–Tengo una ilusión, Erdene, quiero hacer un bordado en tela de seda blanca: el agua ya se ha cerrado sobre la muchacha, sólo hay suaves olas, y alrededor, la vegetación, los pájaros, las mariposas, pero la muchacha ya no está, no pudo soportar su pena. Así, el que vea este bordado escuchará la melancólica canción de este triste río.
–Dentro de una jornada verás el río. Escúchame con atención, Dogulang. Mañana por la noche debes estar preparada. Cuando yo aparezca con el caballo de reserva, tú deberás salir inmediatamente con la cuna, sea la hora que sea. No podemos demorarnos. Ahora no podemos. Te llevaría esta misma noche donde fuera. Pero a nuestro alrededor todo es estepa abierta, no hay donde esconderse, donde ocultarse, todo está como en la palma de la mano, y las noches son de luna. Un carro por la estepa no huirá muy lejos si le persiguen a caballo. Pero más allá, en el Zhaík, empiezan los lugares con vegetación, allí todo será de otra manera...
Estuvieron conversando largo tiempo, callándose a veces y poniéndose otras a discutir lo que les aguardaba en la antesala del destino desconocido que se avecinaba, hoy un destino para tres, con el niño que había nacido. Y el pequeño no se hizo esperar, al poco rato se removió gimiendo en la cuna y se echó a llorar piando con el lloriqueo de un cachorro. Dogulang lo tomó rápidamente en brazos. Turbada por la falta de costumbre, se dio a medias la vuelta y se aplicó el niño al pecho, tan familiar para el , innumerables veces besado por él con arrebatado impulso, un pecho liso y blanco que comparaba en su fuero interno con la redondeada espalda de un pato acurrucado. Ahora, todo aparecía bajo la nueva luz de la maternidad. Y al le brillaba la mirada de sorpresa y entusiasmo mientras movía en silencio la cabeza pensando que después de haber sufrido tanto en los últimos días ahora se había realizado lo que debía realizarse en el plazo medido por la naturaleza: él era padre, Dogulang madre, tenían un hijo y la madre amamantaba a su hijo... Así estaba dispuesto desde el principio. La hierba nace de la hierba, y ésta es la voluntad de la naturaleza, las criaturas nacen de las criaturas, y ésta es también la voluntad de la naturaleza, y sólo el capricho del hombre puede obstaculizar lo natural...
El bebé chupaba el pecho a chupetones, el bebé se hartó, mimado por el pecho-pato.
–¡Qué cosquilleo! –rió alegremente Dogulang–. Mira qué vivaracho resulta. Se ha pegado al pecho y no hay quien lo arranque –iba diciendo como para justificar su risa feliz–. Verdaderamente, se te parece mucho nuestro Kunán. ¡Nuestro pequeño dragón, hijo del dragón grande! Mira, ha abierto los ojos. Mira, mira, Erdene, son tus ojos, y la nariz es la misma, y los labios exactamente...
–Se parece, naturalmente, se parece mucho –aceptó de buen grado el –. Reconozco en él a alguien, vaya si lo reconozco.
–¿Cómo que a alguien? –se asombró Dogulang.
–¡A mí, naturalmente, a mí!
–Anda, tómalo, cógelo en tus brazos. Coge esta bolita viva. Tan liviana. Como si sostuvieras una liebrecita.
El tomó al niño tímidamente. La fuerza y el peso de sus propios brazos eran superfluos en aquel momento, impropios, y no sabiendo qué hacer, cómo colocar las palmas de las manos alrededor del cuerpecito indefenso del niño, lo estrechó cuidadosamente, o más exactamente, lo acercó a su corazón. Al buscar un punto de comparación con aquella sensación de ternura hasta entonces desconocida, sonrió feliz por haberla descubierto en aquel instante y dijo emocionado:
–Sabes, Dogulang, no es una liebrecita lo que tengo en brazos sino mi corazón.
El pequeñuelo no tardó en dormirse. Había llegado también la hora de que el volviera a su puesto en el ejército.
Avanzada la noche, al salir de la yurta de su amada, el Erdene miró la luna, que había adquirido una brillante fuerza lumínica sobre el otoñal Sary-Ozeki, y experimentó una soledad total. No tenía ganas de irse, deseaba volver de nuevo con Dogulang, con su hijo. Los misteriosos e intensos sonidos de la noche esteparia sin fondo cautivaban al . Descubría algo incomprensible y maligno en el destino que le arrastraba a participar en los actos del Gran Kan, y a ir con él de campaña a occidente, a su servicio. Se habían arriesgado a un gran peligro: en cualquier momento, el castigo inevitable por el nacimiento del niño podía destruirlos. Es decir, lo que les ligaba al Soberano de los Cuatro Puntos Cardinales era algo antinatural, incompatible con su vida a partir de hoy, algo que hacía que se excluyeran mutuamente, y la conclusión a sacar era una: huir, conquistar la libertad, salvar la vida del niño...
Un poco más allá se encontró con la sirvienta Altun que durante todo ese tiempo había cuidado de su caballo, lo había alimentado con el grano que había en el saco de campaña.
¿Qué, ya has visto a tu hijo? –dijo animadamente Altun. –Sí, Altun, gracias.
¿Le has puesto un nombre?
–¡Su nombre es Kunán!
Es un buen nombre. Kunán.
Sí. Que el Cielo te escuche. Y ahora, Altun, voy a decirte lo que debo decir ya sin demora. Eres como una hermana para mí, Altun. Y para Dogulang y su hijo eres una buena madre enviada por el destino. De no haber sido por ti no habríamos podido estar juntos durante la campaña, habríamos sufrido con la separación. Y quién sabe, puede que Dogulang y yo no hubiéramos vuelto a vernos nunca más. Pues el que va a laguerra, guerra encuentra por partida doble... Y te estoy agradecido.
–Lo comprendo –dijo Altun–. Comprendo estas cosas. ¡La verdad, Erdene, te has metido en un asunto tan inaudito! –Altun torció la cabeza. Y añadió–: Gracias a Dios, todo ha salido bien. Lo que comprendo –prosiguió– es que hoy eres un de este gran ejército, pero mañana puedes ser un noion, con honor, para toda la vida. Y entonces tú y yo no hablaríamos de lo que estamos hablando. Tú eres un y yo una esclava. Y con esto queda dicho todo. Pero escogiste otro camino, el que tu alma te dictó. La ayuda que puedo prestar es sujetarte el caballo. Me colocaron aquí para servir a tu Dogulang, ya sabes, para que la ayudara en el trabajo. Yo le soy adicta con toda el alma, pues ella, así lo pienso, es hija del dios de la belleza. ¡Sí, sí! ¡Es guapa, cómo no! Pero no me refiero a esto. Sino a otra cosa. Las manos de Dogulang tienen una fuerza mágica, ovillos de hilo y pedazos de tela puede tenerlos cualquiera, pero lo que borda Dogulang nadie puede imitarlo. Lo sé por mí misma. Sus dragones corren por las banderas como si estuvieran vivos. Sus estrellas arden en la tela como en el cielo. Te lo digo, es una maestra de Dios. Y yo estaré con ella. Y si pensáis huir, iré con vosotros. En la fuga no podría arreglárselas sola, ya ves, acaba de parir.
–De esto quería hablarte, Altun. Mañana, cerca de la medianoche, hay que estar preparados. Huiremos. Tú, en un carro con Dogulang y el niño, y yo al lado, a caballo, llevando de la brida otro caballo de reserva. Huiremos a las tierras bajas del Zhaík. Lo principal es que al amanecer podamos escondernos lo más lejos posible, y que por la mañana los perseguidores no puedan encontrar el rastro. Y entonces huiremos...
Guardaron silencio. Antes de subirse a la silla, el Erdene inclinó la cabeza y besó la seca palma de la mano de la sirvienta Altun, comprendiendo que la misma providencia les había enviado, a Dogulang y a él, aquella pequeña mujer que, capturada años ha en tierras chinas, al final había envejecido de sirvienta en los carros de Gengis Kan. Quién era para él, a fin de cuentas: una casual compañera de viaje en el remolino de la campaña de Occidente de Gengis Kan. Sí, pero en esencia sería el único apoyo seguro de los amantes en una época fatal para ellos. El comprendía que sólo podía confiar en ella, en la sirvienta Altun, y en nadie más de este mundo, ¡en nadie más! Entre decenas de miles de hombres armados que iban a una gran campaña, que se lanzaban al combate con gritos terroríficos, sólo ella, la vieja sirvienta del carro, podía ponerse de su parte. Sólo ella y nadie más. Y así sucedió después.