Aquel médico, de rojo cabello, por lo que se ve, sabía lo que decía. Y así sucedió. La verdad, era muy fácil decir aquello de «un añito». Pero cuando salió del hospital, con su arrugada guerrera, la mochila a la espalda y una muleta por lo que pudiera ser, caminaba por la ciudad como por un denso bosque. Zumbidos en la cabeza, temblores en las piernas, oscuridad en los ojos. Y a quién importaba en las estaciones, en los trenes: había muchísima gente, los fuertes subían y a él le daban de lado. Y sin embargo lo consiguió, llegó a su destino. Al cabo de un mes, aproximadamente, el tren se detuvo de noche en la estación de Aralsk. «El alegre quinientos siete» se llamaba aquel «famoso» tren, y no quiera Dios que nunca tenga nadie que viajar en tales trenes...

Pero entonces incluso con ése se contentó. Bajó a oscuras del vagón como de una montaña, se detuvo desconcertado, no se veía a su alrededor absolutamente nada, sólo en algunos puntos brillaban las luces de la estación. Hacía viento. Y fue el viento quien le dio la bienvenida. ¡Era su viento, su viento querido, el viento del Aral! El mar le dio en la cara. En aquella época estaba allí mismo, chapoteaba junto a la vía férrea. Y ahora no se le divisaba ni con anteojos...

Se le cortó la respiración: llegaba de la estepa el olor apenas perceptible de ajenjo podrido, el perfume de la primavera que despertaba de nuevo en los amplios espacios de más allá del Aral. ¡Allí estaba de nuevo su querido terruño!

Yediguéi conocía muy bien la estación, la aldea adosada a la estación a orillas del mar con sus retorcidas callejuelas. El barro se le pegaba a las botas. Iba a casa de unos conocidos para pernoctar allí y salir por la mañana hacia el pueblecito de pescadores de Zhangueldi, su pueblo, situado a considerable distancia. Y ni se dio cuenta de que la callejuela le llevaba a un extremo del pueblo, a la misma orilla del mar. Entonces, Yediguéi no pudo contenerse y fue hacia el mar. Se detuvo junto a la chapoteante franja, sobre la arena. Oculto en la oscuridad, el mar se adivinaba por unos vagos destellos, por la cresta de las olas, que surgían como una ruidosa rúbrica para desaparecer inmediatamente. La luna era ya la que precede al amanecer: una solitaria mancha blanca tras una nube en las alturas.

Ya se habían encontrado, pues.

–Mis saludos, Aral –murmuró Yediguéi.

Luego se sentó en el borde de una piedra y encendió un cigarrillo aunque los médicos le habían aconsejado con insistencia que no fumara teniendo aquella contusión. Más tarde abandonó esa mala costumbre. Pero entonces estaba muy inquieto. Qué importaba el humo del tabaco, lo que no estaba claro era cómo iba a vivir. Para salir a la mar hay que tener fuertes los brazos y la cintura, y lo que es más importante, hay que tener fuerte la cabeza para no marearse en la barca. Antes de ir al frente era pescador, ¿y qué era ahora? No era un inválido, pero no servía para nada. Y sobre todo, su cabeza no servía para el arte de la pesca, eso estaba claro.

Yediguéi se disponía ya a levantarse cuando apareció en la orilla un perro blanco. Correteaba en un trotecillo por el borde del agua. A veces se detenía y husmeaba con aire ocupado la húmeda arena. Yediguéi lo llamó. El perro se acercó con desconfianza y se detuvo a su lado meneando la cola. Yediguéi le dio unas palmaditas en su velludo cuello.

–¿De dónde vienes, eh? ¿De dónde huyes? ¿Cómo te llamas?

- ¿Arstán? ¿Zholbars? ¿Boribasar? [4] .¡Ah, ah, ya entiendo! Buscas pescado por la orilla, ¿verdad? ¡Bravo, amigo, bravo! Claro que el mar no siempre arroja pescado muerto a tus pies. ¡Qué le vamos a hacer! Tendrás que correr mucho. Por eso estás tan flaco. Pues yo, amigo mío, vuelvo a casa. Desde Königsberg. Me faltó poco para llegar a esa ciudad; al final me dieron de tal manera con un proyectil, que a duras penas salvé la vida. Y ahora no dejo de pensar en qué voy a hacer. ¿Por qué me miras así? No tengo nada para ti. Sólo medallas y condecoraciones... Hay guerra, amigo, hambre por todas partes. Pero me das lástima, ea... Espera, aquí tengo unos caramelos de frutas que llevo para mi hijo; seguramente ya sabe andar...

Yediguéi no lo pensó dos veces, desató la flaca mochila en la que llevaba un puñado de caramelos envueltos en papel de periódico, pañuelo para su mujer, comprado en una estación del trayecto, y dos pedazos de jabón adquiridos igualmente a especuladores. Había también en la mochila dos juegos de ropa interior de soldado, una correa, el gorro, una guerrera de repuesto y unos pantalones. Éste era todo su equipaje.

El perro le tomó el caramelo de la mano, lo hizo crujir en la boca meneando la cola mirando atenta y devotamente, con unos ojos que brillaban esperanzados.

–Y ahora, adiós.

Yediguéi se levantó y echó a andar a lo largo de la orilla. Decidió no molestar a la gente de la estación, el amanecer estaba próximo, debía llegar a su pueblo sin más dilaciones.

Sólo a mediodía consiguió llegar a Zhangueldi, caminando siempre por la orilla del mar. Antes de la contusión habría recorrido aquella distancia en un par de horas. Y allí le sacudió una noticia terrible: su hijo hacía ya mucho tiempo que no estaba entre los vivos. Cuando movilizaron a Yediguéi, el pequeño tendría medio año. No era su destino vivir: murió a los once meses. Enfermó de sarampión y no pudo soportar la fiebre interna, ardió, se rompió. No quisieron escribir al padre, en el frente. ¿Adónde escribir? ¿Para qué hacerlo? El pan ya es bastante amargo en la guerra sin necesidad de eso. Si volvía con vida ya se enteraría, se apenaría y sufriría, razonaron a su manera los parientes y aconsejaron a Ukubala que no se lo comunicara. «Sois jóvenes –dijeron–, cuando termine la guerra tendréis más hijos, si Dios quiere. Que se haya roto una rama no es desgracia, lo importante es que el tronco del plátano haya quedado indemne.» Y también hubo otros razonamientos que no se dijeron en voz alta, pero que estuvieron en la mente de todos: si ocurría algo, pues la guerra es la guerra, si lo abatía una bala, que por lo menos en el último momento pudiera despedirse de este mundo con una esperanza, la de que en su casa quedaba un brote, que no se interrumpía su estirpe...

Pero Ukubala se culpaba sólo a sí misma. Se deshacía en llanto abrazando al marido recién llegado. Había esperado aquel día con una esperanza y un dolor inagotables, desfalleciendo en una atormentadora espera plena de sensación de culpabilidad. Contó, llena de lágrimas, que las ancianas la habían prevenido al instante: «El niño tiene el sarampión –habían dicho–, es una enfermedad pérfida, hay que envolver al niño lo mejor posible, con una manta acolchada con pelo de camello, mantenerlo en completa oscuridad y darle a beber siempre agua fría, y entonces será lo que Dios quiera, si soporta la fiebre, sobrevivirá». Y ella, desgraciada beibak [5] ,no escuchó a las ancianas de la aldea. Pidió la carreta a los vecinos y llevó el niño enfermo a la doctora de la estación. Y cuando llegó a Aralsk en la traqueteante carreta ya era demasiado tarde. El pequeño se consumió por el camino. La doctora la reprendió como no cabe imaginar. «Debiste escuchar a las ancianas», le dijo.

Éstas fueron las noticias que esperaban a Yediguéi en su casa y que conoció apenas atravesó el umbral. A partir de aquel momento quedó como petrificado, lleno de dolor. Nunca había supuesto que pudiera echar de menos con tanta fuerza a su pequeñajo, a su primogénito, al que en realidad no había casi ni acunado. Y por ello era aún más dolorosa la conciencia de su pérdida. No podía olvidar aquella sonrisa infantil, sin dientes, confiada, clara, cuyo recuerdo hizo sufrir por largo tiempo a su corazón.


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