–Recompensadle y que se vaya –soltó sordamente Gengis Kan, y sus palabras cayeron en las almas como gotas de lluvia en tierra seca.

Este caso extraño y absurdo no tardó en olvidarse. Ciertamente, hay tantos extravagantes en este mundo. ¡Cómo había presumido el profeta! Pero sería injusto decir que el extranjero había arriesgado la cabeza sólo por frivolidad. No podía dejar de comprender a lo que se exponía. Poco les habría costado a los del kan agarrarlo allí mismo y atarlo a la cola de un caballo salvaje entregándolo a una muerte infamante por irrespetuoso y arrogante. Y sin embargo, algo había movido al temerario extranjero, algo le había inspirado a presentarse intrépidamente ante el león del desierto, ante el más terrible e implacable soberano. ¿Fue el acto de un loco, o era realmente una providencia del Cielo?

Y cuando ya todo se había olvidado en la carrera de los días, Gengis Kan recordó de pronto al desafortunado profeta. Lo recordó exactamente dos años después.

Dos años enteros empleó el imperio en preparar la campaña de Occidente. Tiempo después, Gengis Kan se convenció de que en su reino, conseguido mediante un incontenible ensanchamiento de las fronteras, aquellos dos años habían sido el período más activo de acumulación de fuerzas y de medios para abrirse una brecha al mundo, para llegar a su anhelado objetivo, la conquista de unas tierras y regiones cuya posesión le permitiría considerarse justamente el Soberano de los Cuatro Puntos Cardinales, de todos los lejanos límites del mundo hasta donde pudiera rodar la ola de su demoledora caballería. La esencia cruel del soberano de la estepa, su misión histórica, se reducía a esta idea paranoica, a la sed insaciable de dominio y de poder sobre todas las cosas. Por ello, toda la vida existente en su imperio, todos los campamentos nómadas sometidos en los enormes espacios asiáticos, toda la población multirracial reprimida bajo una mano única y firme, los ricos y los desheredados de todas las ciudades y campamentos nómadas, y en resumen, cada persona, fuera quien fuera y trabajara en lo que trabajara, se encontraba completamente sometida a esta pasión secularmente insaciable y diabólica: conquistar continuamente nuevas tierras, someter continuamente tierra y pueblos. Y por ello estaban todos, del primero al último, ocupados en este único servicio, sometidos a este único proyecto: el crecimiento, la acumulación y el perfeccionamiento de la fuerza militar de Gengis Kan. Y todo cuanto se podía obtener de las entrañas de la tierra para transformarlo en armamento, toda actividad viva y creadora, se orientaba al consumo de la campaña, al poderoso salto de Gengis Kan a Europa, a sus fabulosas y riquísimas ciudades –donde esperaba a cada guerrero un abundante botín–, a sus bosques densamente verdes, y a sus prados con hierba hasta el vientre de los caballos, donde el kumis [22]manaba como un río; el gozo de este poder sobre el mundo alcanzaría a todos y cada uno de los que participaran en la campaña bajo las banderas del dragón vomitando llamas –estandarte de Gengis Kan– y cada uno disfrutaría de la victoria, como disfruta la mujer centrando su máxima dulzura en lo que lleva en su seno. Ir, vencer y someter las tierras eran órdenes del Gran Kan, y eso era lo que había que hacer...

Gengis Kan era un hombre práctico en alto grado, calculador y perspicaz. Al preparar la invasión de Europa, previó y pensó todas las cosas hasta en sus más mínimos detalles. A través de exploradores y fugitivos adictos, de mercaderes y peregrinos, de derviches viajeros, de negociantes chinos, iugures, árabes y persas, averiguó cuanto convenía saber en relación con el movimiento de enormes masas de soldados, los caminos y vados más cómodos. Tuvo en cuenta los usos y costumbres, las religiones y las ocupaciones de los habitantes de los lugares por donde debían avanzar sus tropas. No sabía escribir, tenía que guardar todo esto en la mente y comparar las ventajas y los inconvenientes de todo lo que le esperaba en la campaña. Sólo así se podía conseguir que la empresa funcionara, pero ante todo era necesaria una disciplina estricta y férrea, pues sólo de esta manera se podía contar con el éxito. Gengis Kan no admitía ninguna debilidad, nadie ni nada debían ser un estorbo a su principal objetivo: la conquista de Europa.

Y fue entonces, reflexionando sobre su estrategia, cuando dictó una orden sin precedentes en todos los siglos: prohibir el nacimiento de hijos en su pueblo-ejército. El caso era que las esposas y los hijos pequeños de los guerreros seguían habitualmente al ejército en carros familiares, trasladándose con las tropas de un lugar a otro. Esta tradición, que existía desde hacía mucho tiempo, venía impuesta por una necesidad vital: las discordias intestinas eran incesantes, y los enemigos a menudo se vengaban aniquilando a las esposas y a los hijos que se habían quedado en su tierra sin defensa. Además, mataban en primer lugar a las mujeres embarazadas para cortar la estirpe de raíz. Pero la vida cambiaba con el tiempo. Con la llegada de Gengis Kan, las tribus, que antes guerreaban continuamente entre sí, cada vez se reconciliaban y se unían más bajo la cúpula única del gran Estado.

En su juventud, cuando todavía se llamaba Temuchin, Gen-gis Kan había combatido no poco con las tribus vecinas, había cometido ferocidades y las había sufrido. Borte, su esposa predilecta, fue raptada en una incursión de los merkitosy convertida en rehén. Al subir al poder, Gengis Kan empezó a cortar las discordias intestinas implacablemente. Las disputas le impedían gobernar, socavaban la fuerza del Estado.

Pasaron los años y fue desapareciendo gradualmente la antigua necesidad de vivir en carros familiares. Sobre todo, el carro familiar se convertía en un lastre para el ejército, en un obstáculo para la agilidad de las operaciones militares en gran escala, especialmente en la ofensiva y en el paso de los obstáculos fluviales. De ahí la rigurosa norma del dueño de la estepa: prohibir categóricamente que las mujeres –que seguían al ejército en los carros– parieran hasta la culminación victoriosa de la campaña occidental. Dictó esta orden año y medio antes de salir de campaña. En esta ocasión, les dijo:

–Cuando hayamos sometido a los países occidentales detendremos los caballos, bajaremos del estribo, y entonces las mujeres de los carros podrán parir cuanto gusten. Hasta entonces, que mis oídos no oigan noticias de nacimientos en los turnen...

Gengis Kan rechazaba incluso las leyes de la naturaleza en favor de sus victorias militares, cometiendo un sacrilegio contra la propia vida y contra Dios. Quería poner también a Dios a su servicio, pues la fecundación es la nueva de Dios.

Nadie, ni en el pueblo ni en el ejército, se rebeló ni pensó en rebelarse ante esta arbitrariedad; en aquellos días el poder de Gengis Kan había alcanzado una fuerza y una concentración tan inauditas que todos se sometieron incondicionalmente a la increíble orden que prohibía la reproducción, pues la desobediencia se castigaba inevitablemente con la muerte...

Hacía ya dieciséis días que Gengis Kan iba de camino, de campaña contra Occidente, y experimentaba un estado de ánimo especial, desusado. Exteriormente, el Gran Kan se comportaba como siempre, como correspondía a su persona: severo, distante, como el halcón en horas de reposo. Pero su alma estaba exultante, cantaba canciones y componía versos:

... Una noche nubosa


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