Abutalip miraba por la ventanilla con tanta tensión como si lo que viera fuera algo que debiera recordar toda su vida, hasta el último suspiro, hasta la última luz de sus ojos. Y todo cuanto veía en aquella hora, poco antes del mediodía de un febrero invernal –montones de nieve, claros junto al ferrocarril, estepa desnuda en ciertos lugares y nevada en otros– lo percibía como una visión sagrada, con palpitaciones, súplicas y amor. Una colina, una quebrada, el sendero que recorrían Zaripa y él con la pala al hombro cuando iban a reparar los caminos, el pequeño despoblado por donde en verano corría la chiquillería de Boranly, y también sus hijos Daúl y Ermek... Un grupo de camellos, y más allá otra pareja de estos animales; uno de ellos, el Karanarde Yediguéi, que se podía distinguir de lejos, siempre tan poderoso, se dirigía sin prisas a alguna parte. Pero qué es esto, de pronto empezaba a nevar, los copos de nieve se agitaban en el aire ante la ventanilla, sí, claro, en realidad el cielo estaba ya hinchado de nubes por la mañana, por lo tanto haría mal tiempo, pero la nieve podía haber esperado un poquito, sólo un poquito, pues ya se divisaban los corrales de los camellos y el primer techo con su chimenea humeante, y allí estaba la aguja y el tren pasaba a la vía de reserva, las ruedas repiqueteaban en las juntas, y el guardagujas de la garita, con el banderín en la mano, pero si era Kazangap, nudoso como un árbol seco; oh Dios, pasaba rápidamente la garita de Kazangap, el tren seguía adelante, junto al poblado: allí estaban las casitas, sus techos y ventanas, alguien entraba en una casa, Abutalip sólo vio su espalda, y alguien manejaba unas perchas y unas tablas construyendo algo para los niños. Yediguéi, sí, era él, Yediguéi, con su chaqueta acolchada, arremangado, a su lado la hijita, y con ella Ermek, sí, mi Ermek querido, mi querido hijo le entregaba algo recogido del suelo, oh Dios, su cara sólo había aparecido fugazmente, y dónde estaba Daúl, dónde Zaripa. Pasaba una mujer embarazada, la esposa de Saúl, el jefe del apartadero, y allí estaba también Zaripa con el pañuelo de la cabeza caído sobre los hombros, Zaripa y Daúl, ella llevaba al hijo mayor de la mano, iban donde Yediguéi y los chicos construían algo, caminaban sin saber que Abutalip se cerraba convulsa-mente la boca con el puño para no gritar, para no aullar salvaje y desesperadamente: «¡Zaripa! ¡Querida! ¡Daúl! ¡Daúl, hijo mío! ¡Soy yo! ¡Os veo por última vez! ¡Adiós! ¡Daúl! ¡Ermek! ¡Adiós! ¡No me olvidéis! ¡No puedo vivir sin vosotros! ¡Me moriré sin vosotros, sin mis queridos hijos, sin mi amada esposa!
»¡Adiós!»
Y cuando el tren ya hacía rato que había dejado atrás el tan esperado apartadero de Boranly-Buránny, todo lo visto en el centelleo de un instante surgía de nuevo, una y otra vez, ante la vista de Abutalip. Y ante la ventanilla nevaba ya densa y abundantemente, todo había quedado atrás hacía rato, pero para Abutalip Kuttybáyev el tiempo se había detenido en el espacio recorrido, en aquel fragmento de camino que contenía todo el dolor y todo el sentido de su vida.
Y ya no pudo separarse de la ventanilla, aunque era absurdo mirar por ella a causa de la nieve. Y se quedó pegado a la ventanilla, impresionado al constatar que, aunque no aceptaba la injusticia que le imponían, se veía forzado a someterse a la voluntad de otro, a pasar junto a su esposa y sus hijos calladamente, a hurtadillas, pues a ello le obligaba esa fuerza que le había privado de la libertad, y él, en lugar de saltar del tren, de presentarse, de correr abiertamente hacia la familia que le echaba de menos, había estado mirando por la ventanilla, humillado y mísero, y había permitido que Tansykbáyev le tratara como a un perro al que se ordena que se siente en un rincón y no se mueva. Y para sosegarse de alguna manera, Abutalip se dio palabra de algo que no pronunció pero sí comprendió...
Abutalip bebía ahora hasta el fondo la amarga dulzura de aquel encuentro pasajero. Era lo único que quedaba al alcance de sus fuerzas, lo único que quedaba de su libertad: resucitar una y otra vez lo que había visto, detalladamente, hasta en las minucias. Que había visto primero a Kazangap, siempre el mismo, con su sempiterno banderín en la nervuda mano, en su puesto de siempre (la de trenes a los que habría dado paso en su vida, de pie en uno u otro extremo del apartadero); y que luego habían pasado las casitas de Boranly, los corrales del ganado, los humos de las chimeneas, y después, que estuvo a punto de atragantarle su propio grito, su desesperación, y que consiguió encerrar en la boca este grito al ver a Ermek entre la chiquillería, al lado de Burani Yediguéi, que construía algo para los niños y que era el hombre fiel que había quedado en el mundo como una roca, tal como era. Ermek entregaba una tabla y alguna otra cosa a Yediguéi, tan bien dispuesto con los niños, grueso, moreno de cara, con la chaqueta acolchada arremangada, con sus botas de cuero artificial, y el niño con la vieja gorra de invierno y sus botas de fieltro. Y Zaripa iba hacia ellos con Daúl. Pobre y querida Zaripa, la había visto muy de cerca, el pañuelo se le había caído sobre los hombros dejando al descubierto sus negros y ondulados cabellos, y su cara pálida, tan conmovedora y deseada. El abrigo desabrochado, las rudas botas que le había comprado él, la inclinación de la cabeza hacia su hijo –le estaba diciendo algo–, todo esto, infinitamente próximo, querido, inolvidable, continuó acompañando largo rato a Abutalip en su despedida mental después del encuentro... Y nada podía reemplazar esta pérdida, nada, nunca...
Estuvo nevando todo el camino, la ventisca barría y arremolinaba la nieve. En una de las estaciones, antes de Orenburg, el tren se detuvo una hora entera: limpiaban las vías de montones de nieve... Se oían voces, la gente trabajaba maldiciendo el mal tiempo y todo lo de este mundo. Luego el tren se puso de nuevo en marcha y anduvo envuelto en los torbellinos de la nevasca. Estuvieron largo rato para entrar en Orenburg, los árboles del camino se alzaban vagamente en forma de negros, silenciosos y retorcidos troncos, como el árbol seco de un cementerio abandonado. Prácticamente, no podía verse ni la ciudad. En la estación de clasificaciones volvieron a parar largo rato durante la noche: desenganchaban el vagón especial. Abutalip lo comprendió por los topetazos de los vagones, por los gritos de los enganchadores, por los silbidos de las locomotoras de maniobras. Luego, arrastraron el vagón a cierta parte, seguramente a una vía muerta.
Era ya muy avanzada la noche cuando el vagón especial fue colocado en el lugar que le habían destinado. El último topetazo, la última orden desde abajo: «¡Muy bien! ¡Dejadlo!». El vagón quedó como clavado en el suelo.
–¡Bueno, eso es todo! ¡Prepárate! ¡Sal, preso! –ordenó el celador jefe a Abutalip abriendo la puerta del departamento–. ¡No te demores! ¡Sal! ¿Te has dormido? ¡A tragar aire fresco!
Abutalip se levantó lentamente, fue hacia él, acercándose hasta casi tocarlo, y dijo con aire. de renuncia:
–Estoy dispuesto. ¿Dónde hay que ir?
–Si estás dispuesto, ¡camina! La escolta te indicará dónde hay que ir –el vigilante dejó que Abutalip saliera al pasillo, pero luego, sorprendido e indignado, chilló deteniéndolo–: ¿Y te dejas la mochila, eh? ¿Dónde vas? ¿Por qué no tomas la mochila? ¿O quieres que llamemos a un mozo de cuerda para ti? ¡Vuelve y toma tu equipaje!