–Exactamente –se animó Yediguéi–. Aquí, en Sary-Ozeki, se cuenta esta historia, esta leyenda, claro. No lejos de aquí hay un cementerio que fue naimano en otro tiempo y que ahora se llama de Ana-Beit; allí fue enterrada Naiman-Ana, muerta por su propio hijo mankurt...

–Bueno, es suficiente, ya lo leeremos, veremos qué se esconde tras ese pájaro –dijo Ojos de Halcón, y se puso a hojear el cuaderno razonando de nuevo en voz alta y expresando de este modo su actitud–: El pájaro Donenbái, hum, no podía pensarse nada mejor. Un pájaro que lleva un nombre humano. Buen escritor me ha salido. Apareció un nuevo Mujtar Auézov. Fijaos, un escritor de la vieja antigüedad feudal. El pájaro Donenbái, hum. Cree que no lo descifraremos... Y él va y escribe a hurtadillas, para sus hijos, ya veis. ¿Y esto qué? ¿También era para sus hijitos? – Ojos de Halcónpuso ante la cara de Yediguéi otro cuaderno de tapas charoladas.

–¿Qué es esto? –no comprendió Yediguéi.

–¿Qué es? Deberías saberlo. Mira el título: Alocución de Kaimaly-agá a su hermano Abdilján.

–Cierto, es también una leyenda –empezó Yediguéi–. Un suceso real. Los ancianos conocen esta historia...

–No pases cuidado, también la sé –le interrumpió Ojos de Halcón–. La oí de pasada. Un anciano, un viejo chocho, se enamora de una joven de diecinueve años. ¿Qué hay de bueno en eso? Por lo que se ve este Kuttybáyev no sólo es un tipo hostil sino además un hombre moralmente pervertido. Y hay que ver con qué detalle ha descrito todo este marasmo.

Yediguéi enrojeció. Pero no de vergüenza. Su alma estaba llena de ira porque ya no podía cometerse mayor injusticia con Abutalip. Y dijo, conteniéndose a duras penas:

–Sabes una cosa, yo no sé qué categoría tienes tú allí como jefe, pero eso tú a él no se lo cargues. Quiera Dios que todo el mundo fuera un padre y un marido como él, y cualquiera te dirá aquí qué clase de hombre es. Los que vivimos aquí nos podemos contar con los dedos de la mano, todos nos conocemos unos a otros.

–De acuerdo, de acuerdo, tranquilízate –respondió Ojos de Halcón–. Ése os ha enturbiado el cerebro. Los enemigos siempre disimulan. Y nosotros los desenmascaramos. Es todo, puedes retirarte.

Yediguéi se levantó. Estaba como indeciso mientras se ponía la gorra.

–Así, pues, ¿qué le va a pasar? ¿Qué ocurrirá ahora? ¿Van a meter en la cárcel a un hombre sólo por esos escritos? Ojos de Halcón se levantó bruscamente de la mesa.

–Escucha, te lo repetiré otra vez: ¡no es cosa tuya! ¡Sabemos muy bien cuándo hay que perseguir al enemigo, cómo tratarle y qué castigo imponerle! No te rompas la cabeza. Conoces cuál es tu camino. ¡Vete!

Aquel mismo día, avanzada la noche, se detuvo de nuevo un tren de pasajeros en el apartadero de Boranly-Buránny. Sólo que entonces el tren iba en dirección contraria. Y también se detuvo muy poco rato. Unos tres minutos.

Esperando en la oscuridad, en la vía principal, estaban los tres hombres de las botas de piel de vaca. Se llevaban consigo a Abutalip Kuttybáyev. Algo separados, alejados por las impenetrables espaldas de aquellos hombres, estaban los de Boranly: Zaripa con los niños, Yediguéi y Ukubala, y además el jefe del apartadero, Abílov, que paseaba de arriba abajo mezquinamente preocupado porque el tren se retrasaba media hora sobre el horario previsto. Pero ¿qué hacía él allí? Habría podido quedarse tranquilamente en casa. Kazangap, que también había sido interrogado con motivo de las malhadadas leyendas descubiertas en casa de Abutalip, se encontraba en aquel momento en las agujas. Él, con su propia mano, dirigiría el tren hacia las vías que debían llevarse a Abutalip lejos de Sary-Ozeki. Bukéi se había quedado en casa con las hijas de Yediguéi. Los tres de las botas, con los cuellos levantados para resguardarse del viento, separaban a Abutalip con sus espaldas y mantenían un silencio tenso. Los de Boranly, en grupo aparte, también callaban.

El viento era blanco. Levantaba la nieve con susurros y silbidos apenas perceptibles. Seguramente habría ventisca. La fría bruma se hinchaba, se ponía tensa en los opacos cielos de SaryOzeki. La luna traslucía apenas, rara, abatida, como una mancha solitaria y pálida. El frío quemaba las mejillas.

Zaripa lloraba en silencio, sosteniendo el hatillo con la comida y la ropa que se disponía a entregar a su marido. Las bocanadas de vapor que salían por la boca de Ukubala delataban sus profundos suspiros. Escondía a Daúl bajo los faldones de su pelliza. Daúl, por lo visto, presentía algo, callaba inquieto estrechándose contra tía Ukubala. Pero quien lo pasó peor fue Ermek. El pequeñín nada sospechaba.

–¡ Pápika, pápika! –llamaba a su padre–. Ven aquí con nosotros. ¡Nosotros también viajaremos contigo!

Abutalip se estremecía al oír su voz, intentaba involuntariamente darse la vuelta y responder al niño, pero no le permitían volver la cabeza. Uno de los tres hombres no pudo contenerse:

–¡No os quedéis aquí! ¿Me oís? Marchaos, ya os acercaréis después.

Hubo que retroceder un poco.

Y entonces a lo lejos aparecieron las luces de la locomotora y todos se pusieron en movimiento y se dirigieron a su sitio. Zaripa no pudo contenerse y empezó a sollozar con más fuerza. Junto con ella rompió a llorar Ukubala. El tren les traía la separación. Perforando con su luz frontal la gruesa capa de bruma helada que volaba por el aire, avanzaba amenazador, creciendo entre bocanadas de niebla como una masa oscura y tonante. Al acercarse, cada vez se elevaban más sobre la tierra los ardientes faros de la locomotora, y en la franja de luz, entre las vías, cada vez se distinguían mejor los revoloteos del viento raso, cada vez era más audible e inquietante el fatigado ruido de las manivelas y pistones. Empezaba a distinguirse ya el perfil del tren.

Pápika, pápika! ¡Mira, ya viene el tren! –gritó Ermek, y se calló sorprendido de que su padre no le respondiera. Y de nuevo intentó llamar su atención–: ¡ Pápika, pápika!

El jefe del apartadero, Abílov, que rondaba diligente por allí, se acercó a los tres hombres:

El coche-correo va a la cabeza del tren. Les ruego que vayan, por favor, hacia delante. Allí.

Todos avanzaron hacia la parte que se les indicaba con paso bastante rápido, el tren ya los alcanzaba. Delante, sin volver la cabeza, iba Ojos de Halcóncon una cartera, tras él, acompañando a Abutalip, seguían sus dos robustos ayudantes, y a cierta distancia se apresuraba Zaripa seguida de Ukubala que llevaba de la mano a Daúl. Yediguéi avanzaba con ellos, ligeramente retrasado, llevando a Ermek en brazos. No podía permitirse romper a llorar delante de las mujeres y los niños. Y mientras caminaban, luchaba consigo mismo, intentaba controlar una bola dura que se le había atascado en la garganta.

–Eres un niño inteligente, Ermek. Eres inteligente, ¿verdad? Eres inteligente y no vas a llorar, ¿de acuerdo? –murmuraba incoherentemente, estrechando al pequeñuelo contra su pecho.


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