Durante un rato caminaron en silencio, ocupado cada cual con sus propios pensamientos. Para Yediguéi resultaba raro escuchar aquellos discursos. Le admiraba ver que, por lo visto, también se podía comprender de esta manera la esencia de la vida en la tierra. Sin embargo, decidió aclarar lo que le impresionaba:
–Todos piensan, y lo dicen por la radio, que nuestros hijos van a vivir mejor y más fácilmente, y a ti te parece que la vida va a ser más difícil para ellos de lo que lo es para nosotros. ¿Quizá por la amenaza de la bomba atómica?
–Claro que no, no sólo por eso. Puede que no haya guerra, y si la hay no será pronto. No se trata de eso. Lo que pasa es que se acelera la rueda del tiempo. Tendrán que resolverlo todo por sí mismos con su inteligencia, y responder por nosotros a posteriori. Y pensar siempre es duro. Por eso lo tendrán más difícil que nosotros.
Yediguéi no quiso precisar por qué consideraba Abutalip que pensar fuera duro. E hizo mal, después lo lamentó mucho al recordar esta conversación. Debió haberle interrogado, debió averiguar cuál era el sentido...
–Y te diré por qué lo digo –prosiguió Abutalip como si respondiera a las dudas de Yediguéi–. Para los niños, los mayores parecen siempre inteligentes, llenos de autoridad. Cuando crecen, ven que los maestros, es decir, nosotros, no sabían tanto como eso, no eran tan inteligentes como parecían. Incluso pueden burlarse de ellos, pues a veces sus envejecidos preceptores llegan a parecerles ridículos. La rueda del tiempo gira cada vez más de prisa. Y sin embargo, somos nosotros quienes debemos decir la última palabra sobre nosotros mismos. Nuestros antepasados intentaron hacerlo a través de las leyendas. Querían demostrar a sus descendientes lo grandes que ellos fueron. Y ahora los juzgamos por su espíritu. Ya ves, yo estoy haciendo lo que puedo por mis hijos pequeños. Mis años de guerra son mis leyendas. Escribo para ellos mis cuadernos de guerrillero. Todo lo que ocurrió, lo que vi y lo que sufrí. Les será útil cuando sean mayores. Pero además, tengo otras intenciones. Tendrán que crecer en Sary-Ozeki. Y también en este punto, cuando crezcan, no deben pensar que han vivido en un lugar vacío. He anotado nuestras viejas canciones, porque después, en verdad, no las encontrarían. Las canciones, a mi juicio, son mensajeras del pasado. Por lo visto tu Ukubaia sabe muchas de ellas y me ha prometido recordar otras más.
–¡Y cómo no! ¡Es hija del Aral! –se entusiasmó en seguida Yediguéi–. Los kazajos del Aral viven junto al mar. Y allí se canta muy bien. El mar lo comprende todo. Todo cuanto dices te sale del alma y está de acuerdo con el mar.
–Exacto, has dicho una gran verdad. Hace poco releí lo que llevo escrito, y Zaripa y yo por poco nos echamos a llorar. ¡Con qué hermosura cantaban antiguamente! Cada canción es toda una historia. Parece que ves a aquellos hombres. Y quisieras estar con ellos, alma con alma. Y sufrir y amar como ellos. Ya ves qué memoria han dejado de sí. También estoy intentando convencer a la Bukéi de Kazangap: «Recuerda», le digo, «tus canciones de Karakalpak, las anotaré en un cuaderno aparte. Y tendremos nuestro cuaderno de Karakalpak...».
Y así iban caminando sin prisas a lo largo de la línea del ferrocarril. Era una hora muy especial. Con alivio, como tras un prolongado suspiro, se pasmaba apaciguado el final del día en aquella época preotoñal. Puede que no hayan bosques, ni ríos, ni campos en Sary-Ozeki, pero el sol moribundo crea la impresión de una estepa llena de gracias bajo el imperceptible movimiento de la luz y de las sombras por la abierta faz de la tierra. El azul fluido y turbio del espíritu cautivador de los grandes espacios eleva el pensamiento, provoca el deseo de vivir largo tiempo y de pensar mucho...
–Oye, Yediguéi –habló de nuevo Abutalip recordando lo que acababa de exponer mentalmente, a la espera de volver sobre ello cuando fuera la ocasión–. Hay algo que hace tiempo quería preguntarte. El pájaro Donenbái. ¿Te parece que existe en la naturaleza un pájaro que se llame así, Donenbái? ¿Has tenido ocasión de encontrar a ese pájaro?
–Pero si se trata de una leyenda...
–Lo comprendo. Sin embargo, suele suceder que una leyenda se base en cosas antiguas que aún existen hoy en la vida. Por ejemplo, hay el pájaro Ivolga, que en nuestra tierra de Semirechie se pasa el día cantando en los jardines de la montaña y preguntando: «¿Quién es mi novio?». Hay simplemente un juego de palabras, una consonancia. Y hay una fábula que explica por qué canta de esta manera. Y yo pienso: ¿no habrá también una consonancia en esa historia? Quizá exista en la estepa un pájaro que cante algo parecido al nombre de Donenbái y por eso figure en la leyenda.
–No, no lo sé. Aunque no lo creo –dudó Yediguéi–. Por otra parte, con lo mucho que viajo por estos lugares de arriba abajo, no he encontrado a semejante pájaro. Debe de ser porque no existe.
–Es posible –concedió meditabundo Abutalip.
–¿Y así, pues, si no existe ese pájaro significará que todo eso es falso? –se inquietó Yediguéi.
–No, ¿por qué? El caso es que existe el cementerio de AnaBeit y que pasó algo allí. Y además, pienso, no sé por qué, que ese pájaro debe de existir. Y alguien lo encontrará en alguna parte. Así se lo escribiré a los niños.
–Bueno, si es para los niños –dijo Yediguéi titubeante–, entonces nada...
Según recordaba Burani Yediguéi, sólo dos personas habían anotado en un papel la leyenda de Sary-Ozeki sobre NaimanAna. Abutalip la anotó para sus hijos, para cuando crecieran, y eso fue a finales del cincuenta y dos. El manuscrito se perdió. ¡Cuánta amargura .hubo que soportar después! ¡Para manuscritos estaban! Algunos años más tarde, en el cincuenta y siete, la anotó Afanasi Ivánovich Elizárov. Ahora, Elizárov ya no existe. Y el manuscrito, váyase a saber, seguramente debió de quedarse con sus papeles en Alma-Atá... Tanto uno como otro la anotaron de igual manera, de los labios de Kazangap. Yediguéi estaba presente, pero más en calidad de apuntador-recordador y de comentarista sui generis.
«¡Qué años aquéllos! ¡Cuánto hace ya que ocurrió eso, Dios mío!», pensaba Burani Yediguéi balanceándose entre las gibas de Karanar, cubierto con la manta. Llevaba al propio Kazangap al cementerio de Ana-Beit. El círculo parecía cerrarse. El narrador de la leyenda debía ocupar su última morada en aquel cementerio cuya historia guardaba y comunicaba a los demás.
«Ya sólo quedamos Ana-Beit y yo. Y a mí pronto me corresponderá también venir aquí. Ocupar mi puesto. Todo lleva este camino», pensaba tristemente Yediguéi en su andadura, siempre encabezando sobre su camello aquel extraño cortejo fúnebre, el tractor que le seguía por la estepa con su remolque, y la excavadora Bielorús que cerraba la marcha. El perro pardo Zholbars, que se había unido voluntariamente al entierro, se permitía marchar ora a la cabeza ora a la cola de la comitiva, ora también a uno de los lados o bien se ausentaba por poco tiempo... Mantenía la cola firme, como quien es el amo, y miraba diligente por los lados...
El sol ya se levantaba hasta el cenit, llegaba el mediodía. Ya no quedaba tanto hasta el cementerio de Ana-Beit...