Y efectivamente, así era; el marido estaba allí sentado con aire turbio y vacío, con cara triste y desesperada –aunque, sin embargo, había acudido al entierro de su suegro– y fumaba unos cigarrillos apestosos, de desecho. Para él, aquello no era nada nuevo. Lo sabía: la mujer chillaría una y otra vez, y acabaría por cansarse... Pero intervino muy inoportunamente el hermano, Sabitzhán. Y ahí empezó todo. Sabitzhán empezó a avergonzar a su hermana: dónde se había visto una cosa así, qué maneras eran aquéllas, para qué había ido, ¿para enterrar a su padre o para oprobiarse a sí misma? ¿Era así como debía llorar a su honorable padre una hija kazaja? ¿No se habían convertido en leyenda ya los grandes llantos de las mujeres kazajas, y en canciones para los descendientes en cientos de años? Los muertos no resucitaban con tales llantos, pero los vivos que había alrededor se fundían en lágrimas. Y se otorgaba al difunto una alabanza y todos sus méritos ascendían a los cielos. Así lloraban las mujeres de antes. ¿Y ella qué? Soltaba allí sus quejas de huérfana, ¡lo mal que lo pasaba en este mundo!
Aizada no parecía esperar más que esto. Y empezó a chillar con nueva fuerza y furia.
–¡Qué inteligente y sabio nos has salido! Primero debes empezar por dar lecciones a tu mujer. ¡Métele primero estas hermosas palabras en la cabeza! Por algo no habrá venido ni nos habrá mostrado este llanto majestuoso. Y no habría sido ningún pecado que hubiera acudido a rendir tributo a nuestro padre, ya que tanto ella, esa bestia, como tú, que vives canallescamente bajo sus tacones, saqueasteis y robasteis al anciano hasta dejarle en cueros. Mi marido será tan alcohólico como quieras, pero está aquí, y ¿dónde está la sabihonda de tu mujer?
Entonces Sabitzhán empezó a chillarle al marido de Aizada para que obligara a ésta a callarse, pero él montó en súbita cólera y se arrojó sobre Sabitzhán para estrangularle...
A duras penas los vecinos de Boranly consiguieron calmar a los parientes en discordia. Fue desagradable y vergonzoso para todos. Yediguéi se disgustó muchísimo. Sabía lo poco que valían, pero no esperaba que las cosas tomaran aquel cariz. Y, muy enfadado, los previno con extrema severidad:
–Si no os respetáis unos a otros, no manchéis por lo menos la memoria de vuestro padre, de otro modo no voy a permitir que ninguno de vosotros se quede Aquí, no tendré en cuenta ninguna circunstancia, ya os arreglaréis...
Pues sí, esta desagradable historia ocurrió la víspera del entierro. Yediguéi se mostraba muy sombrío. De nuevo se le juntaron tensamente las cejas bajo su abatida frente, y otra vez le atormentaron unas preguntas: ¿de dónde habían salido aquellos hijos y por qué se habían convertido en lo que eran? ¿Soñaban acaso en eso Kazangap y él, cuando bajo el calor o la helada los llevaban al internado de Kumbel para que se instruyeran, se abrieran paso en la vida, no tuvieran que helarse en cualquier apartadero de Sary-Ozeki, para que luego no maldijeran su destino diciendo que sus padres no se habían preocupado? Y todo había salido al revés... ¿Por qué? ¿Qué había impedido que se convirtieran en personas por las que el alma no sintiera repugnancia?
Y de nuevo le sacó de apuros Dlínny Edilbái poniendo de manifiesto una sensibilidad humana que alivió la situación de Yediguéi aquella noche. Comprendió lo que estaba pasando su amigo. Los hijos de un difunto son siempre los principales personajes en un entierro, así está establecido. Y no se los puede meter en otra parte, ni alejar a otro sitio, por desvergonzados y miserables que sean. Para suavizar de alguna manera el escándalo entre hermano y hermana, que había ensombrecido a todos, Edilbái invitó a todos los hombres a su casa.
–Vamos –dijo–, contaremos las estrellas en el patio, tomaremos té, nos sentaremos allí...
En casa de Dlínny Edilbái, Yediguéi pareció caer en otro mundo. También antes pasaba por allí como vecino y siempre salía satisfecho, su alma se llenaba de gozo por la familia de Edilbái. Ese día deseaba quedarse mucho más rato, la necesidad que sentía era tan grande como si en aquella casa hubiera de reponer alguna fuerza perdida.
Dlínny Edilbái era ferroviario como los demás, no cobraba más que nadie, vivía como todos en una casita prefabricada con dos habitaciones y cocina, pero allí reinaba una vida muy diferente, limpia, cómoda, luminosa. Era el mismo té de los demás, pero en los cuencos de Edilbái a Yediguéi le pareció transparente miel de abeja. La esposa de Edilbái, bonita y buena como ama de casa, y los niños, unos niños corrientes... «Aguantarán en Sary-Ozeki cuanto puedan –supuso Yediguéi en su interior– y luego se trasladarán a otro lugar mejor. Será una lástima que se vayan de aquí...»
Después de sacarse las botas en el porche, Yediguéi se sentó en la habitación interior doblando bajo el cuerpo los pies en calcetines y advirtiendo por primera vez en todo el día que estaba cansado y hambriento. Apoyó la espalda en la pared de tablas y guardó silencio. A su alrededor, en los extremos de una mesita baja y redonda se instalaron los demás invitados, que hablaban en voz baja sobre unas y otras cosas...
Después se entabló una rara conversación. Yediguéi había olvidado ya el cohete cósmico que despegara la noche anterior.
Pero la gente enterada dijo ciertas cosas que le sumieron en meditaciones. No era que hiciera un descubrimiento. Sencillamente, se admiró de sus razonamientos y de su ignorancia en este campo. Al mismo tiempo, se hizo un cierto reproche interior: para él, todos aquellos vuelos cósmicos que interesaban tanto a todo el mundo eran algo muy lejano, casi mágico, al margen de sus ocupaciones. Por ello, también su actitud hacia todo aquello estaba entre el respeto y la inquietud, como ante la aparición de una fuerte voluntad impersonal de la cual, en el mejor de los casos, sólo tenía derecho a tomar nota. Y sin embargo, el espectáculo de la nave que partía para el cosmos le había impresionado y cautivado. Sobre este tema se entabló la conversación en casa de Dlínny Edilbái.
Al principio se sentaron a beber shubat,yogur de leche de camella. Era un yogur magnífico, fresco, espumoso, ligeramente alcohólico. Los ferroviarios forasteros, los de la sección de reparaciones, solían beberlo en cantidad y lo llamaban la cerveza de Sary-Ozeki. Y para los platos calientes, se encontró en aquella casa incluso vodka. Cuando ocurría algo así, Burani Yediguéi no solía rechazar la bebida y la tomaba con los amigos, pero aquella vez no lo hizo así, movido por una razón que dio a entender a los demás, es decir, que no convenía distraerse, pues la mañana siguiente traería un día duro y un camino largo. Le preocupaba que otros, especialmente Sabitzhán, hubieran abusado, tomando el vodka con el yogur. El shubaty el vodka combinan muy bien, como un par de buenos caballos que tiran magníficamente de unos mismos arreos, y elevan el ánimo de las personas. En aquellos momentos eso no tenía objeto. Pero ¿cómo ordenar a las personas mayores que no beban? Ellas mismas deberían conocer la medida. Le tranquilizaba, por lo menos, que el marido de Aizada se abstuviera de momento del vodka, pues a un alcohólico le basta con una pequeña cantidad para emborracharse; el hombre sólo bebió shubat.Por lo visto comprendía, pese a todo, que sería ya demasiado si se presentaba borracho como una cuba en el entierro de su suegro. Sin embargo, sólo Dios sabía lo que podía durar aquella abstinencia.