Abutalip volvió al departamento y tomó a disgusto la mochila olvidada. Cuando volvió a salir al pasillo a punto estuvo de tropezar con dos miembros del servicio local que iban por el vagón con aire apresurado y preocupado.

–¡Deténte! –el vigilante empujó a Abutalip contra la pared–. ¡Deja paso! Que pasen los camaradas.

Al salir del vagón, Abutalip oyó que aquellos dos hombres llamaban a la puerta del departamento de Tansykbáyev.

–¡Camarada Tansykbáyev! –llegaron sus voces agitadas–. ¡Bienvenido! ¡Le esperábamos con impaciencia! ¡Con qué impaciencia! Tenemos aquí una buena nevada. ¡Disculpe! ¡Permita que nos presentemos, camarada comandante!

La escolta armada –tres hombres con gorras de orejeras y uniforme de soldado– estaba abajo esperando al preso, a quien tenían orden de conducir a un coche cerrado a través de las vías.

–¡Anda, baja! ¿Qué esperas? –le apresuró uno de los hombres de escolta.

Acompañado por el vigilante, Abutalip descendió en silencio los peldaños del vagón. Se respiraba un aire frío muy vivo, caía polvo de nieve. Las manillas heladas le cortaban cruelmente la mano. Oscuridad rota por las luces de las vías de una estación desconocida, maraña de raíles barridos por la ventisca, inquietantes silbidos de las máquinas de maniobras.

–¡Entrego al preso número noventa y siete! –informó el vigilante a la escolta.

–¡Tomo al preso número noventa y siete! –respondió como un eco el jefe de la escolta.

–¡Listos! ¡Andando donde te manden! –dijo a Abutalip el vigilante como despedida. Y luego añadió sin saber por qué–: Allí te meterán en un coche y te llevarán...

Abutalip avanzó bajo escolta por las vías, saltando al azar los raíles y las traviesas. Caminaban hundiéndose en la nieve. Abutalip llevaba la mochila al hombro. Ora aquí, ora allá, sonaban los silbidos de las locomotoras del turno de noche.

Los colegas de Orenburg habían acudido al departamento de Tansykbáyev para llevarlo a un hotel; no obstante, se quedaron un poco para celebrar su llegada. Dispuestos a entablar amistad, los colegas propusieron beber y tomar alguna cosa allí mismo, en el departamento, tanto más por ser de noche y hora no laboral. Quién no habría aceptado. Durante la conversación, Tansykbáyev juzgó posible decir que el asunto estaba en vías de arreglo, que podían estar seguros del éxito del careo, motivo por el cual habían venido de Alma-Atá.

Los colegas pronto se hicieron amigos. Estaban conversando animadamente cuando sonaron en el exterior unas voces excitadas y el ruido de pasos por el pasillo del vagón. El vigilante y un soldado de escolta irrumpieron en el departamento. El soldado estaba ensangrentado. Con la cara horrorosamente alterada, saludó a Tansykbáyev y gritó:

–El preso número noventa y siete ha muerto!

–¿Cómo que ha muerto? –saltó fuera de sí Tansykbáyev–. ¿Qué significa muerto?

–¡Se ha arrojado bajo una locomotora! –precisó el vigilante jefe.

–¿Qué significa que se arrojó? ¿Cómo se arrojó? –Tansykbáyev sacudió furioso al vigilante.

Cuando llegamos a las vías, las máquinas de maniobras se movían a derecha e izquierda –empezó a explicar confusamente el soldado–. Estaban moviendo un convoy. De acá para allá... Nos detuvimos a esperar que pasara... Y el preso blandió de pronto la mochila, me golpeó en la cabeza y se echó directamente bajo la máquina, bajo las ruedas...

Todos guardaron silencio, completamente confundidos ante lo inesperado del suceso. Tansykbáyev empezó a prepararse febrilmente para salir.

–¡Qué canalla, qué malvado, se ha librado! –soltó con un temblor en la voz–. ¡Arruinó tódo el asunto! ¡Ah! ¡Qué cosas! ¡Escapó, realmente, escapó! –hizo un gesto de desesperación con la mano y se sirvió un vaso lleno de vodka.

Sus colegas de Orenburg, sin embargo, no dejaron de advertir al soldado que toda la responsabilidad de lo sucedido recaía en la escolta...

CAPÍTULO X

En el océano Pacífico, al sur de las Aleutianas, bastante después de mediodía. Continuaba la misma tempestad, y seguían por todo el espacio visible las hileras de olas, una tras otra, constituyendo el invisible movimiento del elemento líquido de horizonte a horizonte. El portaviones Conventsiase balanceaba ligeramente sobre las olas. Se encontraba en el mismo lugar de antes, a la misma distancia por aire de San Francisco que de Vladivostok. Todos los servicios del barco, del programa científico internacional, estaban en tensión, perfectamente preparados para pasar a la acción.

En aquel momento tenía lugar a bordo del portaviones una reunión de urgencia de las comisiones plenipotenciarias que estudiaban la extraordinaria situación planteada como resultado del descubrimiento de una civilización extraterrestre en el sistema del astro Poseedor. Los paritet-cosmonautas 2-1 y 1-2, que estaban con los extraterrestres por su libérrima voluntad, se encontraban todavía en el planeta Pecho Forestal después de la triple advertencia del Centrun, a través de la estación orbital Paritet, en el sentido de que en ningún caso emprendieran ninguna acción hasta recibir indicaciones precisas del Centrun.

Esta orden categórica reflejaba en realidad no sólo la confusión de las mentes, sino también una situación excepcionalmente complicada que se agudizaba de forma incontenible, una incandescencia de la discordia en las relaciones entre las dos partes, que amenazaba con la ruptura total de la cooperación, y lo que es peor, con una abierta confrontación. Lo que recientemente suscitaba en las partes un interés por integrar la potencia técnico-científica de los Estados líderes –el programa «Demiurg»—, había quedado automáticamente en segundo plano y había perdido de golpe toda su importancia a la vista del super-problema inesperadamente planteado con el descubrimiento de una civilización extraterrestre. Los miembros de la comisión sólo comprendían claramente una cosa: aquel inaudito descubrimiento, que no podía compararse con ningún otro, ponía definitivamente a prueba los fundamentos de la cooperación mundial actual, todo lo que se había propugnado, cultivado y elaborado en la conciencia de las generaciones de siglo en siglo, todo el conjunto de normas de existencia. ¿Podía alguien atreverse a dar tan temerario paso? Y eso sin entrar ya en elucubraciones sobre la seguridad total del globo terráqueo.

Y aquí, como suele ocurrir siempre en todos los momentos críticos de la historia, se pusieron al descubierto con toda su fuerza las radicales contradicciones entre los dos sistemas socio-políticos de la Tierra.

El estudio de la cuestión se desorbitó hasta llegar a ardientes debates. Las diferencias de puntos de vista y de enfoque, adoptaban cada vez más el carácter de posiciones irreconciliables. El asunto se desplazaba impetuosamente hacia la confrontación, hacia las amenazas mutuas, hacia conflictos que, escapando al control, eran capaces de conformar una guerra mundial. Por ello, cada parte intentaba abstenerse de los extremismos ante el peligro común que representaba semejante desarrollo de los acontecimientos, pero el factor más moderador era el repudio, o más exactamente, el peligro de un estallido de la conciencia terrena que pudiera producirse espontáneamente si la noticia de la civilización extraterrestre se convertía en un hecho de general conocimiento... Nadie podía dar una seguridad sobre los resultados de este desenlace...


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