Cuando llegamos a la playa, entré en el cobertizo para buscar una manta que extendí sobre el banco de mi abuelo. No podía volver a la casa sin saber antes qué iba a hacer. Sólo podía existir una razón que hubiese movido a Harriet a venir: quería pedirme cuentas. Después de todos estos años, quería saber por qué la había abandonado. Y ¿qué iba a contestar? Pasó la vida, y pasó lo que tuvo que pasar. Además, habida cuenta de cómo me fue a mí, Harriet debería estar agradecida de que desapareciese de su vida.

Empecé a sentir frío sentado en el banco. Estaba a punto de levantarme cuando oí un ruido a lo lejos. Las voces y los ruidos de motores podían atravesar largas distancias por el agua y el hielo. Comprendí que debía de ser Jansson con su hidrocóptero. Hoy no habría correo. Pero tal vez estuviese fuera ejerciendo su actividad de taxi ilegal. Subí a la casa. El gato me esperaba fuera sentado en la escalera. Pero no lo dejé entrar.

Antes de ir a la cocina eché una ojeada a mi rostro en el espejo del vestíbulo. Un rostro ojeroso y sin afeitar. El cabello despeinado, los labios apretados y los ojos hundidos. No era una visión hermosa, desde luego. A diferencia de Harriet, que apenas había cambiado, yo sí que había sufrido la transformación propia de los años transcurridos. Creo que fui guapo cuando era joven. Al menos gustaba a muchas chicas en aquellos años. Hasta que ocurrió lo que terminó con mi vida profesional, yo me preocupaba por mi aspecto y mi vestimenta. Pero cuando me trasladé a vivir aquí, a esta isla, empezó mi decadencia. Hubo un periodo durante el cual eliminé los tres espejos que había en la casa. No quería verme. Y podían pasar seis meses sin que fuese a tierra firme para cortarme el pelo.

Me pasé los dedos por el cabello y entré en la cocina.

El sofá estaba vacío. Harriet se había ido. La puerta de la sala de estar se veía entreabierta, pero allí no había nadie. Tan sólo el gran hormiguero. Después, oí el ruido de la cisterna del baño. Harriet volvió a la cocina y ocupó de nuevo el sofá.

Una vez más advertí, por cómo se movía, que sentía dolores, aunque no supe decir en qué parte de su cuerpo.

Estaba sentada de modo que la luz de la ventana iluminaba su rostro. Sentí como si pudiese verla tal y como era en las claras noches de primavera en que recorríamos Estocolmo, cuando yo planeaba marcharme sin decir adiós. Cuanto más se acercaba el día, tanto más le aseguraba que la amaba. Tenía miedo de que me descubriese, de que descubriese mi premeditada traición. Pero ella me creía.

Harriet miró por la ventana.

– Hay una urraca en el trozo de carne que cuelga del árbol.

– Es una corteza de tocino, no un trozo de carne. Los pájaros se marcharon cuando empezó a soplar el viento frío que trajo la tormenta de nieve. Suelen esconderse cuando sopla fuerte. No sé adónde van.

Ella se volvió hacia mí.

– Tu aspecto es espantoso. ¿Estás enfermo?

– Tengo el aspecto que suelo tener. Si hubieras venido mañana después de las doce, me habrías encontrado recién afeitado.

– La verdad, no te reconozco.

– Pues tú no has cambiado.

– ¿Por qué tienes un hormiguero en la sala de estar? -preguntó resuelta.

– Si no hubieras abierto la puerta, no lo habrías visto.

– No era mi intención curiosear en tu casa. Estaba buscando el baño.

Harriet me observaba con sus claros ojos.

– Tengo una pregunta que hacerte -dijo al fin-. Claro que debería haber avisado de que venía. Pero no quería arriesgarme a que desaparecieras de nuevo.

– No tengo adónde ir.

– Todo el mundo tiene adónde ir. Pero yo quería asegurarme de que estabas aquí. Quiero hablar contigo.

– Sí, lo comprendo.

– Tú no comprendes nada. En fin, tengo que quedarme aquí unos días y me cuesta subir y bajar las escaleras. ¿Puedo dormir en el sofá?

Al ver que Harriet no pensaba reprocharme nada por el momento, pensé que podría consentir cualquier cosa. Claro que podía dormir en el sofá, si ése era su deseo. De lo contrario, podía ofrecerle una cama plegable de cámping que podía colocar en la sala de estar. A menos que tuviese algo en contra de dormir junto a un hormiguero. Pero a Harriet no le importaba. Fui a buscar la cama y la coloqué tan lejos como pude del hormiguero. En el centro de la habitación había una mesa con un tapete blanco. El hormiguero estaba justo al lado. La parte superior alcanzaba casi el borde de la mesa. La parte del tapete que colgaba por debajo había desaparecido en el interior del hormiguero.

Hice la cama y le puse un almohadón más, pues recordaba que Harriet quería tener la cabeza alta cuando dormía.

Aunque no sólo cuando dormía.

También cuando hacía el amor. No tardé en aprender que siempre quería tener varios almohadones bajo la nuca. ¿Le pregunté alguna vez por qué era tan importante para ella? No lo recordaba.

Puse el edredón y miré por la puerta entreabierta. Harriet me observaba. Encendí los dos radiadores, los toqué con la mano para comprobar que empezaban a calentarse y fui a la cocina. Harriet parecía haber empezado a recuperar las fuerzas. Pero tenía ojeras. Algo le dolía. La expresión de alerta ante un dolor que podía volver a atacar en cualquier momento no abandonaba su rostro.

– Me tumbaré a descansar un rato -dijo al tiempo que se levantaba del sofá.

Le abrí la puerta. Antes de que se hubiese acostado, ya la había vuelto a cerrar. Sentí un repentino deseo de echar la llave y arrojarla lejos. Hasta que, un día, Harriet se hubiese convertido en parte de mi hormiguero.

Me puse el chaquetón y salí a la calle.

Hacía un día despejado. El viento soplaba cada vez menos racheado. Presté atención por si oía el hidrocóptero de Jansson. ¿Sería el sonido de una motosierra en la distancia lo que oía? Podría tratarse de alguno de los propietarios que sólo venían en verano y que había decidido aprovechar los días anteriores a la festividad de Reyes para hacer limpieza en el jardín.

Bajé al muelle y entré en el cobertizo. Allí tenía un bote de remos colgado de unas cuerdas con poleas. Hace ya mucho tiempo que en las islas dejó de usarse la brea para los barcos y las artes de pesca. Aunque yo tengo algunas latas que abro de vez en cuando, sólo por el olor. No hay nada que me proporcione un sosiego tan intenso.

Intenté rememorar cómo fue nuestra despedida, que en realidad no fue tal, aquella noche de primavera de hacía treinta y siete años. Habíamos cruzado el puente de Strömbron, seguimos por el de Skeppsbrokajen y continuamos hasta Slussen. ¿De qué íbamos hablando? Harriet me contó cómo había pasado el día en la zapatería. Le encantaba hablar de sus clientes. Hasta de un par de botas y un tarro de betún negro podía hacer toda una aventura. Volvía a recordar sucesos y conversaciones. Fue como si en mi interior se hubiese abierto un archivo que llevaba cerrado mucho tiempo.

Me quedé un rato sentado en el banco antes de regresar a la casa. Me puse de puntillas ante la sala de estar para poder mirar por la rendija de la puerta entreabierta. Harriet dormía acurrucada como una niña. Se me hizo un nudo en la garganta. Siempre había dormido así. Subí a la cima de la montaña, por detrás de la casa, para contemplar la blanca bahía. Era como si no hubiese comprendido hasta ahora lo que hice en aquella ocasión, hacía muchos años. Jamás me atreví a preguntarme a mí mismo cómo habría vivido Harriet lo sucedido. ¿Cuándo comprendió que yo no volvería? Sólo con un gran esfuerzo podía imaginar el dolor que debió de sentir cuando supo que la había abandonado.

Cuando llegué a la casa, Harriet ya se había despertado y me esperaba sentada en el sofá de la cocina. Tenía a mi viejo gato en su regazo.

– ¿Has podido dormir? -le pregunté-. ¿Te han dejado las hormigas?

– El hormiguero huele bien.

– Si te molesta el gato, podemos echarlo.

– ¿Te parece que estoy molesta?

Le pregunté si tenía hambre y empecé a preparar la comida. Guardaba en el congelador una liebre que había cazado Jansson. Pero tardaría en descongelarse y llevaría mucho tiempo prepararla. Desde el sofá, Harriet seguía mis movimientos con la mirada. Freí unas chuletas y puse a cocer unas patatas. Apenas nos dirigimos la palabra y me puse tan nervioso que me quemé la mano con la sartén. ¿Por qué no hablaba? ¿Para qué había venido?

Comimos en silencio. Quité la mesa y puse café a calentar. Mis abuelos maternos siempre hacían café de marmita. En aquellos tiempos no había cafeteras. Yo también hago café de marmita y cuento hasta diecisiete desde que empieza a hervir. Entonces lo retiro, pues así es exactamente como me gusta. Saqué las tazas, le puse comida al gato en su cuenco y me senté en mi silla. Ya había oscurecido. Yo seguía a la espera, todo el tiempo a la espera, de que Harriet me explicase el motivo de su visita. Le pregunté si quería más café. Pero ella apartó la taza. El perro empezó a arañar la puerta. Lo dejé entrar, le di de comer y lo encerré en el vestíbulo, donde había dejado el andador.

– ¿Se te había ocurrido que volveríamos a vernos?

– No lo sé.

– Te pregunto qué creías que pasaría.

– No sé qué creía.

– Eres tan esquivo como aquel día.

Harriet adoptó una actitud retraída. Recordé que siempre lo hacía, cuando se sentía herida. Sentí deseos de extender el brazo y tocarla. ¿Tendría ella ganas de tocarme a mí? Era como si un silencio de cerca de cuarenta años deambulase entre los dos. Una hormiga avanzaba despacio sobre el hule. ¿Vendría del hormiguero de la sala de estar o se habría perdido de camino al hormiguero que yo sospechaba que había en las vigas de la fachada sur?

Me levanté y le dije que iba a soltar al perro. Su rostro quedaba en la sombra. Había un cielo estrellado, todo estaba en calma. A veces, cuando veo un cielo así, me gustaría saber componer música. Bajé al muelle, no sabía cuántas veces había bajado ya aquel día. El perro echó a correr por el hielo a la luz de la lámpara del cobertizo y se detuvo en el lugar en que se había desmayado Harriet. La situación era irreal. En una vida que yo empezaba a contemplar como acabada se había abierto, súbitamente, una puerta; y la hermosa mujer a la que un día amé y traicioné había regresado. Entonces, cuando éramos jóvenes, ella solía llevar a un lado la bicicleta cuando iba a buscarla a la salida del trabajo en la zapatería de la calle de Hamngatan. Ahora lo que llevaba era un andador. Me sentí desorientado. El perro volvió y ambos nos encaminamos a la casa.


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