–Quizá le habló de eso –Yediguéi intentó defender a Abutalip–, pero se olvidó de escribirlo.
–¿Y en dónde se dice esto? ¡No me lo demostrarás! Además, lo hemos comprobado en las declaraciones de Kuttybáyev del año cuarenta y cinco, cuando pasó por la comisión de control al volver de la unidad de guerrilleros de Yugoslavia. Allí no se cita el caso de la misión inglesa. O sea, que en eso hay algo sucio. ¡Quién puede afirmar que no estuvo relacionado con los servicios ingleses de inteligencia!
De nuevo Yediguéi sintió opresión y dolor. No comprendía adónde quería ir a parar Ojos de Halcón.
–¿No te dijo nada Kuttybáyev, piénsalo, no te mencionó nombres ingleses? Nos importaría mucho saber quiénes formaban la misión inglesa.
–¿Qué nombres suelen tener?
–Bueno, por ejemplo, John, Clark, Smith, Jack...
–No los he oído jamás.
–Ojos de Halcónquedó meditabundo, sombrío; seguramente, en su encuentro con Yediguéi, no todo era de su gusto. Luego, dijo de un modo disimulado:
–Así, pues, aquí abrió una especie de escuela, enseñaba a los niños, ¿verdad?
–¡Pero qué escuela ni qué nada! –Yediguéi se echó a reír involuntariamente–. Tiene dos hijos. Yo tengo dos hijas. Ésa es toda la escuela. Los mayores tienen cinco años, los pequeños, tres. Los niños no tienen donde meterse, el desierto los rodea. Ellos entretenían a los niños, los educaban, quiero decir. De todos modos, habían sido maestros tanto él como su esposa. Bueno, pues leían, dibujaban, aprendían a escribir, a contar. Ésa era toda la escuela.
–¿Y qué cancioncillas cantaban?
–De todas clases. Infantiles. Ya no las recuerdo. –¿Y qué les enseñaba? ¿Qué escribían?
–Letras. Palabras, de las corrientes.
–¿Qué palabras, por ejemplo?
–¿Cómo que cuáles? No las recuerdo.
–¡Pues ésas! – Ojos de Halcónencontró entre los papeles unas hojas de los cuadernos de estudio con unos garabatos infantiles–. Éstas son las primeras palabras. –En la hojita, una mano infantil había escrito: «Nuestra casa»–. Ya lo ves, las primeras palabras que escribe un niño son «nuestra casa». ¿Y por qué no «nuestra victoria»? Porque la primera palabra que tiene que estar ahora en nuestros labios, ¿cuál es, piénsalo, cuál es? Tiene que ser «nuestra victoria». ¿No es así? ¿Y por qué no le pasó eso a él por la cabeza? La victoria y Stalin son inseparables.
Yediguéi se quedó cortado. Se sentía tan humillado por todo aquello y sentía tanta lástima de Abutalip y de Zaripa, que tantas fuerzas y tiempo habían consagrado a su tarea con los inocentes niños, y fue tanta su rabia que osó decir:
–Si es así, el primer deber es escribir «nuestro Lenin». Pues Lenin, de todos modos, ocupa el primer puesto.
Ojos de Halcóncontuvo la respiración, cogido por sorpresa, y después estuvo largo rato exhalando el humo de sus pulmones. Se levantó. Evidentemente, necesitaba pasear, pero no era posible en aquella pequeña habitación.
–¡Cuando decimos Stalin sobreentendemos Lenin! –pronunció de forma impetuosa y machacona. Luego, respiró aliviado como después de una carrera y añadió conciliador–: Bien, vamos a considerar que esta conversación no ha existido.
Se sentó, y de nuevo destacaron con precisión, en su rostro impenetrable, sus imperturbables y claros ojos de halcón con matices amarillentos.
–Tenemos noticia de que Kuttybáyev se manifestó en contra de la enseñanza de los niños en internados. ¿Qué me dices? Según creo, eso sucedió en tu presencia, ¿verdad?
–¿De dónde han salido estas noticias? ¿Quién las ha comunicado? –se impresionó Yediguéi, y en seguida apuntó en su mente la idea: Abílov, el jefe del apartadero, tenía toda la culpa, él lo había denunciado, pues la conversación había tenido lugar en su presencia.
La pregunta de Yediguéi enfureció sobremanera a Ojos de Halcón.
–Oye, ya te lo he dado a entender: los informes y su procedencia, es cosa nuestra. No tenemos que dar cuentas a nadie. Recuérdalo. Anda, declara, ¿qué dijo?
–¿Que qué dijo? Hay que hacer memoria. Verás, el obrero más antiguo del apartadero, Kazangap, tiene un hijo que estudia en el internado de la estación de Kumbel. Bueno, el chico, está claro, es un poco gamberro, suele contarnos mentiras. Pues bien, el primero de septiembre enviaron de nuevo a Sabitzhán a estudiar. Su padre le llevó en el camello. Y la madre, es decir, la esposa de Kazangap, Bukéi, se puso a llorar y a lamentarse: «Qué desgracia», decía, «todo ha sido ir a estudiar al internado, y parece que se ha vuelto malo. No se siente unido con el corazón y el alma, ni a su casa, ni a su padre ni a su madre como antes», dijo. Claro, es una mujer de poca cultura. Naturalmente, para educar al hijo tienen que vivir continuamente alejados de él...
–Muy bien –le interrumpió Ojos de Halcón¿Y qué dijo Kuttybáyev acerca de eso?
–Él también estaba entre nosotros. Dijo que la madre intuía con el corazón algo malo. Que la enseñanza en un internado no es una mejora. El internado en cierta manera arrebata, bueno, no arrebata, aleja al niño de la familia, del padre y de la madre. Y que, en general, ésa es una cuestión delicada. Es un problema difícil para todos, tanto para él como para los demás. No hay nada que hacer, dado que no existen otras alternativas. Yo le comprendo. También tengo hijos de esa edad. Y ya me duele el alma pensar qué pasará, qué va a salir de todo ello. Algo malo, seguramente...
–Eso, luego –le detuvo Ojos de Halcón–. ¿O sea que dijo que el internado soviético es cosa mala?
–Él no dijo «soviético». Dijo simplemente internado. En Kumbel está nuestro internado. Lo de «malo» lo he dicho yo.
–Bueno, eso no tiene importancia. Kumbel está en la Unión Soviética.
–¡Cómo que no tiene importancia! –Yediguéi perdió los estribos sintiendo que el otro le estaba enmarañando–. ¿Por qué atribuirle a un hombre lo que no ha dicho? Yo también pienso así. De vivir en otra parte, de no vivir en el apartadero, por nada del mundo enviaría a mis hijos a ningún internado. Así es, y yo pienso de esta manera. ¿O sea que...?
–¡Piénsalo! ¡Piénsalo! –dijo Ojos de Halcóncortando la conversación. Y después de una pausa, continuó–: Bien, bien, por lo tanto sacaremos conclusiones. O sea, que está en contra de la enseñanza colectiva, ¿no es así?
–¡No está en contra de nada! –Yediguéi perdió la paciencia–. ¿Por qué levantar falsas acusaciones? ¿Cómo es posible?
–Basta, basta, déjalo –lo marginó con un gesto Ojos de Halcón, que no consideró necesario entrar en explicaciones–. Y ahora dime, ¿qué cuaderno es ése que lleva por título El pájaro Donenbái? Kuttybáyev asegura que lo escribió recogiendo la historia de labios de Kazangap y, en parte, de los tuyos. ¿Es así?