–Váyase, váyase, ya vigilaré –prometió Yediguéi mientras manejaba la pala y se enjugaba con un trapo negro, pesado por el sudor absorbido.
El sudor manaba incesantemente de su rostro. Yediguéi debía rodear la montaña de carbón, cargando la carretilla, de modo que podía vigilar al mismo tiempo que los mocosos de la estación no molestaran al camello. En otras ocasiones ya había sido testigo de sus hazañas: habían irritado hasta tal punto al animal que éste se había puesto a bramar furiosamente, a escupir y a perseguirlos. Y esto aún los divertía más, y como cazadores primitivos rodeaban con gritos salvajes a la bestia, le golpeaban con piedras y bastones. Y no cobró poco el pobre camello hasta que llegó su amo...
Y aquel día, como adrede, se presentó de donde menos se esperaba una ruidosa pandilla de pilluelos que iba corriendo a jugar a fútbol. Y empezaron a lanzar pelotazos con todas sus fuerzas sobre el camello trabado. El animal se apartaba, y ellos le daban con la pelota en los flancos, a ver quién lo hacía con más fuerza, con más habilidad. El que le acertaba estaba tan entusiasmado como si hubiera metido un gol...
–¡Eh, vosotros, fuera de aquí, no lo molestéis! –blandió Yediguéi la pala hacia ellos–. ¡Si no, ya veréis!
Los niños retrocedieron, calculando que debía ser el amo, o quizá el aspecto del cargador de carbón era demasiado terrorífico, y quién sabe si no estaría borracho, y entonces lo iban a pasar mal, por lo que de pronto echaron a correr dándole al balón. No se les ocurrió que podían molestar impunemente al camello cuanto les viniera en gana, pues Yediguéi sólo los había amenazado con la pala para guardar las apariencias; en realidad, en la situación en que se encontraba, nunca se hubiera dispuesto a perseguirlos. Cada paletada de carbón arrojada a la carretilla le costaba ímprobos esfuerzos. Nunca había pensado lo malo, lo humillante, que es ser débil, enfermo, de poca valía. La cabeza le daba vueltas continuamente. También el sudor le molestaba. Manaba y agotaba a Yediguéi, a quien el polvo de carbón hacía respirar pesadamente, mientras en el pecho le oprimía una dura y negra humedad. Ukubala se esforzaba por cargar sobre sí una gran parte del trabajo, para que él descansara un poco, se sentara por allí mientras ella cargaba la carretilla y la arrastraba hasta la parte superior de la montaña de car bón. Sin embargo, Yediguéi no podía ver con tranquilidad cómo ella se agotaba, y por eso se levantaba de nuevo, tambaleándose, y volvía a poner manos a la obra...
El hombre que le pidió que vigilara al camello regresó pronto con una carga sobre la espalda. Colocado el saco y a punto ya de ponerse en camino, se acercó a Yediguéi para cambiar unas palabras. Sin saber por qué, entablaron inmediatamente una conversación. Era Kazangap, del apartadero de Boranly-Buránny...
Resultaron ser paisanos. Kazangap le contó que él también procedía de las aldeas ribereñas del Aral. Esto hizo nacer rápidamente su amistad.
En aquel momento, a ninguno de los dos se le ocurrió que aquel encuentro determinaría toda la vida posterior de Yediguéi y de Ukubala. Simplemente, Kazangap les convenció para que fueran con él al apartadero de Boranly-Buránny, a vivir y a trabajar allí. Hay un tipo de personas que predispone en su favor desde el primer momento de conocerlas. Kazangap no tenía nada especial, al contrario, su misma sencillez delataba al hombre cuya sensatez ha sido alcanzada a través de una dura lección. Por su aspecto, era un kazajo de los más corrientes, y sus ropas, muy usadas y quemadas por el sol, habían tomado ya unas formas cómodas para él. Los pantalones de piel de cabra curtida tampoco los llevaba porque sí: eran cómodos para cabalgar sobre el camello. Pero también conocía el valor de las cosas: una gorra de uniforme ferroviario relativamente nueva, guardada para los viajes, adornaba su gran cabeza; sus botas de becerro, que había llevado muchos años, estaban cuidadosamente remendadas y cosidas por muchos sitios. Era un hombre enraizado en la estepa, un duro trabajador, y eso podía observarse por su moreno rostro curtido por el ardiente sol y por el continuo viento, y también por sus duras y nudosas manos. Encorvado prematuramente por el trabajo, sus poderosos hombros colgaban para abajo y el cuello parecía largo, extendido como el de los patos, aunque era un hombre de estatura mediana. Sus ojos eran sorprendentes, castaños, comprensivos, atentos, sonrientes, rayados por las desparramadas arrugas cuando los fruncía.
Kazangap frisaría entonces los cuarenta años. Y es muy posible que así lo pareciera porque tanto sus bigotes, brevemente recortados en forma de cepillo, como la pequeña barbita parda, le daban los rasgos propios de la madurez. Pero la confianza que infundía se debía ante todo a lo sensato de su discurso. Ukubala sintió inmediatamente respeto por aquel hombre. Todo cuanto dijo estaba en su lugar. Y dijo cosas muy sensatas. «Puesto que os aflige esta desgracia, puesto que la contusión está todavía en el cuerpo, a qué estropearse más la salud. En seguida he visto, Yediguéi, lo duro que te resulta este trabajo. Todavía no estás lo bastante fuerte para estas faenas. Apenas puedes arrastrar los pies. Ahora deberías estar donde más fácil te fuera, al aire libre y beber leche pura a voluntad. En nuestro apartadero, por ejemplo, tenemos extrema necesidad de personal para los trabajos de la vía. El nuevo jefe del apartadero, cada día me dice lo mismo: "Tú, que eres de los veteranos de aquí, a ver si me traes gente conveniente". ¿Y de dónde la saco yo a esa gente? Todos están en la guerra. Y el que ha salido licenciado también encuentra trabajo suficiente en otros lugares. Naturalmente, la vida en nuestro lugar no es un paraíso. Vivimos en un sitio duro: alrededor está Sary-Ozeki, el desierto, la falta de agua. El agua la traen con una cisterna para toda la semana. Y a veces hay interrupciones en el servicio del agua. Suele también suceder. En este caso, hay que ir a los lejanos pozos de la estepa y traerla en pellejos, uno sale por la mañana y no vuelve hasta la tarde. De todos modos —prosiguió Kazangap—, es mejor estar en casa en Sary-Ozeki que errar de esta manera por diferentes lugares. Tendréis un techo sobre vuestras cabezas, tendréis trabajo fijo, os mostraremos y enseñaremos lo que hay que hacer, y podréis tener vuestro propio corral. Eso, si os ponéis manos a la obra. Entre los dos, vais a ganaros la vida. Allí volverá la salud, el tiempo os aconsejará, si os aburrís, os vais a otro lugar mejor...»
Eso fue lo que les dijo. Yediguéi se lo pensó muy bien y aceptó. Y aquel mismo día se marcharon con Kazangap a Sary-Ozeki, al apartadero de Boranly-Buránny, pues los preparativos de Yediguéi y Ukubala eran muy breves incluso en aquella época. Reunieron sus pocas pertenencias, y en marcha. No les costaba nada entonces, y decidieron probar también esa suerte. Y según luego se vio, fue su destino.
Yediguéi recordó toda la vida el camino por Sary-Ozeki desde Kumbel hasta Boranly-Buránny. Primero avanzaron a lo largo de la vía férrea, luego, gradualmente, se fueron desviando por unos senderos hacia uno de los laterales. Según les explicó Kazangap, cortaban de través unas diez verstas, pues la línea del ferrocarril describía allí un gran arco para evitar el fondo de una gran llanura arcillosa, de un salado y desecado lago que existió en otro tiempo. La sal y la pantanosa humedad salen de las entrañas de la llanura aún hoy día. Cada primavera, la llanura salada despierta: encharcándose, deshaciéndose, convirtiéndose en impracticable, pero en verano se cubre de una capa de sal, se endurece como una piedra hasta la siguiente primavera. Eso de que en otro tiempo existiera allí un vasto lago salado lo decía Kazangap repitiendo las palabras de un geólogo de Sary-Ozeki, Elizárov, con el que posteriormente tuvo Yediguéi una gran amistad. Era un hombre muy inteligente.