–Sea como a ti te gusta. Pero escucha lo que voy a decirte, Dogulang –el hizo una pausa y luego dijo–: Ahora que ya tenemos un hijo debemos pensar lo que hay que hacer. Y de eso vamos a hablar ahora. Antes quiero decirte una cosa, para que lo sepas, aunque bien lo sabes, pero de todos modos te lo diré: siempre te he echado de menos y siempre siento nostalgia de ti. Y el temor más terrible no es perder la cabeza en combate sino perder esa nostalgia, verme privado de ella. Cuando parto con las tropas para algún lugar, pienso continuamente cómo separar de mí esa nostalgia, para que no perezca conmigo y se quede contigo. No puedo encontrar solución alguna, pero ansío que mi nostalgia se convierta en pájaro, o quizá en un animal, en algo vivo que pueda poner en tus manos diciendo: anda, toma, es mi nostalgia, que se quede para siempre contigo. Y entonces no me daría miedo perecer. Ahora comprendo que mi hijo ha nacido de mi nostalgia por ti. Y ahora siempre estará contigo.

–Pero aún no le hemos puesto un nombre. ¿Has pensado un nombre para él? –preguntó la mujer.

–Sí –respondió el –. Si estás de acuerdo le pondremos un buen nombre: ¡Kunán!

–¡Kunán!

–Sí.

–Por qué no, está muy bien. ¡Kunán! Joven Corcel. –Sí, corcel de tres años. En la plenitud de fuerzas. Crines como la tempestad, y cascos como el plomo.

Dogulang se inclinó sobre el bebé:

–Escucha, ¡tu padre va a decirte tu nombre!

Y el Erdene dijo:

Tu nombre es Kunán. ¿Me oyes, hijo? Kunán. En verdad que es así.

Hicieron una pausa cediendo involuntariamente a la solemnidad del momento. La noche era silenciosa. En el rebaño de caballos vecino únicamente ladraba un perro sin ira, y llegaba de la lejanía un prolongado relincho, quizá un caballo recordaba en mitad de la noche su tierra de la montaña, los rápidos ríos, la espesa hierba, la luz del sol sobre los lomos de los caballos... El niño que había adquirido un nombre dormía pacíficamente, y el destino de su niñez dormía también a su lado, de momento. Pronto debería volver a la realidad.

He pensado no sólo en el nombre de nuestro hijo –rompió el silencio el Erdene, y alisándose los bigotes con la palma de su fuerte mano dijo con un suspiro–: He pensado también en otra cosa, Dogulang. Como comprenderás, el niño y tú no podéis quedaros aquí. Hay que marcharse cuanto antes.

–¿Marcharnos?

–Sí, Dogulang, marcharnos, y cuanto antes mejor.

–Yo también lo he pensado, pero, ¿dónde vamos a ir? ¿Cómo? ¿Qué será de ti?

–Ahora te lo diré. Nos marcharemos juntos.

–¿Juntos? ¡Eso es imposible, Erdene!

–Sólo juntos. ¿Podría ser de otra manera?

–¡Piensa lo que estás diciendo, eres un del turnenderecho!

–Ya lo he pensado, lo he pensado muy bien.

–¿Pero a qué lugar huirás para escapar de las manos del kan? ¡No existe tal lugar en el mundo! ¡Vuelve a la realidad, Erdene!

–Ya lo he pensado todo. Escúchame con más tranquilidad. Al principio, cuando era permitido, cuando aún estábamos en populosas ciudades con mercados y vagabundos, no nos ocultamos. No en vano, Dogulang, te decía aquellos días: vistámonos con harapos de extranjeros, unámonos a los peregrinos y vámonos a vagar por el mundo.

–¿Por qué mundo, Erdene? –exclamó con amargura la bordadora–. ¿Dónde encontraremos una tierra en la que podamos vivir a nuestro aire? Más fácil es huir de Dios que del kan. Por eso no nos decidimos, ya lo comprendes. Además, qué guerrero de este ejército habría podido decidir semejante cosa. Y así nos quedamos con nuestro secreto, entre el terror y el amor: tú no podías abandonar el ejército, te habría costado la cabeza, y yo no podía abandonarte a ti, me habría costado la felicidad. Y ahora ya no estamos solos. Tenemos un hijo.

Callaron penosamente en medio de la inquietud que se apoderaba de ellos. Y entonces el dijo:

–A veces, la gente huye del deshonor y de la deshonra, del castigo por una traición: huye con tal de salvarse. Nosotros deberemos huir porque el destino nos ha mandado un hijo, pero deberemos pagar el mismo precio. No cabe esperar compasión. El kan nunca se ha hecho para atrás en el cumplimiento de sus órdenes. Hay que huir antes de que sea demasiado tarde, Dogulang. No muevas la cabeza. No hay otra salida. La felicidad y la desgracia crecen de una misma raíz. Tuvimos felicidad, no temamos ahora la desgracia. Hay que huir.

–Te comprendo, Erdene –dijo suavemente la mujer–. Tienes razón, naturalmente. Pero pienso qué será mejor, si morir o continuar viviendo. No hablo por mí. Soy tan feliz contigo que me digo: si es preciso moriré, aunque no me atrevo a matar lo que me ha llegado de ti. No sé si soy tonta o lista, pero no se me levantaría la mano...

–No te atormentes, no es preciso, no debes atormentarte de esta manera: ¡Vivir o no vivir! No quisimos sacrificar lo que aún no había nacido. Ahora ha nacido. Ahora hay que vivir para él. Huir y vivir. Ambos deseábamos un hijo.

–No me refiero a mí. Sino a otra cosa. ¿Puedes decirme una cosa? Si me ejecutan, ¿dejarán que viváis tú y tu hijo?

–No debes hablar así. No me humilles, Dogulang. ¿Se trata acaso de eso? Más vale que me digas cómo te sientes. ¿Podrás ponerte en camino? Viajarás en el carro con Altun, ella irá contigo, está dispuesta. Yo iré a caballo a tu lado para, en caso necesario, impedir...

–Como digas –respondió brevemente la bordadora–. ¡Con tal de estar contigo! De estar a tu lado...

Ambos callaron con las cabezas inclinadas sobre la cuna. –Escucha –empezó Dogulang–, se dice que el ejército pronto llegará a orillas del Zhaík [24]. Altun se lo oyó decir a los hombres.

Puede que dentro de dos días, ya no queda tanto. Y a las tierras bajas llegaremos mañana. Empezarán los bosques, los arbustos y matorrales, y allí estará el Zhaík.

–¿Es un río grande, profundo?

–El más grande en nuestro camino hacia el Itil.

–¿Y profundo?

–No puede cruzarlo a nado cualquier caballo, especialmente en las corrientes, pero en los brazos no es tan profundo.

–¿O sea que es un río profundo de corriente mansa?

–Tranquilo, como un espejo, pero hay lugares más rápidos. Ya sabes que mi infancia discurrió en las estepas del Zhaík, de allí procedemos. Y nuestras canciones proceden todas del Zhaík. Las noches de luna cantábamos nuestras canciones.

–Lo recuerdo –corroboró pensativa la bordadora–. En cierta ocasión me cantaste una que hasta el presente no he podido olvidar, era la canción de una muchacha a la que separaban de su amado y se ahogaba en el Zhaík.

–Es una canción antiquísima.


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