Pero Yediguéi, que entonces todavía no era Burani Yediguéi, sino simplemente un soldado sin situación en la vida, que había encontrado por casualidad a un kazajo del Aral trabajando de ferroviario en aquel lugar, y que había confiado en Kazangap, se dirigía con su mujer a buscar trabajo y cobijo en el ignoto apartadero de Boranly-Buránny sin suponer que se quedaría allí toda la vida.

Los majestuosos espacios sin límites de Sary-Ozeki, verdes por corto tiempo en primavera, aturdieron a Yediguéi. Alrededor del mar de Aral hay también muchas estepas y llanuras, que componen la altiplanicie de Ustiurtskoie, pero era la primera vez que tenía ocasión de ver una extensión desértica como aquélla. Como comprendió después, sólo puede quedarse a solas con el silencio de Sary-Ozeki aquel que sea capaz de contrastar la grandeza del desierto con su propia alma. Sí, Sary-Ozeki es grande, pero el pensamiento vivo del hombre puede abarcar incluso esto. Elizárov era un sabio, sabía explicar lo que germina oculto en vagas intuiciones.

Quién sabe cómo se habrían sentido Yediguéi y Ukubala a medida que se internaban en Sary-Ozeki de no ser por Kazangap, que los precedía con paso seguro llevando su camello de la brida. Yediguéi, por su parte, iba montado en medio de diversos paquetes. Naturalmente, debería haber montado Ukubala y no él. Pero Kazangap, y especialmente la misma Ukubala, se lo rogaron encarecidamente y casi le obligaron a encaramarse al camello: «Nosotros estamos sanos y tú, de momento, tienes que ahorrar fuerzas, no discutas, no nos hagas perder tiempo, tenemos un largo camino por delante...». El camello era joven, algo débil aún para las grandes cargas, por eso dos de ellos caminaban a su lado y otro iba montado. Con Karanarhabrían podido montar tranquilamente los tres, habrían podido ir muchísimo más de prisa, y en tres horas y media o cuatro habrían llegado a su destino. Pero entonces no llegaron a Boranly-Buránny hasta muy entrada la noche.

Sin embargo, con las conversaciones y la contemplación de aquellos lugares desconocidos para ellos, el camino transcurrió sin que se dieran cuenta. Kazangap les contó la vida y trabajos de aquel lugar y cómo había ido a parar allí, a las tierras de Sary-Ozeki, al ferrocarril. No tenía tantos años como eso, según resultaba, había cumplido treinta y seis aquel año, poco antes de terminar la guerra. Era originario de los kazajos del Aral. Su pueblo de Beshagach estaba a unas treinta verstas de Zhangueldi siguiendo la costa. Y aunque hacía mucho tiempo ya que Kazangap había partido de allí, no había vuelto ni una sola vez a su Beshagach. Tenía sus motivos. A su padre lo deportaron, según parece, cuando liquidaron a los kulaks [7]como clase, y no tardó en morir por el camino al volver del destierro, cuando se puso en claro que no era ningún kulak,que había sido víctima de unos excesos sin motivo, o hablando más exactamente, que erróneamente se había tratado con tal dureza a muchos pequeños propietarios como él. Dieron marcha atrás, pero ya era tarde. La familia –hermanos y hermanas– se había ya dispersado cada uno por su lado, cuanto más lejos de la vista mejor. A partir de entonces, habían desaparecido sin dejar rastro. A Kazangap, un muchacho joven en aquella época, los más celosos activistas le forzaban continuamente a tomar la palabra en las reuniones, para que condenara a su padre, para que manifestara en público que era ardiente partidario de la línea política, que su padre había sido condenado con justicia como elemento hostil, que él repudiaba a semejante padre, y que las personas como éste, los enemigos de clase, no tenían lugar en la tierra y debían ser irremisiblemente aniquilados en todas partes.

Kazangap tuvo que partir para lejanas tierras para huir de esa vergüenza. Estuvo trabajando durante seis años enteros en Betpak-Dal, en la Estepa del Hambre, cerca de Samarcanda. Aquella tierra, abandonada durante siglos, empezaba a ser conquistada bajo la forma de plantaciones de algodón. Se necesitaba gente a toda costa. Vivían en barracas, excavaban zanjas. Fue cavador, tractorista, jefe de brigada y recibió un diploma de honor por su trabajo de vanguardia. Allí también se casó. En aquella época iba gente de todas partes a ganarse la vida. De Jivá llegó la karakalpaca [8]Bukéi, con la familia de su hermano, a trabajar en Betpak-Dal. Y sucedió que estaban destinados a encontrarse. Se casaron en Betpak-Dal y decidieron volver a la tierra de Kazangap, al mar de Aral, con su gente, a su tierra. Pero no lo tuvieron todo en cuenta. Viajaron largo tiempo, con transbordos, en los «máxim [9] »,y en uno de estos transbordos, en Kumbel, Kazangap encontró por casualidad a dos de sus paisanos del Aral y comprendió, por la conversación, que no debía volver a Beshagach. Resultaba que allí mandaban los mismos que habían cometido los excesos. Siendo así, Kazangap abandonó el propósito de volver a su pueblo. No porque temiera algo, pues poseía un diploma del propio Uzbekistán. No quería ver a aquella gente triunfante, burlándose malignamente de él. De momento se habían librado de una buena; pero cómo, después de todo aquello, saludarlos tranquilamente y aparentar que nada había sucedido.

A Kazangap no le gustaba recordar esas cosas pero no comprendía que, excepto él, los demás ya hacía tiempo que lo habían olvidado. En los larguísimos años que siguieron a su llegada a Sary-Ozeki, sólo dos veces dio a entender que para él nada estaba olvidado. Una vez, su hijo le dio un gran disgusto; la otra fue Yediguéi, quien bromeó con poca fortuna.

En una de las visitas de Sabitzhán, estaban todos tomando el té, charlando y escuchando las novedades de la ciudad. Sabitzhán contaba entre otras cosas, riéndose, que los kazajos y los kirguises que huyeron a Sintszián en los años de la colectivización regresaban de nuevo. Allí, en China, los oprimían en las comunas: estaba prohibido que la gente comiera en casa, sólo podían comer del caldero común tres veces al día, pequeños y mayores haciendo cola con sus escudillas. Los chinos les hicieron tales cosas que huían como escaldados abandonando todos sus bienes. Pedían de rodillas que los dejaran regresar.

–¿Qué tiene eso de bueno? –preguntó sombrío Kazangap, y sus labios temblaron de ira. Eso le sucedía muy raramente, y también poquísimas veces, por no decir que nunca, hablaba con ese tono a su hijo, al que adoraba, enseñaba, y no negaba nada, creyendo que llegaría a ser un gran personaje–. ¿Por qué te ríes de eso? –añadió sordamente, poniéndose cada vez más tenso por la sangre que afluía a su cabeza–. Es una desgracia humana.

- ¿Y cómo quieres que lo cuente? ¡Eso sí que es raro! –replicó Sabitzhán–. Lo digo tal como es.

El padre no respondió y apartó de sí el cuenco del té. Su silencio se hizo insoportable.

- Y en general, ¿a quién culparíamos? –preguntó Sabitzhán encogiéndose sorprendido de hombros–. No comprendo. Lo repito: ¿a quién culparíamos? ¿Al tiempo? Es imperceptible. ¿Al régimen? No tenemos derecho.

Sabes, Sabitzhán, a mi entender, mis asuntos son los que están a mi altura; en otros, no me meto. Pero recuerda, hijo, creo que con tu inteligencia ya llegas a ello, pues recuérdalo. No se puede culpar sólo a Dios porque nos envía la muerte, o sea que llegue el límite de la vida; para eso nacimos. ¡De todo lo demás de la vida debe de haber un responsable!

Kazangap se levantó de su sitio y, sin mirar a nadie, enfadado y en silencio, se fue de casa, a alguna parte...


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