Hicieron una pausa. Yediguéi se disponía ya a despedirse y a marcharse, cuando el inspector habló de nuevo:
–¿Y escribe sobre Yugoslavia?
–Hablando con sinceridad, no lo sé con certeza –respondió Yediguéi–. Creo que sí. Tenga en cuenta que fue guerrillero allí durante muchos años. Lo escribe para sus hijos.
–Lo oí decir. He interrogado a Abílov. También estuvo prisionero, según parece. Y no sé si ejerció de maestro algunos años. Y ahora ha decidido manifestarse a través de la pluma –soltó una risita chirriante–. Pero esto no es tan sencillo como parece. Yo también pienso en alguna obra importante. El frente, la retaguardia, hay bastante trabajo. Y además, en nuestra profesión carecemos de tiempo. Siempre en misión oficial.
–Él, también, sólo puede escribir por las noches. De día trabaja –intercaló Yediguéi.
De nuevo hicieron una pausa. Y Yediguéi no pudo retirarse.
–Y qué manera de escribir, qué manera de escribir, no levanta la cabeza –dijo el inspector enseñando los dientes en su media sonrisa y fijando la mirada en la silueta de Abutalip en la ventana.
–Hay que ocuparse en algo –respondió Yediguéi a eso–. Es un hombre culto. No tiene a nadie ni nada a su alrededor. Por eso escribe.
–Ajá, no es mala idea. No tiene a nadie ni nada a su alrededor –murmuró el inspector entornando los ojos y meditando algo–. Y uno es libre y no tiene a su alrededor a nadie ni nada, no es mala idea... Uno es libre...
En eso se despidieron. En los días siguientes rondó por su cabeza que no debía olvidarse de contar a Abutalip la casual conversación con el inspector, pero nunca parecía presentarse la ocasión propicia, y luego lo olvidó definitivamente.
Había mucho trabajo cara al invierno. Y lo principal era que Karanarse había puesto en movimiento. ¡Aquello era un lío, un castigo para su amo! Hacía dos años que Karanarse había convertido en joven macho. Pero en aquel tiempo aún no había mostrado tan tumultuosamente sus pasiones, aún se lo podía convencer, asustar, someter con un grito severo. Además, el viejo semental de la manada de Boranly –un antiguo camello de Kazangap no lo dejaba aún emprender su intento. Lo golpeaba, lo mordía, lo apartaba de las hembras. Pero la estepa es muy amplia. Y el viejo semental lo estuvo persiguiendo todo el santo día hasta que se le agotaron las fuerzas. Entonces, el joven y ardiente macho Karanar, por las buenas o por las malas, consiguió su objetivo.
Pero con la llegada de la nueva estación, de los fríos invernales, cuando despierta de nuevo en la sangre de los camellos la eterna llamada de la naturaleza, Karanarfue ya el dueño de la manada de Boranly. Se había tornado poderoso, había alcanzado una fuerza demoledora. Acorraló por las buenas al viejo semental de Kazangap bajo el despeñadero, y en la desierta estepa lo golpeó, lo pateó y le mordió hasta dejarlo medio muerto, aprovechando que no había nadie para separarlos. Esta ley implacable de la naturaleza era consecuente: ahora le había llegado el turno a Karanarde dejar descendencia.
Sobre esta cuestión, sin embargo, Kazangap y Yediguéi se pelearon por primera vez en su vida. Kazangap no pudo contenerse al ver el lastimoso espectáculo del semental pateado bajo el despeñadero. Volvió sombrío de los pastos y le espetó a Yediguéi:
¿Por qué permites estas cosas? ¡Ellos son animales, pero tú y yo somos personas! Este gran desastre lo ha causado tu Karanar. ¡Y tú, tranquilamente, lo sueltas en la estepa!
Yo no lo he soltado, kazajo. Él se ha marchado. ¿Cómo quieres que lo retenga? ¿Con cadenas? Las rompe. Ya sabes que no es casual aquel antiguo dicho: «La fuerza no admite autoridad». Ha llegado su día.
Y tú tan contento. Mas espera, ya veremos lo que pasa. Le tienes lástima, no quieres agujerearle el morro para ponerle la shisha [17], pero ya lo lamentarás, ya tendrás que correr tras él. Una fiera así no se contenta con una manada. Irá en busca de pelea por todo Sary-Ozeki. Y no habrá nada que lo detenga. Entonces recordarás mis palabras...
Yediguéi no quiso enfurecer a Kazangap, le respetaba, y además, en general, tenía toda la razón.
–Tú mismo me lo regalaste cuando era una cría, y ahora te quejas –murmuró conciliador–. De acuerdo, lo pensaré, haré algo para encontrar el modo de controlarlo.
Pero tampoco le obedecía la mano para deformar a un ejemplar tan bello como Karanaragujereándole el morro y atravesándolo con una astilla de madera. Y efectivamente, cuántas veces recordó después las palabras de Kazangap, y cuántas veces, llevado al frenesí, juró que no tendría en cuenta nada, y sin embargo no tocó al camello. Durante un tiempo pensó en castrarlo, pero tampoco se atrevió, no supo vencerse a sí mismo. Y pasaban los años, y con la llegada de los fríos invernales comenzaba el suplicio, la búsqueda del rebelde en celo, del furioso Karanar...
Todo empezó aquel invierno. Quedó grabado en su memoria. Y mientras sometía a Karanary preparaba un cercado para tenerlo sólidamente encerrado, llegó el Año Nuevo. Y los Kuttybáyev tuvieron la idea del abeto. Fue un gran acontecimiento para toda la chiquillería de Boranly. De hecho, Ukubala y sus hijas se trasladaron a la barraca de los Kuttybáyev. Todo el día estuvieron ocupados en los preparativos y en el adorno del abeto. Tanto al ir al trabajo como al volver, lo primero que hacía Yediguéi era entrar a echar un vistazo para ver cómo iba el abeto de los Kuttybáyev. Cada vez estaba más hermoso, más engalanado, florecía con sus cintas y sus diferentes juguetes de confección casera. Aquí hay que rendir homenaje a las mujeres: Zaripa y Ukubala se esforzaron por los niños, pusieron a contribución toda su maestría. Y se trataba quizá no tanto del abeto en sí como de las esperanzas para el nuevo año, que para todos se concretaban en una inconsciente espera de rápidos y felices cambios.
Abutalip no se contentó con eso, sacó a la chiquillería al patio y allí empezaron a levantar un enorme monigote de nieve. Al principio Yediguéi pensó que, simplemente, se estaba divirtiendo, pero luego quedó admirado de su empresa. El enorme monigote de nieve, casi de la altura de un hombre, un gracioso monstruo con los ojos y las cejas negros de carbón, con la nariz roja y la bocaza sonriente, con el raído gorro de piel de zorro de Kazangap en la cabeza, se levantaba frente al apartadero dando la bienvenida a los trenes. En una de sus manos, el monigote tenía el banderín verde del ferrocarril –vía libre–, y en la otra una placa de madera con la felicitación: «¡Feliz año 1953!». ¡Fue algo fantástico! Aquel monigote se mantuvo allí bastante tiempo, incluso después del 1 de enero...
El 31 de diciembre del año que se iba, los niños de Boranly jugaron alrededor del abeto y en el patio durante todo el día, hasta caer la tarde. También tenían allí su ocupación los mayores, los que se encontraban libres de servicio. Por la mañana, Abutalip contó a Yediguéi que a primera hora los niños se habían acercado a rastras hasta su cama, resoplando y armando jaleo mientras él se fingía profundamente dormido. «–¡Levántate, levántate, pápika! –importunaba Ermek–. Pronto llegará Papá Noel. Iremos a recibirle.