Empezó con esto. El pueblo se le hizo odioso. En otro tiempo, allí, en las arcillosas pendientes de la ribera, había medio centenar de casas. Pescaban los peces del Aral. Había una cooperativa. Y así vivían. Y ahora no quedaba más que una aldea de chozas bajo el despeñadero. No había ningún hombre, a todos los había barrido completamente la guerra. A pequeños y mayores sin excepción. Muchos de ellos se habían dispersado por otras aldeas koljosianas, o de cría de ganado, para no morir de hambre. La cooperativa se había deshecho. No había nadie para salir al mar. Ukubala también habría podido marcharse a su casa natal, pertenecía a uno de los pueblos de la estepa. Vinieron a buscarla sus parientes y querían llevársela a casa. «En nuestra casa —dijeron— dejarás pasar los años malos, y cuando Yediguéi vuelva del frente volverás en seguida a tu pueblo pescador de Zhangueldi.» Pero Ukubala se negó en redondo. «Esperaré a mi marido. He perdido a mi hijito. Si vuelve, que por lo menos encuentre a su esposa esperándole. No estoy sola aquí, hay viejos y niños, los ayudaré y viviremos con el esfuerzo de todos.»
Actuó acertadamente. Pero Yediguéi empezó a decir desde los primeros días que no podía soportar la idea de continuar allí, junto al mar, sin hacer nada. En eso tenía razón. Los parientes de Ukubala, que fueron a visitar a Yediguéi, le propusieron que se trasladaran a su pueblo. «Vivirás en nuestra casa —dijeron—, junto a los rebaños de la estepa. Allí, tu salud irá mejorando, trabajarás en algo, podrás sacar el ganado a pastar...» Yediguéi les dio las gracias pero no aceptó. Comprendió que sería una carga para ellos. Hospedarse un par de días en casa de los parientes cercanos de la esposa no tiene importancia. Pero luego, si el huésped no trabaja duro, nadie le necesita.
Y entonces, él y Ukubala resolvieron arriesgarse. Decidieron irse al ferrocarril. Pensaron que sería posible encontrar algún trabajo adecuado para Yediguéi: guardia, vigilante, o bien levantar y bajar la barrera en algún paso a nivel. Allí, necesariamente, acogerían a un inválido de guerra.
Y con eso, partieron en primavera. Nada ataba entonces a la joven pareja. En los primeros tiempos, pernoctaron en diferentes estaciones. Pero no consiguieron encontrar ningún trabajo adecuado. Y con la vivienda se encontraron aún peor. Vivían donde podían, malcomían gracias a diferentes trabajos eventuales en el ferrocarril. Ukubala los sacó entonces de apuros, era fuerte y joven, y era la que trabajaba la mayoría de las veces. Yediguéi, con su aspecto aparentemente sano, se contrataba para diferentes cargas y descargas, pero era Ukubala la que hacía el trabajo.
De esta forma se encontraban un día, ya a mitad de la primavera, en la estación del gran nudo de comunicaciones de Kumbel. Descargaban carbón. Los vagones de carbón se acercaban por vías secundarias hasta los patios traseros del depósito. Allí, echaban el carbón al suelo para liberar cuanto antes los vagones, y luego lo trasladaban en carretillas cuesta arriba para echarlo en montones enormes como casas. Era la reserva para todo el año. Un trabajo duro, polvoriento y sucio. Pero había que vivir. Yediguéi echaba el carbón a la carretilla con una pala, y Ukubala se llevaba la carretilla para arriba, por el entarimado, la vaciaba y volvía para abajo de nuevo. Otra vez ponía Yediguéi el carbón en la carretilla, y otra vez Ukubala, como un caballo de tiro, arrastraba hacia arriba, con las fuerzas que le quedaban, aquella carga pesada, impropia de la fuerza de una mujer. Por si fuera poco, hacía cada vez más calor, el día era sofocante, y el calor y el polvo de carbón flotante alteraban y daban náuseas a Yediguéi. Él mismo se daba cuenta de cómo iba perdiendo las fuerzas. Sentía grandes deseos de echarse al suelo, directamente sobre los montones de carbón, para no levantarse más. Pero lo que más le abatía era que su mujer, ahogándose en la negra polvareda, tuviera que hacer en su lugar lo que él debería haber hecho. Le resultaba muy duro contemplarla. Una negra pátina de carbón la cubría de la cabeza a la planta de los pies, y sólo el blanco de los ojos, y los dientes, relucían. Y estaba cubierta de sudor; éste, debido al negro carbón, chorreaba en oscuros reguerones por su cuello, su pecho y su espalda. ¿Habría permitido semejante cosa de haber tenido las fuerzas de antes? Habría trasladado él mismo una decena de vagones de aquel maldito carbón con tal de no ver los tormentos de su mujer.
Cuando abandonaron el desierto pueblo pescador de Zhangueldi con la esperanza de que a Yediguéi, un soldado herido, le encontrarían un trabajo adecuado, no tuvieron en cuenta una cosa: soldados como él los había a montones en todas partes. Todos tenían que adaptarse de nuevo a la vida normal. Y menos mal que Yediguéi había conservado sus piernas y sus brazos. Eran muchos los inválidos –cojos, mancos, con muletas, con prótesis– que vagaban entonces por el ferrocarril. En las largas noches, cuando después de instalarse en el rincón de algún local de la estación, abarrotado y pestífero, esperaban que pasara el tiempo, Ukubala pedía perdón y dirigía su silencioso agradecimiento a Dios por tener el marido a su lado y porque la guerra no le hubiera estropeado de forma terrible e irreparable. Pues lo que veía en las estaciones le infundía horror y sufrimiento. Cojos, mancos, inválidos y mutilados, con sus desgastadas guerreras y otros diferentes harapos, con carritos bajo el trasero, con muletas, con lazarillos, sin domicilio, desconcertados, viajaban transhumantes por trenes y estaciones, forzando la entrada en comedores y bufets, sacudiendo el alma con sus aullidos de borracho y sus llantos... ¿Qué deparaba el porvenir a cada uno de ellos? ¿Cómo compensarlos de lo que nada podía compensar? Y por el mero hecho de que tamaña desgracia hubiera pasado de largo, y podía no haber pasado, sólo por el hecho de que el marido hubiera vuelto, contusionado, sí, pero no inválido, Ukubala estaba dispuesta a trabajar por todo el mundo en las labores más pesadas. Y por ello no protestaba, no cedía, y nada dejaba traslucir incluso cuando ya no tenía fuerzas para arrastrar los pies, cuando parecía que cualquier aguante había tocado a su fin.
Pero eso no aliviaba a Yediguéi. Era preciso emprender algo, instalarse de forma más firme en la vida. No irían vagando de un lugar para otro toda su vida. Y cada vez más a menudo acudían a su mente esos pensamientos: ¿Y si se dijera a sí mismo «Taubakell [6] »y se fuera a la ciudad a probar fortuna? Con tal de que le volviera la salud, con tal de que pudiera reponerse de aquella maldita contusión. Entonces aún podría luchar, defenderse... En la ciudad, naturalmente, las cosas habrían podido salir de muchas maneras, probablemente se habrían adaptado con el tiempo y se habrían convertido en ciudadanos, como muchos otros, pero el destino lo decidió de otra forma. Sí, en eso intervino el destino, o cualquier otro nombre que quiera dársele...
En aquellos días en que se contrataron en la estación de Kumbel para amontonar el carbón de los vagones en el patio trasero del depósito, apareció un kazajo montado en un camello; seguramente, venía de la estepa por sus asuntos. Así por lo menos lo parecía a primera vista. El recién llegado trabó el camello para que pastara en un solar de las cercanías mientras él, echando una mirada de preocupación a su alrededor, se alejaba con un saco vacío bajo el brazo.
–Eh, amigo –se dirigió a Yediguéi al pasar junto a él–. Tenga la bondad de vigilar que la chiquillería no haga travesuras con él. Tienen la mala costumbre de provocar y pegar al animal. Incluso pueden desatarlo para divertirse. Vuelvo en seguida, estaré poco tiempo fuera.