No obstante, la cosa era muy distinta cuando se trataba del Cielo, que personificaba la Eternidad y la Infinitud, de las que hablaban ahora los peregrinos del Himalaya y los eruditos viajeros. Sí, sólo Él, el inescrutable Cielo, escapaba a su poder, era imposible de aprehender, inaccesible. Ante el Cielo-Tengra, él mismo no era nadie, no podía rebelarse, ni aterrorizarlo, ni ponerse en campaña. No quedaba más que rezar e inclinarse ante el Cielo-Tengra, que regía los destinos terrenos y, según aseguraban los eruditos del Himalaya, el movimiento de los mundos. Por lo tanto, como todo mortal, Gengis Kan suplicaba al Cielo con promesas sinceras, y con sacrificios, que fuera benévolo con él y lo protegiera, que lo ayudara a dominar firmemente el mundo de los hombres, y si había una grandísima cantidad de Tierras en el universo, como aseguraban los sabios errantes, nada le costaba al Cielo darle ésta a él, a Gengis Kan, para su dominio total e indivisible, para el dominio de su estirpe de generación en generación, pues no había en el mundo hombre más poderoso ni más digno entre la gente; no había quien le superara en fuerza para gobernar los Cuatro Puntos Cardinales del Mundo. En su fuero interno, cada vez estaba más convencido de que tenía un derecho especial a pedir al Cielo Supremo lo que nadie se habría atrevido a pedir –el dominio ilimitado sobre todos los pueblos–, pues debiendo haber alguien que mande, que sea aquel que sepa someter por la fuerza a los demás. En su infinita misericordia, el Cielo no había puesto impedimentos a sus conquistas, al acrecentamiento de su dominio, y cuanto más tiempo transcurría, más se afirmaba en Gengis Kan la seguridad de que el Cielo le tenía una especial consideración, que las fuerzas supremas del Cielo, desconocidas para los hombres, estaban de su parte. Todo le salía bien, y en cambio, ¡qué furiosas maldiciones atraían sobre su cabeza las bocas que clamaban en todas las regiones que había pasado a sangre y fuego!, pero ninguna de estas míseras maldiciones había repercutido de alguna manera sobre su grandeza continuamente creciente, ni sobre su gloria universalmente temida. Al contrario, cuanto más le maldecían más despreciaba los gemidos y los lamentos dirigidos a los Cielos. Y sin embargo, había casos en que serias dudas y temores de provocar la ira del Cielo, y de atraer sobre sí el castigo celestial, estaban a punto de introducirse subrepticiamente en su alma. Y entonces el Gran Kan se quedaba inmóvil cierto tiempo comprimiéndose en sí mismo, dejando que sus súbditos descansaran levemente, y se mostraba dispuesto a aceptar el justo reproche del Cielo e incluso a arrepentirse. Pero el Cielo no se irritaba, no daba ninguna muestra de su descontento ni le privaba de su ilimitada gracia. Y él, como en un juego de azar, cada vez se lanzaba a un riesgo mayor, a un desafío de lo que se consideraba la justicia celestial, tentando la paciencia del Cielo. ¡Y el Cielo tenía paciencia! De ello sacó la conclusión de que todo le estaba permitido. Y con los años se afirmó en la seguridad de ser el elegido del Cielo, por ello era el Hijo del Cielo.

Y si creía en algo que sólo se puede creer en las fábulas, no era porque en las grandes festividades cantasen a caballo los cantores que cabalgaban delante de las multitudes llamándole Hijo del Cielo mientras millares de brazos entusiasmados se alzaban al Cielo: eso era sólo un ruin halago humano. Era su propia experiencia la que le hacía llegar a la conclusión de que el Cielo Divino le protegía en todas sus empresas porque él respondía a las intenciones de Cielo-Tengra, o dicho de otra manera, él era el transmisor de la voluntad del Cielo Supremo en la Tierra. Y el Cielo, como él, sólo admitía la fuerza, la manifestación de la fuerza, sólo admitía al portador de la fuerza, que él consideraba ser...

De otro modo, cómo se podría explicar lo que a veces le asombraba incluso a él mismo: la impetuosa ascensión –parecida a la del halcón que levanta el vuelo– hacia las alturas de una gloria amenazadora y vertiginosa, hacia el dominio del mundo, de un muchacho huérfano, descendiente de una estirpe empobrecida de pequeños ganaderos que vivían desde hacía siglos de la caza y de la ganadería. Cómo había podido suceder la conquista, inaudita en la historia, de un poder tan gigantesco. En verdad, en el mejor de los casos, la vida habría podido disponer para el temerario huérfano el destino de osado cuatrero-saqueador, lo que fue en un principio. No era preciso adivinarlo: sin la providencia del Cielo-Tengra, nunca Temuchin, poseedor de un solo caballo, habría estado a la sombra de una bandera con dorados dragones que vomitaban fuego, y nunca se habría llamado Gengis Kan ni ocupado la presidencia bajo la cúpula de la dorada.

¡Y ahora, como confirmación de que era precisamente así, se había presentado un testimonio irrefutable de la complacencia del Cielo para con el kan de Asia! A la vista estaba la maravillosa nube, predicha con antelación por un profeta errante que por poco no paga con la cabeza su pobreza de espíritu. ¡Pero sus palabras se habían hecho realidad! La nube blanca era un mensaje del Cielo al Hijo del Cielo, un signo de aprobación y benevolencia anunciador de grandes victorias.

A ninguno de los muchos millares de hombres que participaban en la campaña le pasó por la cabeza qué podía ser aquel milagro, y ninguno advirtió que la nube blanca seguía su camino, a nadie se le ocurrió de dónde salía ni para qué. ¿Hay alguien, acaso, que siga con la mirada las nubes libres? Sólo él, el Gran Kan, que encabezaba el ejército de la estepa y lo conducía a una nueva conquista del mundo, comprendía el elevado sentido de la aparición de la nube blanca, sólo él se sentía impresionado por una sospecha increíble, y a veces creía, y otras no, en la posibilidad de tan inaudito fenómeno. Le dominaba una angustiosa duda: ¿debía confiar a los demás sus observaciones y sus pensamientos, o no valía la pena? ¿Qué pasaría si se sinceraba, si confiaba el secreto, y de pronto la nube desaparecía en un abrir y cerrar de ojos? ¿No pensaría la gente que se había vuelto loco? Después, fortalecía de nuevo su espíritu y creíaque la nube no estaba allí porque sí, que no desaparecería súbitamente, que había sido enviada graciosamente por el Cielo como señal, y entonces se sentía invadido por la alegría, por una poderosa sensación de optimismo, de fe en su perspicacia, en lo acertado de la campaña que había emprendido para conquistar Occidente, y se reafirmaba aún más en su intención de crear a sangre y fuego el ansiado imperio mundial. Para eso iba. Era su perpetua e insaciable pasión de poder. Cuanto más tenía, más deseaba...

Y fueron discurriendo los días de la campaña.

En las alturas, la nube blanca no se desviaba a parte alguna, flotaba suavemente ante la mirada de Gengis-Kan, solemnemente montado en su célebre caballo amblador Juba. Crin blanca, cola negra, así había nacido. Los especialistas aseguraban que un caballo como aquél aparecía bajo una estrella especial una vez cada mil años. Era verdaderamente un andador insuperable, no un caballo de galope sino un andador incansable. Jubacaminaba amblando a un ritmo continuo, tenso, como la lluvia fuerte que cae monótonamente sobre la tierra con su ardiente aliento. De no ser por el bocado, un caballo así se agotaría en su fogoso celo hasta la última gota, como la lluvia derramada. En la antigüedad, un cantor decía: con un caballo así, un hombre cree ser inmortal...

Gengis Kan estaba contento, era feliz. Sentía en su persona una inaudita afluencia de fuerza, ansiaba actuar, volar hacia el objetivo, como si él mismo fuera un incansable caballo amblador, como si se lanzara a una mesurada pero inagotable carrera, como si se fundiera en cuerpo y alma, como se funden los ríos, en el tumultuoso remolino sanguíneo del caballo lanzado a la carrera.


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