Sí, así era en el cincuenta y dos, y así fue hasta los años sesenta, cuando se instaló en el apartadero una bomba de profundidad electroeólica. Sin embargo, por aquel entonces ni soñaban tal cosa. Y a pesar de ello, Abutalip nunca vituperó ni maldijo el apartadero de Boranly-Buránny, ni tampoco aquella tierra de Sary-Ozeki. Aceptaba lo malo como malo y lo bueno como bueno. A fin de cuentas, aquella tierra no era culpable de nada ante nadie. Es el hombre quien debe decidir si quiere vivir allí o no...

Y también en esa tierra la gente procuraba instalarse lo más cómodamente posible. Cuando los Kuttybáyev llegaron al definitivo convencimiento de que su lugar estaba allí, en BoranlyBuránny, y que no tenían ya otro sitio adonde ir, y que era necesario instalarse mejor, empezó a faltarles tiempo para los asuntos domésticos. Como es natural, había que trabajar cada día, o cada turno, pero en el tiempo libre las preocupaciones eran múltiples. Abutalip puso a contribución sus esfuerzos y sudores cuando emprendió la tarea de preparar la vivienda para el invierno: trasladar la estufa, ajustar la puerta, preparar y adaptar los marcos de las ventanas. No poseía una especial habilidad para estos trabajos, pero Yediguéi le ayudó con herramientas y materiales, no le dejó solo. Y cuando empezaron a excavar un sótano junto al pequeño cobertizo, tampoco Kazangap permaneció al margen. Entre los tres construyeron un pequeño sótano, lo cubrieron con viejas traviesas y paja, y echaron arcilla encima, de manera que la cubierta fuera lo más sólida posible, para que ningún animal se cayera impensadamente al sótano. Hicieran lo que hiciesen, los hijos de Abutalip rondaban y pasaban mil veces junto a ellos. Y aunque a veces estorbaban, así era más alegre y agradable. Yediguéi y Kazangap empezaron a pensar cómo podrían ayudar a Abutalip para que tuviera su propia hacienda, y ya habían tomado alguna resolución. Decidieron que en primavera le asignarían una camella lechera. Lo principal era que Abutalip aprendiera a ordeñarla. Téngase en cuenta que no se trataba de una vaca. A las camelias hay que ordeñarlas de pie. Hay que ir tras ellas por la estepa, y sobre todo, salvaguardar al pequeñín, dejarle coger el pezón a tiempo y quitárselo en su momento. Dan no pocos trabajos. También hay que conocer la materia...

Pero lo que más satisfacción causaba a Burani Yediguéi era que Abutalip no sólo se aplicaba en las tareas domésticas, no sólo se ocupaba continuamente de los niños de ambas familias –él y Zaripa les daban clase con los libros y les enseñaban dibujo–, sino que además, haciendo un esfuerzo, superando el obstáculo de ser Boranly un lugar tan apartado, estudiaba él mismo. En realidad, Abutalip Kuttybáyev era un hombre culto. Leer libros, efectuar sus anotaciones, era lo que le correspondía. Secretamente, Yediguéi se enorgullecía de tener semejante amigo. Por eso se había sentido atraído hacia él. Tampoco era casual la amistad que había surgido con Elizárov, el geólogo de Sary-Ozeki, que visitaba con frecuencia aquellos lugares. Yediguéi respetaba a los científicos, a la gente que sabía mucho. Abutalip también era muy culto. Pero, simplemente, procuraba pensar menos en voz alta. Sin embargo, un día tuvieron una conversación seria.

Volvían una tarde de su trabajo en las vías. Aquel día habían estado colocando unos paneles de protección contra la nieve en el kilómetro siete, donde siempre se acumulaban los montones de nieve. Aunque el otoño apenas empezaba a cobrar fuerza, había que prepararse a tiempo para el invierno. Así, pues, regresaban a casa. Caía una tarde hermosa y clara que predisponía a la conversación. En tardes como ésa, los alrededores de SaryOzeki, como el fondo del mar de Aral desde una barca en tiempo de calma, sólo se adivinaban fantasmagóricamente entre la neblina del crepúsculo.

–Oye, Abu, por las tardes, cuando paso junto a tu casa, siempre veo tu cabeza inclinada sobre el alféizar de la ventana. ¿Escribes algo o reparas alguna cosa junto a la lámpara? –preguntó Yediguéi.

–Es de lo más simple –respondió de buen grado Abutalip, trasladándose la pala de un hombro al otro–. No dispongo de mesa escritorio. Y así que mis pilluelos se meten en la cama, Zaripa se pone a leer y yo anoto algunas cosas que aún tengo en la memoria: la guerra y, sobre todo, mis años en Yugoslavia. Pasa el tiempo, el pasado se va alejando cada vez más –hizo una pausa–. Siempre estoy pensando qué podría hacer por mis hijos. Darles de comer, de beber, educarlos, esto ya se supone. Cuanto pueda, tanto como pueda. Yo he pasado y experimentado tantas cosas como quizá no las haya vivido otro en cien años, y todavía estoy vivo y respiro. Seguramente el destino no me ofrece esta posibilidad porque sí. Quizá es para que yo lo cuente, y en primer lugar a mis hijos. Tengo que rendirles cuentas de mi vida, dado que les he puesto en este mundo, así lo entiendo yo. Naturalmente, hay una verdad general para todo el mundo, pero hay también la interpretación de cada uno. Y ésta desaparece con nosotros. Cuando un hombre ha atravesado los círculos de la vida y de la muerte en una confrontación mundial de fuerzas, y pudieron matarle por lo menos un centenar de veces, pero ha sobrevivido, entonces hay muchas cosas que puede conocer: el bien, el mal, la verdad, la mentira...

–Espera, hay una cosa que no entiendo –le interrumpió asombrado Yediguéi–. Puede que tú digas grandes verdades, pero tus hijos son pequeños, unos mocosos aún, temen a la maquinilla del barbero, ¿qué van a comprender?

–Por eso lo escribo. Quiero conservarlo para ellos. Nadie puede saber por anticipado si voy a vivir o no. Hace un par de días, estaba tan ensimismado que, como un tonto, por poco caigo bajo un tren. Kazangap llegó a tiempo. Me sacó de un empujón. Pero me chilló después horriblemente: «Hoy tus hijos ya pueden ponerse de rodillas y darle gracias a Dios», dijo.

–Tenía razón. Ya te lo dije hace tiempo. Y se lo dije a Zaripa –se indignó a su vez Yediguéi, aprovechando la ocasión para manifestar una vez más sus temores–. ¿Por qué vas por los raíles como si la locomotora tuviera que apartarse y cederte el paso? Hay unas normas de seguridad. Eres un hombre instruido. ¿Cuántas veces te lo tendremos que decir? Ahora eres un ferroviario, pero andas como por el mercado. Vas a tener una desgracia, no bromees.

–Bueno, si tal cosa me sucede, la culpa será mía –aceptó sombríamente–. De todos modos, primero escúchame a mí, luego ya hablarás.

Yo te interrumpí porque venía a cuento. Continúa.

–En otros tiempos, la gente dejaba a los niños una herencia. Ésta era para bien o para mal, había de todo. Se han escrito muchos libros sobre este tema, muchos cuentos, y en el teatro se han representado muchas obras sobre aquellas épocas, sobre cómo se dividía una herencia y qué ocurría con los herederos. ¿Por qué? Pues porque la mayoría de las veces estas herencias tenían un mal origen, procedían de las penalidades y trabajos de otras personas, del engaño, y por eso llevaban consigo un pecado original, un mal, una injusticia. Y me consuelo pensando que nosotros, gracias a Dios, nos vemos libres de todo eso. Mi herencia no perjudicará a nadie. Es sólo mi espíritu, y mis anotaciones constituyen el compendio de todo cuanto comprendí y extraje de la guerra. No dispongo de mayor riqueza para mis hijos. Vine con esta idea a los desiertos de Sary-Ozeki. La vida me iba empujando continuamente para acá, para que me perdiera y desapareciera, pero yo anoto para ellos todo cuanto pienso y adivino, pues en ellos, en mis hijos, me perpetuaré algún día. Quizá ellos consigan lo que yo no logré... Pero tendrán una vida más difícil que nosotros. Así que, mejor que vayan adquiriendo inteligencia desde pequeños...


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