Mientras, el tren aminoraba la marcha y avanzaba hacia la parada. El niño se estremeció asustado en los brazos de Yediguéi cuando el tren, al llegar a su altura y sobrepasarla un poco expelió el vapor con vivo ruido al tiempo que sonaba el penetrante pitido del conductor.

–No temas, no temas –dijo Yediguéi–. No temas nada mientras esté contigo. Y siempre lo estaré.

El tren se detuvo tras un pesado chirrido. Los vagones, cubiertos de escarcha y de polvo de nieve, cegatos por la costra de hielo de los cristales, quedaron petrificados en su sitio. Y se hizo el silencio. Pero la locomotora en seguida volvió a soltar vapor con un siseo preparándose para ponerse de nuevo en camino. El coche-correo iba tras el vagón de equipajes que seguía a la locomotora. Las ventanas del coche-correo tenían rejas, y la puerta, de dos hojas, estaba en el centro del vagón. La puerta se abrió desde dentro. Asomaron un hombre y una mujer con la gorra de Correos, pantalones acolchados y blusas forradas. La mujer, que llevaba un farol, era por lo visto el jefe. Era pesada, de ancho pecho.

–¿Sois vosotros? –preguntó manteniendo el farol a la altura de la cabeza para alumbrarlos a todos–. Os esperábamos. El sitio está preparado.

Primero subió Ojos de Halcóncon su enorme cartera. –¡Venga, adelante, adelante, no os entretengáis! –dio prisa en seguida a los otros dos.

–¡Volveré pronto! ¡Es un malentendido! –dijo apresuradamente Abutalip–. ¡Volveré pronto, esperadme!

Ukubala no pudo aguantarse. Rompió a llorar ruidosamente cuando Abutalip comenzó a despedirse de los niños. Los estrechaba con todas sus fuerzas, los besaba y les decía unas palabras que ellos, asustados, no comprendían. Y la locomotora estaba ya a punto de partir. Todo sucedía a la luz de una lamparilla de mano. Y entonces sonó de nuevo un penetrante pitido que recorrió todo el tren como una corriente eléctrica produciendo escozor en el alma.

–¡Ya está, venga, venga, suba! –los dos hombres arrastraron a Abutalip hacia el estribo del vagón.

Yediguéi y Abutalip tuvieron ocasión de abrazarse fuertemente en el último instante y permanecieron así durante un segundo, comprendiéndolo todo con la mente y con el corazón, con todo su ser, estrechando una contra otra sus húmedas y punzantes mejillas.

–¡Cuéntales cosas del mar! –musitó Abutalip.

Fueron sus últimas palabras. Yediguéi lo comprendió. El padre le pedía que hablara a sus hijos del mar de Aral.

–Bueno, basta, venga, pero venga, ¡ande, súbase! –le empujaron.

–Empujándole por detrás y por los hombros, los dos hombres metieron a Abutalip en el vagón. Y sólo entonces llegó hasta los niños la terrible idea de la separación. Rompieron a llorar al unísono, gritando a la vez:

-¡yápika! ¡Papá! ¡yápika! ¡Papá!

Y Yediguéi corrió hacia el vagón con Ermek en brazos.

–¿Adónde vas? ¿Adónde vas? ¡Pero qué haces! –le rechazó furiosamente por el pecho la mujer del farol, que cubría con sus pesadas espaldas el paso de la puerta.

En aquel momento nadie comprendió que Yediguéi estaba dispuesto, si llegaba el caso, a partir en lugar de Abutalip para estrangular por el camino a Ojos de Halcóncon sus propias manos. Tan insoportable fue su dolor cuando empezaron a gritar los niños.

–¡No se quede aquí! ¡Váyase de aquí, váyase! –vociferó la mujer del farol.

Y el vapor de su boca, fuertemente ahumada por el tabaco, dio con su hedor a cebolla en el rostro de Yediguéi.

Zaripa recordó que el hatillo continuaba en sus manos.

–¡Tomad, dádselo, es comida! –arrojó el hatillo en el vagón.

La puerta del coche-correo se cerró de golpe. Todo quedó en silencio. La locomotora dio la señal y se puso en marcha. Avanzó, chirriante, dando vueltas a las ruedas, adquiriendo lentamente velocidad en medio de la helada.

Los de Boranly siguieron involuntariamente al tren en movimiento y caminaron al lado del vagón cerrado. La primera en volver a la realidad fue Ukubala. Cogió a Zaripa, la estrechó contra su pecho y no la soltó.

–¡Daúl, no te vayas! ¡Para, quédate aquí! ¡Coge a mamá de la mano! –ordenó en voz alta superando el repiqueteo de las ruedas que iba acelerándose al pasar por su lado.

Yediguéi con Ermek en brazos corría aún en el sentido de la marcha del tren, y sólo se detuvo cuando pasó, visto y no visto, el último vagón. El tren se había ido llevándose consigo el ruido que se iba apaciguando, y las ardientes luces que se apagaban... Se oyó un último y prolongado pitido...

Yediguéi volvió sobre sus pasos. Durante mucho rato no pudo calmar al niño en su llanto...

Ya en casa, sentado frente a la estufa, como atontado, se acordó de Abílov en mitad de la noche. Yediguéi se levantó suavemente y empezó a ponerse el abrigo. Ukubala lo adivinó en seguida.

–¿Adónde vas? –agarró a su marido–. ¡No le toques, no te atrevas a ponerle ni un dedo encima! Tiene la esposa embarazada. Y además, no tienes ningún derecho. ¿Cómo lo demostrarás?

–No pases cuidado –le respondió tranquilamente Yediguéi–. No le tocaré, pero Abílov debe saber que es mejor que se traslade a otro lugar. Te prometo que no caerá un solo pelo de su cabeza. ¡Créeme! –y liberó el brazo de una sacudida y salió de casa.

Las ventanas de los Abílov estaban aún iluminadas.

Haciendo crujir con dureza la nieve del sendero, Yediguéi se acercó a la fría puerta y llamó con fuerza. Abílov abrió la puerta.

–Ah, Yedik, entra, entra –dijo asustado, y se echó para atrás, muy pálido.

Yediguéi entró en silencio envuelto en nubes de helado vapor. Se detuvo en el umbral cubriendo la puerta con su persona.

–¿Por qué has dejado huérfanos a esos desgraciados? –preguntó, procurando en lo posible mostrarse comedido.

Abílov cayó de rodillas y se arrastró literalmente hasta agarrar los faldones de la pelliza de Yediguéi.

–¡Por Dios, que no fui yo, Yedik! Que mi mujer no pueda parir –lanzó el terrible juramento volviéndose a su esposa embarazada, petrificada de espanto, y dijo con premura, saltando de una cosa a otra–: Por Dios que no fui yo, Yedik. ¡Cómo podría! ¡Fue aquel inspector! Recuérdalo. No hacía más que inquirir e interrogar preguntando qué escribía y para qué escribía. Fue él, el inspector. ¡Cómo podría yo! ¡Que ella no pueda parir! Hace un momento, allí, en el tren, no sabía dónde meterme, ¡estaba dispuesto a hundirme en la tierra para no verlo! Aquel inspector no hacía más que metérseme en el alma con su conversación, no hacía más que preguntar sobre todo, y cómo podía yo saber... De haberlo sabido...

Bien, de acuerdo –le interrumpió Yediguéi–. Levántate, hablemos como las personas. Aquí, delante de tu mujer. Que todo acabe felizmente. Ahora no se trata de eso. Incluso aunque no seas culpable. Pero, la verdad, a ti tanto te da dónde vivir. Y nosotros hemos de quedarnos aquí, quizá, hasta la muerte. Así que piénsalo. Seguramente valdría la pena que a su debido tiempo te trasladaras a otro trabajo. Es mi consejo. Y eso es todo. No volveremos a tocar más este tema. Sólo quería decirte


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