El primero en ver el abeto fue el mayor de los Kuttybáyev, Daúl. Empezó a chillar alegremente y se metió por la puerta de la barraca. De allí salieron sin sus abrigos Zaripa y Ermek.
–¡Un abeto! ¡Un abeto! ¡Mirad qué abeto! –se entusiasmó Daúl dando saltos impetuosos alrededor del árbol.
Zaripa no se alegró menos:
–¡Pese a todo, lo has conseguido! ¡Qué bien!
Ermek, según se ve, nunca había visto un abeto. Contemplaba, sin apartar la mirada, la carga de tío Yediguéi.
–¿Es un abeto eso, mamá? Es bonito, ¿verdad? ¿Vivirá en casa con nosotros?
–Zaripa –dijo Yediguéi–, por este palo, como dicen los rusos, podías haber recibido un marido congelado. Anda, que vaya a calentarse cuanto antes. Primero hay que sacarle las botas.
Éstas se habían congelado. Abutalip fruncía el ceño y apretaba los dientes cuando, todos a la vez, intentaron sacarle las botas. Los niños mostraban un tesón especial. Ahora por aquí, ahora por allá, agarraban con sus manecitas las pesadas botas de piel de vaca pétreamente pegadas a los pies por la helada.
–¡Niños, no molestéis, niños, dejadme hacer a mí! –los apartó su madre.
Pero Yediguéi consideró indispensable decirle a media voz:
–Déjalos, Zaripa. Déjalos que se esfuercen.
Comprendió en su interior que para Abutalip era la mejor recompensa: el amor, la colaboración de sus hijos. Eso quería decir que ya eran personas, que ya comprendían algunas cosas. Lo más divertido y conmovedor era contemplar al pequeño. Ermek llamaba a su padre, sin saber por qué, pápika. Y nadie le corregía por cuanto era personal su «modificación» de una de las más primitivas y eternas palabras en boca de los hombres.
–¡ pápika! ¡ pápika! –se afanaba preocupado, enrojecido por sus vanos esfuerzos.
Sus bucles andaban desparramados, sus ojos ardían en el deseo de llevar a cabo algo extremadamente imprescindible, y estaba tan serio que a uno le daban involuntarias ganas de soltar una carcajada.
Naturalmente, había que hacer de manera que los niños consiguieran su objetivo. Yediguéi encontró el medio. Para entonces, las botas empezaban a descongelarse, se podían ya sacar sin causar especial dolor a Abutalip.
–A ver, niños, sentaos tras de mí. Haremos como un tren: uno tirará del otro. Daúl, tú cógete a mí, y tú, Ermek, tira de Daúl.
Abutalip comprendió la intención de Yediguéi y movió la cabeza con aprobación, sonriendo entre lágrimas que brotaban al pasar del frío al calor. Yediguéi se sentó frente a Abutalip, tras él se engancharon los niños, y cuando estuvieron dispuestos, Yediguéi empezó a sacar las botas.
–¡A ver, niños, más fuerte, tirad todos a una! ¡Que yo solo no puedo! No tengo suficiente fuerza. ¡Venga, venga, Daúl, Ermek! ¡Más fuerte!
Los niños jadeaban detrás, se esforzaban en ayudar con todas sus fuerzas. Zaripa era la animadora. Yediguéi fingía adrede mucha dificultad, y cuando por fin sacaron la primera bota, los niños lanzaron un grito de triunfo. Zaripa se precipitó a frotar la planta del pie de su marido con un tejido de lana, pero Yediguéi los detuvo a todos.
–¡A ver, niños, a ver, mamá! Pero ¿qué es esto? ¿Y quién va a sacar la segunda bota? ¿O vamos a dejar así a papá, con un pie descalzo y el otro metido en una bota helada? ¿Estaría bien?
Y todos soltaron una carcajada sin saber por qué. Riéronse mucho, rodaron por el suelo. Especialmente los niños y el propio Abutalip.
Y quién sabe –pensó después Burani Yediguéi intentando descifrar aquel terrible enigma–, quién sabe, quizá precisamente en aquel momento, en algún lugar alejado de BoranlyBuránny el nombre de Abutalip Kuttybáyev salía de nuevo a la superficie de los papeles y la gente que recibía el papel decidía en base al mismo una cuestión en la que nadie pensaba en absoluto, ni en aquella familia ni en el apartadero.
La desgracia cayó de improviso. Aunque, naturalmente, si Yediguéi hubiera sido más ducho en semejantes cosas, quizá, aunque no lo hubiese adivinado, sí habría sentido que una vaga inquietud se le metía en el alma.
¿Y por qué habían de alarmarse? Siempre, a final de año, venía al apartadero el inspector de zona. Siguiendo un calendario, recorría apartadero tras apartadero, estación tras estación. Llegaba, permanecía un par de días, comprobaba cómo se pagaban los salarios, cómo se gastaban los materiales y todo lo demás, levantaba un acta de la inspección junto con el jefe del apartadero y alguno de los obreros, y se volvía en un tren de paso. ¡Con la de asuntos que podía haber en el apartadero! Yediguéi, a veces, también firmaba las actas de la inspección. Aquella vez, el inspector pasó tres días en Boranly-,Buránny. Dormía en la casita del servicio, el principal local del apartadero, donde estaban el centro de transmisiones y el cuchitril del jefe, que llevaba el nombre de despacho. El jefe del apartadero, Abílov, iba de cabeza, le llevaba el té en la tetera. También Yediguéi fue a echar una ojeada al inspector. El hombre estaba sentado fumando sobre los papeles. Yediguéi pensó que quizá sería alguno de los anteriores, pero no, era un desconocido. Un hombre de mejillas encarnadas, pocos dientes, con gafas, cabello cano, En sus ojos fulguraba una extraña sonrisa que se pegaba a los demás.
Se encontraron al caer la tarde. Yediguéi volvía de su turno y vio que el inspector se paseaba frente a la casa del servicio, bajo un farol. Llevaba el cuello de astracán levantado, una gorra también de astracán, sus gafas, y fumaba lentamente haciendo crujir la arena bajo las suelas de sus botas.
–Buenas noches. ¿Qué, ha salido a fumar? ¿Cansado de trabajar? –le compadeció Yediguéi.
–Sí, naturalmente –respondió el otro con media sonrisa–. No es fácil –y volvió a exhibir su media sonrisa.
–Sí, claro, naturalmente –dijo por educación Yediguéi.
–Me marcho mañana por la mañana –comunicó el inspector–. Pasará el diecisiete y se detendrá. Y yo me iré. –De nuevo mostró su media sonrisa. Su voz era ahogada, atormentada incluso. Sus ojos entornados miraban a la cara–. ¿Usted será Yediguéi Zhangueldín? –se informó el inspector.
–Sí, el mismo.
–Ya me lo pensaba –el inspector exhaló con aplomo el humo por entre sus escasos dientes–. Antiguo soldado. En el apartadero desde el cuarenta y cuatro. Los ferroviarios le llaman Buránny.
–Sí, es verdad –respondió Yediguéi con sencillez.
Le resultaba agradable que aquel hombre supiera tanto sobre él, pero al mismo tiempo le sorprendía que el inspector hubiera averiguado todo aquello y lo recordara.
–Tengo muy buena memoria –prosiguió el inspector con media sonrisa, adivinando evidentemente en qué pensaba Yediguéi–. Yo también escribo, como vuestro Kuttybáyev –señaló con la cabeza la ventana iluminada, al tiempo que soltaba un chorro de humo. Sobre el alféizar, la cabeza de Abutalip se inclinaba como siempre sobre sus notas–. Hace tres días que le observo y no deja de escribir. Lo comprendo. Yo también escribo. Sólo que yo escribo versos. Casi cada mes me los publican en el ciclostilado del depósito. Allí tenemos un círculo literario. Yo lo dirijo. Y también los he publicado en el periódico del distrito: una vez el ocho de marzo, y este año el primero de mayo.