Así, pues, estaban sentados conversando sobre diversos temas cuando Edilbái, que obsequiaba a sus invitados con el shubat–sus manos larguísimas se abrían y cerraban como la pala de una excavadora–, recordó algo en el momento en que tendía la taza de turno a Yediguéi desde el otro extremo de la mesa y dijo:
–Yediguéi, ayer noche, cuando te sustituí en la guardia, apenas te alejaste, sucedió algo en el cielo, y sentí una sacudida. ¡Miré y vi que salía un cohete del cosmódromo hacia el cielo! ¡Un cohete enorme! ¡Como la lanza de un carro! ¿Lo viste?
- ¡No faltaría más! ¡Y con la boca abierta! ¡Eso sí es fuerza! ¡Todo envuelto en fuego llameante y para arriba, arriba, sin límites y sin fin! Daba miedo. Nunca había visto nada semejante desde que vivo aquí.
–Sí, yo también lo vi por primera vez con mis propios ojos –admitió Edilbái.
- Bueno, si tú lo viste por primera vez, los que somos bajitos con mayor razón no habíamos podido verlo –decidió bromear Sabitzhán sobre su estatura.
Dlínny Edilbái se limitó a sonreír de pasada.
- Sí, así soy –eludió el tema–. Miré y no podía creerlo: ¡Una masa compacta de fuego zumbando en las alturas! «Bien», pensé, «alguien más que se va al cosmos. ¡Feliz viaje!» Y a conectar inmediatamente el transistor, que siempre lo llevo encima. «Ahora», pensé, «seguramente lo anunciarán por la radio». Normalmente, viene de inmediato una retransmisión desde el cosmódromo. Y el locutor está tan satisfecho que parece actuar en un mitin. ¡Qué escalofríos por la piel! Tenía muchas ganas, Yediguéi, de saber quién era aquel que yo personalmente había visto en vuelo. Pero me quedé sin saberlo.
–¿Por qué? –se adelantó Sabitzhán levantando significativamente las cejas con aire de importancia. Empezaba a estar borracho. Nadaba en sudor, estaba rojo.
- No lo sé. No comunicaron nada. Y tuve el transistor continuamente sintonizado, pero no dijeron ni palabra...
¡No puede ser! Aquí hay gato encerrado –sospechó provocativamente Sabitzhán tomando rápidamente otro trago de vodka con shubat–.Cada vuelo al cosmos es un acontecimiento mundial... ¿Comprendes? ¡Es nuestro prestigio en la ciencia y en la política!
- No sé por qué sería. También escuché las últimas noticias, y asimismo la revista de la prensa...
- ¡Hum! –movió la cabeza Sabitzhán–. ¡De estar ahora en mi puesto, en mi trabajo, naturalmente lo sabría! Me sabe mal, diablo. ¿No será que algo anda mal?
- Quién puede saber lo que anda bien y lo que anda mal, pero a mí me duele –confesó sinceramente Dlínny Edilbái–. Era algo así como mi cosmonauta. Volaba ante mí. «Quizá», pensé, «haya despegado alguno de nuestros muchachos». Sería una alegría. Podríamos encontrarnos en alguna parte y sería muy agradable...
Sabitzhán le interrumpió apresuradamente, excitado por algo que adivinaba:
–¡Ah, ah, ya lo comprendo! Lanzaron una nave no tripulada. O sea, un experimento.
- ¿Cómo es eso? –Edilbái le miró de reojo.
- Bueno, una variante experimental. Comprendes, es una prueba. Un transporte no tripulado va a ensamblarse o a ponerse en órbita, y de momento no se sabe qué resultado va a dar ni qué va a salir de todo ello. Si se realiza con éxito, habrá un comunicado por radio y en los periódicos. Si no, pueden no informar. Un simple experimento científico.
- Pues yo pensé –se rascó Edilbái la frente con amargura–que había despegado una persona viviente.
Todos callaron algo desilusionados por la explicación de Sabitzhán, y posiblemente la conversación habría acabado aquí de no ser por el propio Yediguéi que, sin proponérselo, la desplazó a un nuevo círculo de ideas:
- O sea, majos, que según he comprendido, ha salido para el cosmos un cohete sin nadie dentro. ¿Y quién lo dirige?
–¿Cómo quién? –Sabitzhán juntó las manos con asombro y contempló con aire de triunfo al ignorante Yediguéi–. Allí, Yediguéi, todo se hace por radio. Por orden de la Tierra, desde el control central. Todas las cosas se dirigen por radio. ¿Comprendes? Incluso cuando hay un cosmonauta a bordo, dirigen de todos modos el vuelo del cohete por radio. Y el cosmonauta tiene que obtener permiso para hacer algo por sí mismo... Eso, querido koketai [3] ,no es cabalgar a Karanarpor Sary-Ozeki, es algo complicadísimo...
–Pero qué cosas pasan –dejó caer vagamente Yediguéi.
Burani Yediguéi no comprendía ni el principio mismo del control por radio. En su imaginación, la radio era una palabra, un sonido, que se trasladaba por el éter desde muy lejos. Pero ¿cómo se podía controlar por este medio a un objeto inanimado? Si dentro de la nave se encontrara un hombre, entonces sería otra cosa: éste cumpliría las indicaciones, hazlo así, hazlo asá. Yediguéi quería preguntar aún muchas cosas, pero decidió que no valía la pena. Su alma, no sabía por qué, se resistía a hacerlo. Se calló. Sabitzhán ofrecía sus conocimientos en un tono demasiado condescendiente. «Tú –venía a decir– no sabes nada, y aún me consideras a mí una nulidad, y el yerno, el alcohólico perdido, incluso quería estrangularme, pero yo entiendo mucho más que todos vosotros en estos asuntos.» «Bueno, Dios sea loado –pensó Yediguéi–, para eso te dimos instrucción toda la vida. Por algo tienes que saber más que nosotros, los que no estudiamos.» Y también pensó Burani Yediguéi: «¿Qué pasaría si un hombre así se encontrara en el poder? Seguramente daría la lata a todo el mundo, obligaría a sus subordinados a fingirse sabelotodos, y a los que no lo hicieran no los toleraría por nada del mundo. De momento no es más que el chico de los recados, pero qué deseo tiene de que le miren a la boca por lo menos aquí, en Sary-Ozeki...»
Con toda seguridad, Sabitzhán se había propuesto asombrar y aplastar definitivamente a los de Boranly, posiblemente para subrayar su propio valor ante los ojos de los demás después del vergonzoso escándalo con su hermana y su cuñado. Y decidió hablar y distraer a la gente. Empezó a contar increíbles maravillas y conquistas científicas, al tiempo que aplicaba una y otra vez los labios al vodka, medio trago tras medio trago, y todo ello acompañado de shubat.Esto le enardecía cada vez más, y llegó a contar cosas tan increíbles que los pobres habitantes de Boranly no sabían ya qué debían creer y qué no.
–Juzgad vosotros mismos –dijo lanzándoles una mirada encendida y embrujadora bajo el brillo de las gafas–, y ved que nosotros, si sabemos comprenderlo, somos los seres más felices en la historia de la Humanidad. Tú mismo, Yediguéi, que ahora eres el mayor de todos nosotros, sabes muy bien cómo se vivía antes y cómo ahora. Por eso lo decía. Antes, la gente creía en Dios. En la antigua Grecia, los dioses vivían, se decía, en el monte Olimpo. ¿Y qué eran esos dioses? Unos pazguatos. ¿Cuál era su poder? No se entendían entre ellos, ésa era su fama, y no podían cambiar el género de vida de los humanos ni lo pretendían. Esos dioses no existieron. Son un mito. Cuentos. Pero nuestros dioses viven muy cerca de nosotros, aquí, en el cosmódromo, en nuestra tierra de Sary-Ozeki, de lo que estamos orgullosos ante la faz de la tierra. Y ninguno de nosotros los ve ni los conoce, ni debe, ni estaría bien, alargarle la mano a cada Mirkinbai-Shikimbaipara decirle: «¡Bravo! ¿Qué tal estás?». ¡Pero son auténticos dioses! Por ejemplo, a ti, Yediguéi, te asombra que dirijan por radio los cohetes cósmicos. ¡Y eso no es nada, una etapa ya vencida! Los aparatos, las máquinas, funcionan ya siguiendo un programa. Y llegará el día que con la ayuda de la radio se controle a las Personas como a esos autómatas. ¿Lo comprendéis? A las personas, de la primera a la última, de la más pequeña a la más grande. Ya existen datos científicos. La ciencia también ha conseguido esto partiendo de elevados intereses.