Me dirigí a la parte posterior y miré por la ventana de la cocina.

Harriet se hallaba sentada a la mesa. Me llevó unos minutos comprender que estaba llorando. Esperé hasta que hubo terminado y, cuando la vi enjugarse las lágrimas, entré. Al perro lo dejé en el vestíbulo.

– Necesito dormir -aseguró Harriet-. Estoy cansada. Mañana te contaré por qué he venido.

No esperó mi respuesta, sino que se puso de pie, me dio las buenas noches y me miró un instante, escrutándome. Después cerró la puerta. Yo fui a la habitación donde tengo el televisor, pero no lo encendí. El encuentro con Harriet me había dejado exhausto. Ni que decir tiene que temía las acusaciones que sabía me esperaban. Y ¿qué podía decirle, en realidad? Nada.

Me quedé dormido en la silla.

Ya era medianoche cuando desperté con un tirón en el cuello. Fui a la cocina y apliqué el oído a la puerta de la habitación donde dormía Harriet. Silencio. No se veía luz por la rendija de la puerta. Limpié la cocina, saqué del congelador una barra de pan y un bizcocho, dejé entrar al gato y al perro y fui a acostarme. Pero no podía conciliar el sueño. Me lo impedían los golpes de la puerta de acceso a todo cuanto yo creía ya pasado para siempre. Era como si Harriet y el tiempo que viví con ella me hubiesen alcanzado como un potente vendaval.

Me puse el albornoz y bajé de nuevo a la cocina. Los animales dormían. Fuera estábamos a siete grados bajo cero. En el sofá de la cocina estaba el bolso de Harriet. Lo puse en la mesa y lo abrí. Tenía un peine y un cepillo, el monedero, unos guantes, un llavero, un móvil y dos frascos de medicinas. No conocía el nombre de los preparados. Así que intenté leer los componentes con el fin de comprender para qué las usaba. Eran analgésicos y antidepresivos. Recetados por un tal doctor Arvidsson de Estocolmo. Empecé a sentir cierto desasosiego. Seguí registrando su bolso. En el fondo había una agenda desgastada, muy usada y llena de números de teléfono. Al abrirla por la letra uve doble, vi con asombro que el número de teléfono que tuve en Estocolmo a mediados de los sesenta seguía allí.

Ni siquiera estaba tachado.

¿Había tenido la misma agenda durante tantos años? Estaba a punto de volver a guardarla en el bolso, cuando vi que había un papel entre las páginas. Lo abrí y leí lo que ponía.

Después, me fui al vestíbulo. El perro estaba sentado a mi lado.

Seguía sin saber por qué había venido Harriet a mi isla.

Pero lo que había encontrado en el bolso era un documento en el que se le comunicaba que estaba gravemente enferma y que le quedaba poco tiempo de vida.

5

El viento soplaba, luego cesaba, y así durante toda la noche.

Dormí mal y me quedé tumbado escuchando los silbidos. Puesto que azotaba más la ventana de la fachada norte que la de aquella que da al este, pude determinar la dirección. Viento racheado del noroeste. Lo anotaría en mi diario al día siguiente. Pero me preguntaba si sería capaz de escribir que Harriet había venido a visitarme.

Ella dormía en la cama plegable, bajo el suelo de mi habitación. Repasé mentalmente, una y otra vez, el documento que había encontrado en su bolso. Tenía cáncer de estómago, que se había extendido a otras partes del cuerpo mediante metástasis. Las sesiones de quimioterapia no habían surtido más que un efecto transitorio y se excluía la posibilidad de intervenir. El 12 de febrero debía presentarse en el hospital para hablar con su médico.

Yo aún era médico, lo suficiente como para poder interpretar el documento. Harriet iba a morir. Los remedios que se habían adoptado no la sanarían, apenas si prolongarían su vida. El dolor, en cambio, podía mitigarse. Estaba a punto de entrar en la fase terminal y paliativa, en términos médicos.

Ningún remedio, pero sufrimiento innecesario, tampoco.

Mientras pensaba tumbado en la oscuridad, una idea me daba vueltas en la cabeza: era Harriet quien iba a morir, no yo. Pese a que fui yo quien cometió el gran pecado al abandonarla, era ella la que resultaba castigada. Yo no creo en Dios. Salvo por un periodo muy breve durante mis primeros años de estudios de medicina, jamás me he visto afectado por remordimientos religiosos. Nunca he mantenido conversación alguna con los representantes de lo extraterrenal. Ninguna voz interior me ha exhortado a arrodillarme. En ese momento, ahí tumbado, me sentía aliviado de no ser yo el enfermo. No dormí mucho esa noche. Me levanté a orinar dos veces y ambas fui a escuchar junto a la puerta de Harriet. Tanto ella como el hormiguero parecían dormir.

A las seis de la mañana me levanté por fin.

Fui a la cocina y vi con asombro que ella ya había desayunado. Al menos había tomado café. Se había calentado los restos de la tarde anterior. El perro y el gato estaban fuera. Harriet debía de haberlos dejado salir. Abrí la puerta. Una fina capa de nieve recién caída se había extendido sobre la antigua capa durante la noche. Había huellas de las patas del perro y del gato. Pero también las de una persona.

Harriet había salido.

Intenté ver algo en la oscuridad. El alba tardaría aún en llegar. ¿Se oía algo? El viento seguía soplando de forma intermitente. Las tres huellas conducían en la misma dirección, hacia la parte posterior de la casa. No tuve que caminar mucho. Entre los manzanos hay un viejo banco de madera en el que solía sentarse mi abuela. Allí tejía con sus ojos miopes, o descansaba con las manos en el regazo escuchando el continuo murmullo del mar. Pero no era la fantasmal figura de la abuela la que ahora ocupaba el banco, sino la de Harriet. Había encendido una vela que tenía en el suelo y se había sentado de modo que la roca contigua la resguardase del viento. El perro estaba tumbado a sus pies. Tenía el mismo aspecto que el día anterior, cuando la descubrí en medio del hielo. El gorro hasta las orejas y la bufanda alrededor. Fui a sentarme a su lado. Nos encontrábamos a varios grados bajo cero pero, como el viento nocturno había remitido, el frío no resultaba tan insoportable.

– Esto es muy hermoso -afirmó ella.

– Está oscuro. No creo que veas nada. Ni siquiera se oye el mar, puesto que está congelado.

– He soñado que el hormiguero crecía alrededor de la cama.

– Si quieres, puedo poner la cama en la cocina.

El perro se levantó y se marchó. Avanzaba con movimientos cautos, pues un perro que carece del sentido del oído debe de sentirse angustiado. Le pregunté a Harriet si había notado que el perro estaba sordo. Pero me dijo que no. El gato se acercó lentamente. Nos observó y volvió a desaparecer en la oscuridad. Tuve el mismo pensamiento de siempre, que nadie conoce los caminos de un gato. Y yo, ¿conocía yo los míos? Y Harriet, ¿conocía ella los suyos?

– Como es natural, te preguntarás por qué he venido hasta aquí -dijo Harriet.

La llama de la vela danzaba en la noche, sin llegar a apagarse.

– No esperaba que vinieras.

– ¿Te habías imaginado alguna vez que volverías a verme? ¿Lo has deseado alguna vez?

No contesté. Una persona que ha abandonado a otra sin explicarle la razón no tiene, en el fondo, nada que decir. Hay desengaños que no pueden ni perdonarse ni apenas explicarse. Y lo que yo le había hecho a Harriet era precisamente eso. De modo que no contesté. Me quedé sentado mirando la llama de la vela y esperando.

– No he venido para acusarte, sino para pedirte que cumplas tu promesa.

Enseguida supe a qué se refería.

La laguna del bosque.

Donde fui a nadar de niño; el verano en que cumplí los diez años y mi padre y yo hicimos aquel viaje al corazón de Norrland, donde él había nacido. Le prometí aquella laguna cuando regresara de América. Entonces emprenderíamos un viaje hasta allí y nadaríamos juntos en las oscuras aguas bajo el claro cielo nocturno. Yo me lo imaginaba como una hermosa ceremonia. Las negras aguas, el remoto lamento del colimbo, la laguna que, según decían, no tenía fondo. Iríamos allí a nadar y, después, nada podría separarnos.

– ¿O acaso has olvidado tu promesa?

– Recuerdo perfectamente lo que dije.

– Pues quiero que me lleves allí.

– Es invierno. La laguna está helada.

Pensé en el agujero que yo cavaba cada mañana. ¿Sería capaz de cavar toda una laguna de Norrland, donde el hielo era como el granito?

– Quiero ver la laguna. Aunque esté cubierta de nieve y hielo. Para saber que es verdad.

– Pero lo es. La laguna existe.

– Nunca me dijiste cómo se llama.

– Es demasiado pequeña para tener nombre. Este país está lleno de pequeños lagos sin nombre. Apenas si hay una calleja o carretera comarcal que no tenga nombre, pero en el corazón de los bosques proliferan los lagos y las lagunas innominadas por todas partes.

– Quiero que cumplas tu promesa.

Harriet se levantó del banco con esfuerzo. La vela se volcó y se apagó crepitando. Todo quedó a oscuras a nuestro alrededor. La luz de la ventana de la cocina no llegaba hasta allí. Pese a todo, pude ver que se había llevado el andador. Cuando le tendí la mano para ayudarle, desechó mi ofrecimiento con un gesto.

– No quiero que me ayudes. Quiero que cumplas tu promesa.

Cuando Harriet, con su andador verde, entró en el haz de luz que esclarecía la nieve, fue como si la viese en una calle lunar. Cuando nos conocimos, hacía ya casi cuarenta años, decidimos considerarnos, en un juego bastante infantil, como adoradores de la luna. ¿Se acordaría Harriet de ello? La miré de perfil mientras avanzaba a duras penas con el andador sobre las piedras que se ocultaban bajo la nieve. Me costaba imaginarme que estuviese moribunda. Un ser humano que se aproximaba al límite donde tomaría el relevo otro mundo, otra oscuridad. Dejó el andador junto a la escalera y se agarró bien de la barandilla para subir los tres peldaños. Justo cuando abrió la puerta, el gato se escurrió hacia dentro por entre sus piernas. Harriet entró en su habitación. Y yo me quedé escuchando desde el otro lado, con el oído pegado a la puerta cerrada. Se oyó el leve tintineo de una botella. Supuse que tomaba muchos medicamentos contra el dolor que suelen llevar aparejados los tumores incurables. El gato maulló y se frotó contra mis piernas. Le di de comer y me senté a la mesa de la cocina.

Fuera seguía oscuro.

Intenté ver la temperatura que indicaba el termómetro, pero el cristal que cubría la banda de mercurio se había empañado. Se abrió la puerta, y apareció Harriet. Se había cepillado el cabello y se había cambiado el jersey. El que ahora llevaba era de color azul lavanda. Enseguida me hizo pensar en mi madre y en sus lágrimas mezcladas con el aroma de esa flor. Pero Harriet no lloraba. De hecho, sonreía mientras se sentaba en el sofá de la cocina.


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