿Cómo la has encontrado?
– No fui yo quien la encontró a ella: ella me encontró a mí.
– No habrás puesto un anuncio, ¿verdad? Yo he pensado en hacerlo.
Jansson no es demasiado espabilado. No se le puede acusar de actividad mental innecesaria, la verdad. Pero el que fuese capaz de creer que Louise era una dama a la que yo había conquistado, con caravana y todo, incluida una vieja moribunda…, me resultaba incomprensible.
– Es mi hija -le revelé-. ¿No te había contado que tengo una hija? Pues yo juraría que lo había hecho. Estábamos sentados en el banco. A ti te dolía el oído. Fue en otoño. Te conté que tenía una hija ya mayor. ¿Lo has olvidado?
Ni que decir tiene que Jansson ignoraba por completo de qué le estaba hablando. Pero no se atrevió a protestar. No es capaz de correr el riesgo de perderme como su siempre dispuesto facultativo.
Louise volvió con una bandeja de bollos. Jansson y mi hija parecieron caerse bien enseguida. Pensaba explicarle a Louise que ella podía ser señora en su caravana pero que, en mi isla, era yo y nadie más quien imponía las reglas, una de las cuales era precisamente que no había que invitar a Jansson a tomar café en mi cocina.
Jansson arrastró al mar el transporte para ganado y, bordeando el cabo, desapareció. No le pregunté a Louise cuánto le había pagado. Dimos un paseo por la isla, pues Harriet aún dormía. Le mostré dónde había enterrado al perro y después trepamos por los riscos en dirección sur para seguir la orilla.
Por un instante me sentí como si tuviese una niña pequeña. Louise hacía preguntas sobre todo lo que veía, las plantas, las algas, las islas que se vislumbraban a través de la neblina, los peces que habría en el fondo, aunque no se veían… Yo pude contestar a algo así como la mitad de sus preguntas. Pero a ella no le importaba, lo más importante era, al parecer, que yo la escuchase.
Había en el cabo de Norrudden unos bloques de piedra que la erosión del hielo había modelado hacía ya tiempo hasta convertirlos en una especie de altos tronos. Y allí nos sentamos.
– ¿De quién fue la idea? -pregunté.
– Creo que se nos ocurrió a las dos al mismo tiempo. Ya era hora de venir a visitarte y de reunir a la familia antes de que fuese demasiado tarde.
– ¿Qué opinan tus amigos, los que viven en el bosque?
– Saben que un día volveré.
– ¿Y por qué te has traído la caravana?
– Es mi cáscara. Nunca la dejo.
Me habló de Harriet. Uno de los boxeadores, un hombre llamado Sture que se ganaba la vida cavando pozos, la había llevado de vuelta a Estocolmo.
A partir de ahí empeoró muy rápido. Louise viajó hasta la capital para cuidarla, pues no quería ir a ninguna residencia. Y Louise peleó por el derecho a administrarle a Harriet los analgésicos que necesitaba. Lo único que podía hacerse ya era paliar su dolor. Ya habían renunciado a todo intento de impedir que el cáncer se propagara. Había empezado la cuenta atrás definitiva. Louise mantenía contacto diario con el hospital de Estocolmo.
Hablábamos sentados en nuestros tronos, mientras contemplábamos el mar.
– No creo que viva ni un mes más -dijo Louise-. Ya tengo que hacerle tomar grandes dosis de analgésicos. Morirá aquí. Será mejor que te hagas a la idea. Eres médico o, al menos, lo has sido. Así que estás más habituado que yo a la muerte. Aunque una cosa sí que he comprendido: que uno siempre está solo ante la muerte. De todos modos, podemos estar a su lado y prestarle ayuda.
– ¿Le duele mucho?
– A veces llega a gritar.
Reanudamos el paseo por la orilla. Cuando llegamos al cabo que da a mar abierto, nos detuvimos de nuevo. Mi abuelo colocó allí una vez un banco que él había fabricado con el esqueleto de un viejo carromato y unas planchas de roble bastante gruesas. Las contadas ocasiones en que él y mi abuela discutían y se enfadaban, él solía venir aquí a sentarse hasta que ella acudía a buscarlo para avisarle de que la cena estaba lista. Para entonces, ya se les había pasado el enfado. Cuando yo tenía siete años, grabé mi nombre en aquel banco. Seguro que a mi abuelo no le gustó que lo hiciera, pero nunca me dijo nada.
Había un grupo de eider , de somormujos y algunos negrones que se balanceaban sobre las ondas.
– Ahí delante hay una fosa profunda -le expliqué-. Por lo general, el fondo suele estar por aquí a una profundidad de entre quince y veinte metros. Pero de repente se abre una grieta de hasta cincuenta y seis metros. Cuando yo era niño y echaba un cabo desde mi bote, soñaba con descubrir que la fosa no tenía fondo. Ha habido ya varias expediciones de geólogos que pretendían averiguar por qué existe pero, por lo que yo sé, no han sabido dar ninguna explicación plausible, hasta ahora. Eso me encanta. No tengo fe en un mundo en el que puedan descifrarse todos los misterios.
– Yo creo en un mundo en el que se ofrece resistencia -declaró Louise.
– ¿Estás pensando en las cuevas francesas de las que me hablabas?
– Entre otras muchas cosas, sí.
– ¿Has escrito alguna carta?
– Las últimas, tanto a Tony Blair como al presidente Chirac.
– ¿Te han contestado?
– Por supuesto que no. Pero estoy preparando otras iniciativas.