Ya vestido, tomé los prismáticos y subí a la montaña.

No habían sido figuraciones mías.

La mujer seguía sobre la banquisa. Sus manos descansaban sobre el manillar del andador. Llevaba un bolso en un brazo y una bufanda enrollada alrededor del gorro, que le cubría la cabeza. Me costaba distinguir su rostro con los prismáticos. ¿De dónde vendría? ¿Y quién sería?

Intenté pensar. Si no se había perdido, venía a verme a mí, pues aquí no hay nadie más.

Esperaba que se hubiese extraviado. No quería recibir visitas.

La mujer seguía inmóvil, con las manos apoyadas en el manillar del andador. Sentí una creciente desazón. Había algo en aquella mujer que me resultaba familiar.

¿Cómo habría logrado llegar hasta allí en medio de la tormenta de nieve y cruzando el hielo con un andador? Hasta tierra firme había tres millas marinas. Resultaba increíble que hubiese recorrido a pie esa distancia sin morir congelada.

Me quedé mirándola con los prismáticos durante más de diez minutos. Justo cuando iba a retirarlos, se dio la vuelta y miró hacia donde yo estaba.

Fue uno de esos momentos de la vida en que el tiempo no sólo se detiene sino que, de hecho, deja de existir.

Con las lentes de los prismáticos la vi acercarse a mí y comprobé que era Harriet.

Pese a que hacía casi cuarenta años desde la última vez que la vi, sabía que era ella. Harriet Hörnfeldt, a la que un día amé más que a ninguna otra mujer.

Yo era médico desde hacía ya unos años, para infinita sorpresa de mi padre, el camarero, y orgullo casi fanático de mi madre. Había logrado romper con la pobreza y liberarme de ella. Entonces yo vivía en Estocolmo. La primavera de 1966 fue muy hermosa, parecía que la ciudad estuviese en proceso de fermentación. Algo estaba a punto de ocurrir, mi generación había atravesado los diques, había forzado las barreras de la sociedad y exigía cambios. Harriet y yo solíamos pasear por la ciudad al atardecer.

Ella era unos años mayor que yo y jamás se le había ocurrido seguir estudiando. Trabajaba como dependienta en una zapatería. Me dijo que me amaba, yo le dije que la amaba y, cada vez que la acompañaba a su pequeño apartamento de alquiler de la calle Hornsgatan, hacíamos el amor en un sofá cama que amenazaba con venirse abajo en cualquier momento.

Podría decirse que nuestro amor ardía salvajemente. Pese a todo, la decepcioné. El instituto Karolinska me concedió una beca para ampliar mis estudios en Estados Unidos. El 23 de mayo debía partir rumbo a Arkansas, para ausentarme durante un año. Eso fue, al menos, lo que le dije a Harriet. Pero el avión con escala en Amsterdam y con destino a Nueva York partió el 22 de mayo.

Ni siquiera me despedí. Simplemente me marché.

Durante el año que pasé en Estados Unidos, nunca me puse en contacto con ella. No sabía nada de su vida, y tampoco deseaba saber nada. A veces me despertaba en medio de una pesadilla en la que Harriet se quitaba la vida. Me remordía la conciencia, pero siempre conseguía adormecerla.

Harriet fue esfumándose poco a poco de mi conciencia.

Regresé a Suecia y empecé a trabajar en el hospital de Luleå. Y otras mujeres llegaron a mi vida. En ocasiones, en especial cuando estaba solo y había bebido demasiado, se me ocurría que tenía que averiguar qué había sido de ella. Entonces llamaba al servicio de información telefónica y preguntaba por Harriet Kristina Hörnfeldt. Siempre colgaba antes de que la señorita lo hubiese encontrado. No me atrevía a enfrentarme a ella. No osaba averiguar la verdad.

Y allí estaba en ese momento, en medio del hielo ayudándose de un andador.

Hacía exactamente treinta y siete años que desaparecí sin dar una explicación. Yo tenía sesenta y seis, de modo que ella tendría sesenta y nueve y no tardaría en cumplir los setenta. Deseaba entrar en casa y cerrar la puerta tras de mí. Cuando volviera a salir a la escalera de la entrada, ella habría desaparecido. No existía. Fuera lo que fuera lo que quisiera de mí, Harriet seguiría siendo una alucinación. Simplemente, yo no había visto lo que vi. Harriet jamás había estado allí en la banquisa.

Pasaron unos minutos.

El corazón me latía desbocado. La corteza de tocino que colgaba del árbol, al otro lado de la ventana, seguía allí sin que nadie le prestase atención. Las aves aún no habían regresado después de la nevada.

Cuando volví a mirar por los prismáticos, vi que estaba tendida en el hielo, boca arriba y con los brazos extendidos. Dejé los prismáticos y me apresuré a bajar hasta el borde de la banquisa. Me caí varias veces, hundido en la gruesa capa de nieve. Cuando llegué a la banquisa, comprobé en primer lugar su corazón y, después, me incliné sobre ella y noté que respiraba.

No tendría fuerzas para llevarla en brazos hasta la casa. Fui a buscar la carretilla que tenía detrás del cobertizo. Antes de haber logrado levantarla ya estaba empapado en sudor. No pesaba tanto cuando nos conocimos. ¿O habría perdido yo tanta fuerza? Harriet se encogió en la carretilla, una figura grotesca que aún no había abierto los ojos.

En la orilla de la playa, la carretilla se atascó. Durante un instante consideré la posibilidad de arrastrarla tirando de ella con una cuerda. Pero la deseché, era un procedimiento demasiado indigno. Fui al cobertizo a buscar una pala y limpié de nieve el sendero. El sudor corría sin cesar empapando mi camisa. No dejaba de vigilar a Harriet, que seguía inconsciente. Le tomé el pulso. Acelerado. Me puse a quitar nieve como si me fuese la vida en ello.

Finalmente conseguí llevarla a la casa. El gato estaba en el banco que había bajo la ventana y observaba el espectáculo. Puse unos tablones sobre los peldaños, abrí la puerta y tomé impulso con la carretilla. Al tercer intento logré meter la carretilla con Harriet en el vestíbulo de mi casa. El perro estaba tumbado bajo la mesa de la cocina, siguiendo mis movimientos con la mirada. Lo eché a la calle, cerré la puerta y tumbé a Harriet en el sofá de la cocina. Estaba tan sudoroso y jadeante que tuve que sentarme a descansar un instante antes de empezar a examinarla.

Le tomé la tensión arterial. Baja, pero no preocupante. Le quité los zapatos y palpé sus pies. Fríos, pero no helados. En otras palabras, no había empezado a congelarse. A juzgar por sus labios, tampoco estaba deshidratada.

El pulso fue bajando hasta las sesenta y seis pulsaciones por minuto.

Estaba a punto de ponerle un almohadón bajo la cabeza, cuando abrió los ojos.

– Te huele mal la boca -declaró entonces-. Tienes mal aliento.

Después de tantos años, aquéllas fueron sus primeras palabras. Yo la había encontrado en el hielo, me había esforzado como un loco por hacerla llegar a mi casa y lo primero que me dijo fue que me olía el aliento. En ese instante sentí la tentación de echarla fuera otra vez. Yo no le había pedido que viniera, no sabía lo que quería y el remordimiento se apoderaba de mí. ¿Habría venido para que le rindiera cuentas?

No lo sabía. Pero, por otro lado, ¿qué otra razón podía tener?

Comprendí que tenía miedo. Era como una trampa que se hubiese cerrado sobre mí.

4

Harriet miró despacio la habitación.

– ¿Dónde estoy?

– En mi cocina. Te vi en la banquisa. Te habías caído. Y te he traído aquí. ¿Cómo te encuentras?

– Bien. Pero cansada.

– ¿Quieres un poco de agua?

Harriet asintió. Fui a buscar un vaso. Ella negó con un gesto cuando quise ayudarle a levantarse y se puso de pie. Observé su rostro y pensé que, en realidad, no había cambiado especialmente. Se había hecho mayor, pero la veía igual.

– Debí de desmayarme.

– ¿Te duele algo? ¿Sueles desvanecerte?

– A veces.

– ¿Qué dice tu médico?

– Mi médico no dice nada porque yo no le he preguntado.

– Tienes la tensión normal.

– Jamás he tenido problemas de tensión.

Harriet observó una urraca que picoteaba la corteza del tocino al otro lado de la ventana. Después me dirigió una mirada totalmente limpia.

– Mentiría si te dijera que siento molestarte.

– No me molestas.

– Por supuesto que sí. Me he presentado aquí sin avisarte. Pero no me importa lo más mínimo.

Se acomodó mejor en el sofá. De repente, comprendí que sufría dolores.

– ¿Cómo has llegado hasta aquí? -le pregunté.

– ¿Por qué no me preguntas cómo te he encontrado? Sabía de esta isla, que tú pasabas aquí los veranos y que se encontraba en la costa este. No creas que fue sencillo dar contigo. Pero, al final, lo conseguí. Llamé a Correos porque caí en la cuenta de que ellos debían saber si aquí vivía alguien llamado Fredrik Welin. Y me dijeron que, además, había un cartero que te traía el correo.

Paulatinamente, un recuerdo emergió a mi memoria. Había soñado con un terremoto. Un violento tronar me rodeó, pero de repente volvió a reinar el silencio. El estruendo no me despertó; en cambio, abrí los ojos cuando volvió el silencio. Tal vez llevase despierto varios minutos, atento a la oscuridad. El gato roncaba a mis pies.

En ese momento comprendí que el ruido del sueño procedía del hidrocóptero de Jansson. Él había traído a Harriet hasta aquí y la había dejado en el hielo.

– Quería venir por la mañana temprano. Fue como viajar en una máquina del infierno. El hombre fue muy amable. Aunque demasiado caro -explicó Harriet.

– ¿Cuánto te pidió?

– Trescientas coronas por mí y doscientas por el andador.

– ¡Qué desfachatez!

– ¿Hay alguien más por aquí que tenga un hidrocóptero?

– Haré que te devuelva la mitad.

Harriet señaló el vaso.

Le serví más agua. La urraca había dejado la corteza. Me levanté y le dije que iba a buscar el andador. Mis botas habían dejado grandes charcos en el suelo. El perro apareció desde la parte posterior de la casa y me siguió hasta la playa.

Intenté pensar con claridad.

Después de más de treinta años, Harriet había vuelto del pasado. De modo que la protección que yo me había procurado aquí, en el archipiélago, había resultado engañosa. Fui víctima de un caballo de Troya con la forma del hidrocóptero de Jansson. Él había quebrantado mi adarve y, además, había cobrado por ello.

Salí a la banquisa.

Soplaba un leve viento del nordeste. Una bandada de pájaros surcó el cielo volando a ras del horizonte. Islotes e islas yacían blancos sobre el mar. Hacía uno de esos días de extraña calma que sólo pueden vivirse cuando el mar se ha convertido en hielo. El sol brillaba bajo en el cielo. El andador se había quedado congelado pegado al suelo. Lo solté con cuidado y empecé a empujarlo hacia tierra. El perro venía trotando tras de mí. En breve tendría que deshacerme de él. Y también del gato. Los dos eran viejos y sufrían los achaques de sus cuerpos torturados.


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