Sí, el jinete y el caballo eran dignos uno de otro. La fuerza del uno se parecía a la del otro. Por eso, la pose de Gengis Kan a caballo era como la de un halcón. Las plantas de los pies del robusto jinete de rostro bronceado, firmemente asentado en la silla, se apoyaban desafiantes en los estribos, con orgullo y seguridad. Se sentaba en el caballo como en el trono: erecto, con la cabeza muy alta, con un sello de pétrea tranquilidad en su cara de ojos estrechos y pómulos salientes. Emanaba la fuerza y la voluntad del gran caudillo que conduce un innumerable ejército a la gloria y a las victorias...
Y la causa especial del talante animado de Gengis Kan era la nube blanca que flotaba sobre su cabeza como un símbolo, como la corona de su gran destino. Y en este sentido, todas las cosas coincidían. La nube... el Cielo... Y delante, en el sentido de la marcha, ondeaba en manos del abanderado el estandarte de campaña, que siempre se encontraba donde estaba Gengis Kan. Había tres hombres con el estandarte, tres abanderados imponentes y orgullosos del cargo excepcionalmente honorífico que se les había confiado. Los tres montaban idénticos caballos azabache, a cual mejor. En el centro, el que llevaba el asta, y a los lados, con las picas inclinadas hacia adelante, sus acompañantes. La tela negra, cosida con seda y oro, palpitaba al viento dando sombra al camino del kan, y el dragón bordado en ella, que vomitaba una clara llama por las fauces, parecía vivo. El dragón aparecía saltando, y sus ojos agudos e iracundos, prominentes como los de un camello, se agitaban de un lado para otro con la tela como si realmente estuvieran vivos...
Desde primeras horas de la mañana, el infatigable kan dirigía la campaña desde la silla. Los noionesgalopaban hacia él desde los distintos lugares para traerle informes, recibían indicaciones en plena marcha y regresaban al galope a sus puestos en el ejército en marcha. Debían darse prisa si querían alcanzar el principal obstáculo de la campaña —las orillas del gran río Itil— antes de las lluvias que preceden al invierno y antes de que los caminos se estropearan; allí esperarían los fríos, cruzarían el río por el firme de hielo y continuarían avanzando hacia su anhelado objetivo: la conquista de Occidente.
La marcha duró hasta avanzada la tarde. En la hora que precede al crepúsculo, la estepa se extendía bajo los inclinados rayos del sol poniente hasta muy lejos, hasta tan lejos como cabe imaginar la amplitud del mundo visible. Y por este espacio iluminado, coloreado por un sol rojizo que desaparecía ya en su mitad por el horizonte, avanzaban las columnas hacia poniente, miles de jinetes, cada ejército dentro de sus límites, y todos marchaban hacia donde se ponía el sol; de lejos, parecía el curso de unos ríos negros nublados por las tinieblas.
Los fatigados lomos de los caballos no descansaron del peso de las sillas y de los jinetes hasta la noche, cuando el ejército se detuvo a pernoctar.
Pero por la mañana temprano retumbaron de nuevo en los campamentos los dobulbasy—enormes tambores de piel de buey—obligando al ejército a reanudar la marcha. Sacar del sueño a decenas de miles de personas no es tan sencillo. Pero quienes despertaban a los demás ponían gran celo en ello: el incesante tronar de los dobulbasyse extendía con su pesado estruendo por campos y campamentos.
A esa hora, el kan ya estaba despierto. Era casi el primero en despertar, y aquellas mañanas de otoño, aún claras, paseaba ante la palatina, concentrado en sí mismo, analizaba los pensamientos que se le habían ocurrido durante la noche, daba órdenes, y simultáneamente prestaba atención al rumor de los tambores que ponían al ejército sobre las sillas de montar y sobre las ruedas. Empezaba un día de tantos, se multiplicaban las voces, los movimientos, los ruidos, se reemprendía la marcha interrumpida durante la noche.
Retumbaban los tambores. Su rumor matinal no era únicamente un toque de diana, encerraba en sí mismo algo más. Era una incitación de Gengis Kan a los que iban con él en la gran campaña, era el aviso de un caudillo exigente e implacable que irrumpía en la conciencia de sus hombres con el tronar de los tambores como a través de una puerta cerrada, adelantándose con ello a cualesquiera otras ideas que no partieran de él, que no fueran las que les imponía él, su voluntad, ya que durante el sueño los hombres no están sujetos ni a la voluntad ajena ni a la suya propia; el sueño es una libertad mala, absurda y peligrosa que hay que cortar desde los primeros momentos de la vuelta a la realidad penetrando en las conciencias resueltamente y sin cumplidos, y haciendo que los durmientes vuelvan de nuevo al estado de vigilia, al servicio, a la sumisión incondicional, a la acción.
Semejante al bramido del toro, el rumor pesado de los tambores provocaba cada vez en Gengis Kan un escalofrío que tenía su origen en un antiguo recuerdo: en su adolescencia, dos toros enfurecidos se enzarzaron rugiendo salvajemente, levantando cascajo y polvo con las pezuñas, y él, hechizado por su rugido, cogió sin saber cómo el arco de guerra y atravesó con una flecha a su hermano de sangre Bekter, que estaba adormilado y que había discutido con él por un pequeño pez que habían pescado en el río. Bekter lanzó un grito salvaje, dio un salto y rodó por el suelo anegado en sangre. Él –Temuchin, sí, entonces no era más que Temuchin, el huérfano de Esugai-Baatura, prematuramente muerto– se echó a la espalda un dobulbasyque encontró abandonado junto a la yurta y corrió asustado hacia el monte. En el monte empezó a tocar el tambor larga y monótonamente, mientras su madre, Agolen, gritaba y aullaba abajo, mesándose los cabellos, maldiciendo al fratricida. Luego se congregaron otras personas que gritaban continuamente agitando los brazos, pero él no oía nada, váyase a saber por qué. Estuvo sentado en la montaña hasta el amanecer golpeando el dobulbasy...
El poderoso rumor de cientos de dobulbasyera ahora su grito de guerra, su rugido furioso, su impavidez y su furia, su señal a cuantos iban con él en la campaña para que la oyeran, se levantaran, actuaran, avanzaran hacia el objetivo, hacia la conquista del mundo. Y los dobulbasyle seguirían hasta el límite –en alguna parte debía tener el horizonte un límite–, y todo cuanto existe sobre la tierra, todas las personas y criaturas poseedoras de oído, oirían sus tambores de, guerra temblando en su interior. Incluso la nube blanca, que desde hacía poco era testigo inseparable de sus ocultos pensamientos, giraba suavemente sobre su cabeza, sin desviarse, bajo el ruido matinal de los tambores. Un impetuoso vientecillo hacía susurrar el estandarte imperial con su dragón bordado escupiendo fuego como si estuviera vivo. Y el dragón corría al viento por la tela vomitando una viva llama por sus fauces...
Aquellos días, las mañanas fueron muy apacibles.
Y por la noche, antes de acostarse, Gengis Kan salía a echar una mirada a su entorno. En los espacios desiertos ardían hogueras por todas partes, llameaban cerca y centelleaban a lo lejos. Humos blanquecinos se extendían por los vivaques militares, por los estacionamientos de carros y por los campamentos de los conductores de rebaños y caballos. Los hombres tragaban el rancho nadando en sudor y se hartaban de carne a satisfacción. El olor a cocido, procedente de los enormes trozos de carne de las calderas, atraía a los hambrientos animales de la estepa. Brillaban en la oscuridad los ojos febriles de las desgraciadas criaturas, y llegaba hasta el oído su melancólico aullido.