Durante la campaña para la conquista de Occidente, Gengis Kan, que conducía por las grandes extensiones asiáticas a su pueblo en armas, ordenó una ejecución en las estepas de SaryOzeki: entregó a la horca a un [20]y a una joven bordadora que recamaba en oro las banderas triunfales de seda, con sus dragones de fuego...

En aquella época, gran parte de Asia estaba ya bajo la bota de

Gengis Kan dividida en regiones repartidas entre sus hijos, sus nietos y sus generales. Ahora llegaba el turno de las tierras de más allá del Itil (el Volga), el destino de Europa.

En las estepas de Sary-Ozeki reinaba ya el otoño. Las copiosas lluvias habían llenado de agua los pequeños lagos y ríos que se secaban durante el verano, por lo tanto había con qué abrevar los caballos durante el camino. La armada de la estepa tenía prisa. El paso del desierto de Sary-Ozeki se consideraba la parte más difícil de la campaña.

Tres ejércitos, tres turnende diez mil hombres, avanzaban abriendo ampliamente sus flancos. Del poder de estos turnense podía juzgar por sus actos, y por el polvo que levantaban sus cascos, que flotaba sobre el horizonte durante muchos kilómetros como el humo de un incendio en la estepa. Otros dos turnencon rebaños de caballos de reserva, carros y ganado para la matanza diaria, seguían detrás; era posible convencerse de ello con sólo volver la cabeza: allí también se arremolinaba el polvo hasta la mitad del cielo. Había también otras fuerzas de combate que no era posible ver por encontrarse muy alejadas de estos lugares. Para llegar a ellas había que galopar varios días: eran el ala derecha y el ala izquierda, compuestas por tres turnencada una. Estas tropas avanzaban independientemente en dirección al Itil. Cuando llegaran los primeros fríos, estaba previsto convocar en el cuartel general del kan, a orillas del Itil, a todos los jefes de los once turneny consensuar las acciones futuras. Luego avanzarían sobre el hielo a través del Itil hacía países famosos y ricos en cuya conquista soñaba tanto Gengis Kan como sus jefes y cada uno de sus jinetes...

Así avanzaba el ejército en campaña, sin distraerse, sin demorarse, sin perder tiempo. Con ellos, en los carros, había también mujeres, y esto fue la desgracia.

Gengis Kan, acompañado durante la marcha por medio millar de guardianes y por un séquito de zhasaulos, se encontraba en el centro de todo el movimiento como una isla flotante. Pero cabalgaba aparte, delante de ellos. Al Soberano de los Cuatro Puntos Cardinales no le gustaba el ajetreo de mucha gente a su alrededor, y mucho menos en campaña, cuando era conveniente guardar silencio, mirar hacia delante y pensar en los asuntos.

Montaba a su predilecto Juba, un corcel amblador –había recorrido medio mundo bajo la silla del kan– de buena complexión, liso como un canto rodado, poderoso de pecho y cerviz, crines blancas y cola negra, paso uniforme, sedoso. Dos caballos de reserva, no menos sufridos y andarines, iban descargados, adornados con los arreos del kan, de brillante confección, conducidos por palafreneros a caballo. El kan cambiaba de caballo en plena marcha así que el que montaba empezaba a sudar.

Lo más notable, sin embargo, no era el entorno de Gengis Kan, sus intrépidos y zhasaulos, cuya vida pertenecía más a Gengis Kan que a ellos mismos –por eso eran elegidos como los filos de los cuchillos, uno de cada cien–, ni tampoco los magníficos caballos de silla, tan raros como los filones de oro en la naturaleza. No, lo notable de esta campaña era algo completamente distinto. Durante todo el camino había sobre la cabeza de Gengis Kan una nube que le tapaba el sol. La nube iba donde él iba. El blanco nubarrón, del tamaño de unayurta' grande, le seguía como si fuera un ser vivo. Y a nadie le pasó por la cabeza –había tantas nubes en las alturas– que aquello era una señal: así mostraba el Cielo su bendición al Soberano de los Mundos. Sin embargo, Gengis Kan, que lo sabía, observaba involuntariamente el curso de la nube, cada vez más convencido de que se trataba efectivamente de un signo de la voluntad de Cielo-Tengra.

Un profeta nómada, al que Gengis Kan había permitido un día acercarse a su persona, había predicho la aparición de la nube. El extranjero no había pegado la cara al suelo, no le había adulado ni había profetizado en su provecho. Al contrario, ante la faz amenazadora del conquistador de la estepa, solemnemente sentado en el trono de la [21]dorada, había permanecido de pie con la cabeza dignamente alta, flaco, harapiento, con los cabellos largos hasta los hombros, cual mujer con los rizos sueltos. El extranjero tenía una mirada severa, una barba impresionante, y unos rasgos faciales morenos y secos.

He venido a ti, gran kan –le transmitió a través de un intérprete iugur–, para decirte que por voluntad del Cielo Supremo habrá para ti una señal especial en las alturas.

Por un instante, Gengis Kan se quedó inmóvil de sorpresa. El forastero estaba loco o no comprendía cómo podía terminar todo aquello para él.

¿Qué signo? ¿De dónde lo has sacado? –se interesó el todopoderoso con la frente fruncida, conteniendo a duras penas su irritación.

–De dónde lo he sacado no es cosa que deba divulgarse. Por lo que respecta al signo, te lo diré: aparecerá una nube sobre tu cabeza y te seguirá a todas partes.

–¿Una nube? –exclamó Gengis Kan sin disimular su asombro, y levantó bruscamente las cejas. Todos los que estaban a su alrededor se pusieron involuntariamente tensos a la espera del estallido de la cólera del kan. Los labios del intérprete se tornaron blancos de terror. El castigo podía afectarle también a él.

–Sí, una nube –respondió el profeta–. Será el índice del Cielo Supremo bendiciendo tu altísima posición en la tierra. Pero debes salvaguardar esta nube, pues si la pierdes perderás tu poderosa fuerza...

En la yurta dorada se hizo una sorda pausa. En aquel momento podía esperarse de Gengis Kan cualquier cosa, pero la furia de su mirada se apagó súbitamente como el fuego que acaba de consumirse en una hoguera. Superado el salvaje instinto de castigar, comprendió que no era conveniente interpretar las palabras del profeta vagabundo como un exabrupto provocativo, y mucho menos castigarlo, pues no estaría a la altura de su honor de kan. Y Gengis Kan, escondiendo una maligna sonrisa en sus bigotes ralos y rojizos, dijo:

–Admitamos que el Cielo Supremo te haya inspirado estas palabras. Admitamos que me lo creo. Mas dime, prudentísimo extranjero, ¿cómo voy a salvaguardar una nube que va libremente por los cielos? ¡No voy a enviar conductores de ganado montados en caballos alados para que vigilen esa nube! ¡No voy a embridar la nube como si fuera un caballo salvaje! ¿Cómo puedo vigilar a una nube del cielo impulsada por el viento?

–Éste es tu problema –respondió brevemente el forastero.

Y de nuevo todos se quedaron inmóviles, de nuevo reinó un silencio de muerte, y de nuevo se pusieron blancos los labios del intérprete, y nadie de los que se encontraban en la yurta dorada se atrevió a levantar los ojos hacia el desgraciado profeta que, por estupidez o por alguna razón desconocida, se había condenado a una perdición segura.


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