»–Muy bien –les he dicho–. Ahora nos levantaremos, nos lavaremos, nos vestiremos e iremos. Prometió que vendría.
»–¿En qué tren? –Eso lo preguntó el mayor.
»–En cualquiera –les dije–. Para Papá Noel se detiene cualquier tren incluso en nuestro apartadero.
»–¡Entonces, tenemos que levantarnos más de prisa!
»O sea que nos preparamos seria y solemnemente.
»–¿Y mamá? –preguntó Daúl–. Ella también querrá ver a Papá Noel, ¿verdad?
»–Naturalmente –les dije–, cómo no. Llamadla también.
»Nos reunimos todos y salimos juntos de casa. Los niños corrían por delante, hacia la caseta del guarda. Nosotros los seguíamos. Los niños corrieron de acá para allá, pero Papá Noel no estaba.
»–¿Dónde está, pápika?
»Los ojos de Ermek, ya sabes, plop-plop, se abrían y cerraban.
»–En seguida voy –les dije–, no tengáis prisa. Voy a preguntar al que está de guardia.
»Entré en la caseta. Allí, al caer la tarde, había escondido una nota de parte de Papá Noel y un saquito con los regalos. Cuando salí, acudieron.
»–¿Qué hay, pápika?
»–Pues veréis –les dije–, Papá Noel os ha dejado una nota, aquí la tenéis: "¡Queridos niños Daúl y Ermek! He llegado muy temprano a vuestro famoso apartadero de Boranly-Buránny, a las cinco de la mañana. Vosotros todavía dormíais, y hacía mucho frío. Y también yo soy muy frío, mi barba es de lana de hielo. Y el tren sólo se detuvo dos minutos. Pero tuve tiempo de escribir esta nota y dejaros los regalos. En el saquito hay, de mi parte, una manzana y dos nueces para cada niño del apartadero. No os enfadéis conmigo, tengo mucho trabajo que hacer. Voy a ver a otros niños. También me esperan. Pero el próximo Año Nuevo procuraré venir de manera que podamos vernos. De momento, adiós. Vuestro Papá Noel, Ayas-ata". Esperad, esperad, hay una posdata. Está escrita muy de prisa, cuesta de leer. Seguramente, ya partía el tren. Ah, ya lo leo: "Daúl, no pegues a tu perro. Una vez oí que lanzaba fuertes gemidos cuando le pegabas con tus chanclos. Pero luego ya no lo he oído más. Seguramente, ahora lo tratas mejor. Eso es todo. Vuestro, una vez más, Ayas-ata". Esperad, esperad, aquí hay aún otros garabatos. Ah, lo entiendo: "Vuestro monigote de nieve os ha salido muy bonito. Bravo. Lo he saludado estrechándole la mano".
»Y claro, se alegraron mucho. La nota de Papá Noel los convenció al instante. No se sintieron ofendidos. Sólo discutieron sobre quién llevaría el saquito con los regalos. Entonces, la madre razonó así:
»–Primero lo llevará Daúl diez pasos, porque es el mayor. Luego, tú lo llevarás otros diez pasos, Ermek, porque eres el menor...»
Yediguéi se rió con gusto:
–Pues mira que, de encontrarme en su lugar, yo también me lo habría creído.
En cambio, durante el día, tío Yediguéi fue el más popular entre la chiquillería. Organizó un paseo en trineo. Kazangap tenía un trineo muy antiguo. Engancharon el camello de Kazangap, que caminaba muy bien y era muy pacífico con su collera pectoral. A Karanar, naturalmente, era imposible encargarle semejantes menesteres. Lo engancharon y partió toda la pandilla. Aquello era ruido. Yediguéi hacía de cochero. Los niños se le pegaban, todos querían sentarse a su lado. Y no paraban de rogar: «¡Más de prisa, vamos, más de prisa!». Abutalip y Zaripa caminaban o corrían a su lado, pero en las bajadas se sentaban sobre el borde del trineo. Se alejaron unas dos verstas del apartadero, dieron la vuelta sobre un montículo y regresaron cuesta abajo. El camello jadeaba. Había que darle un descanso.
Hacía muy buen día. Sobre el inmenso Sary-Ozeki blanco y nevado, hasta donde alcanzaba la vista y el oído, reinaba un silencio blanco e inmaculado. En derredor, misteriosamente cubierta por la nieve, se extendía la estepa, los surcos, los montículos, los llanos; el cielo, sobre Sary-Ozeki, irradiaba un reflejo opaco y un dulce calorcillo de mediodía. Un vientecillo apenas audible acariciaba el oído. Delante, avanzaba por la vía un largo convoy color rojo ocre con dos locomotoras enganchadas una tras otra que lo arrastraban respirando por las dos chimeneas. El humo de éstas colgaba en el aire unos anillos flotantes que se iban desvaneciendo lentamente. Al llegar al semáforo, la locomotora delantera dio un pitido, un largo y poderoso clarinazo. Lo repitió dos veces, dando cuenta de su presencia. El tren era de paso y retronó por el apartadero sin disminuir su velocidad, pasando junto a los semáforos y la media docena de casas torpemente pegadas casi a la línea del ferrocarril, aunque disponían de tanto espacio a su alrededor. Y de nuevo todo quedó silencioso y quieto. Ningún movimiento. Solamente, sobre los techos de las casas de Boranly ascendían las azuladas espirales del humo de las cocinas. Todos callaban. Incluso los niños, enardecidos por el viaje, se habían apaciguado en aquel momento. Zaripa dijo en voz baja dirigiéndose sólo a su marido:
–¡Qué bienestar y qué miedo!
–Tienes razón –respondió Abutalip también a media voz.
Yediguéi los miró por el rabillo del ojo sin volver la cabeza. Estaban de pie, muy parecidos uno a otro. Las palabras de Zaripa, pronunciadas en voz baja pero con claridad, entristecieron a Yediguéi, aunque no iban destinadas a su persona. De pronto comprendió con qué tristeza y terror contemplaba ella aquellas casitas con sus humos en espiral. Pero Yediguéi no podía ayudarlos con nada ni de ninguna manera, porque aquello que se cobijaba junto a la línea del ferrocarril era el único asilo para todos ellos.
Yediguéi arreó al camello enganchado al trineo. Le soltó un latigazo y el trineo se deslizó camino de vuelta al apartadero.
La víspera de Año Nuevo, por la noche, todos los de Boranly se reunieron en casa de Yediguéi y Ukubala. Así lo habían decidido Yediguéi y Ukubala hacía unos cuantos días.
–Ya que los recién llegados, los Kuttybáyev, han montado un abeto para los niños, ahora nos toca a nosotros –dijo Ukubala–, no nos echaremos para atrás.
Yediguéi se alegró mucho con ello. Cierto que no todos, ni mucho menos, pudieron estar presentes: algunos estaban de guardia en la línea, otros tenían guardia por la noche. Los trenes pasaban sin considerar si era fiesta o día laborable. Kazangap sólo pudo estar presente al comienzo. A las nueve de la noche fue a las agujas, y por lo que respecta a Yediguéi, tenía que estar en la línea a las seis de la mañana del día i de enero. Así es el servicio. Y sin embargo, la velada resultó magnífica. Todos estaban de buen humor, y aunque se veían diez veces cada día, se mudaron para aquella reunión como si fueran forasteros llegados de algún lugar lejano. Ukubala se superó a sí misma: preparó toda clase de manjares. También había bebidas: champaña, vodka. Y para quien lo deseara, se había preparado un shubatde invierno procedente de las camellas lecheras, a las que en invierno ordeñaba la incansable Bukéi de Kazangap.
Pero la celebración se convirtió en verdadera fiesta cuando, después de los entremeses y de las primeras copas, empezaron a cantar. Llegó el momento en que se simplificaron las tareas de los dueños de la casa, desapareció la tensión de los invitados y ya fue posible, sin prisas, sin distraerse en minucias, entregarse a esa rara satisfacción espiritual, y hermanarse y comunicarse con aquellos a quienes veían cada día y conocían bien, encontrando en ellos cierta novedad, pues las fiestas tienen la cualidad de transformar a las personas. A veces también por su lado malo. Pero no allí, entre los de Boranly. Vivir en Sary-Ozeki y ser además insociable y escandaloso... Yediguéi se achispó un poco. Sin embargo, eso le sentaba bien. Ukubala, sin excesiva alarma, recordó a su marido: