Mientras, Zaripa había escrito varias cartas a los correspondientes organismos pidiendo noticias de su marido y rogando que le comunicaran si podía tener una entrevista con él. De momento no había llegado ninguna respuesta. Kazangap y Yediguéi también se devanaban los sesos. Sin embargo, la gente sencilla se inclinaba a explicar esta situación por el hecho de que en el apartadero de Boranly-Buránny no había servicio postal directo. Era preciso entregar las cartas en la estación de Kumbel a través de otra persona o llevándolas personalmente. La llegada del correo también era a través de Kumbel, y asimismo gracias a los buenos oficios de otra persona... Y este medio de comunicación, como se sabe, no siempre es el más rápido.
Así pues, un día sucedió...
En los últimos días de febrero, Kazangap fue a Kumbel a visitar a Sabitzhán en el internado. Fue a lomos de su camello. En invierno se pasaba demasiado frío en los trenes de mercancías. No se podía entrar en los vagones, estaba prohibido, y en las plataformas abiertas el viento era insoportable. En camello, en cambio, bien abrigado, se podía con buena marcha ir y volver tranquilamente en un día, y hacer allí lo necesario.
Aquel día, Kazangap regresó al caer la tarde. Mientras se apeaba, Yediguéi pensó que Kazangap estaba de malhumor, que parecía sombrío, y que seguramente su hijo habría hecho alguna de las suyas en el internado; además, seguramente estaría cansado de trotar con el camello de acá para allá.
–¿Qué tal el viaje? –le interpeló Yediguéi.
–Bien –respondió sordamente Kazangap, ocupado en sus paquetes. Luego se volvió, y después de pensarlo, dijo–: ¿Estarás dentro de un rato en casa?
–Sí.
–Tengo que hablar contigo. En seguida pasaré a verte.
–Hazlo.
Kazangap no se hizo esperar. Llegó con su Bukéi. Él iba delante, la esposa detrás. Ambos estaban muy preocupados por algo. Kazangap tenía un aspecto cansado, su cuello estaba más alargado, los hombros caídos, el bigote marchito. La gruesa Bukéi respiraba con ahogo, como si el corazón se acelerara tanto que no la dejara respirar.
–Pero qué caras ponéis, ¿no os habréis peleado? –se burló Ukubala–. Habéis venido a hacer las paces. Sentaos.
Si sólo fuera eso –dijo con voz más voluminosa Bukéi, que continuaba respirando pesadamente.
Después de echar una mirada a su alrededor, Kazangap preguntó con interés:
–¿Dónde están vuestras hijas?
–Están con Zaripa, jugando con los niños –respondió Yediguéi–. ¿Qué quieres de ellas?
Traigo malas noticias –anunció Kazangap mirando a Yediguéi y a Ukubala–. Es mejor que de momento no lo sepan los niños. Una gran desgracia. ¡Nuestro Abutalip ha muerto!
Pero ¿qué dices? –exclamó Yediguéi, mientras Ukubala, después de un breve chillido, se tapaba la boca con la mano y se ponía más blanca que la pared.
¡Ha muerto! ¡Ha muerto! ¡Desgraciados niños, desgraciados huérfanos! –recitó Bukéi en un tono medio susurro medio ronquido.
¿Cómo ha muerto? –se aproximó Yediguéi a Kazangap, asustado, sin creer aún lo que oía.
Ha llegado un papel a la estación.
Y todos hicieron entonces una pausa sin mirarse unos a otros.
–¡Ay qué pena! ¡Ay qué pena! –Ukubala se llevó las manos a la cabeza y empezó a gemir balanceándose de un lado a otro. –¿Dónde está ese papel? –preguntó finalmente Yediguéi.
El papel está en su sitio, en la estación –empezó a relatar Kazangap–. Bien, yo estuve en el internado y me dije, vamos, echaremos un vistazo a la estación, a la tiendecita esa de la sala de espera, Bukéi me ha pedido que compre jabón. Apenas llego a la puerta, me sale al encuentro el propio jefe de la estación, Chernov. Bueno, nos saludamos, nos conocemos de antiguo, y él va y me dice: «Ha sido una suerte encontrarte; pasa a mi despacho, tengo una carta, te la llevarás al apartadero». Abrió el despacho y entramos. Sacó de la mesa un sobre con letras de imprenta. «¿Trabajaba Abutalip Kuttybáyev con vosotros en el apartadero?» «Sí», le dije, «¿qué pasa?». «Pues que hace tres días llegó este papel y no tenía con quién mandarlo a Boranly‑Buránny. Toma, entrégalo a su esposa. Es la respuesta a su petición de informes. Según ahí está escrito, el hombre ha muerto», y me dijo una palabra incomprensible. «De un infarto», dijo. «¿Y qué es eso de infarto», le pregunté yo. Y él respondió: «Que se rompe el corazón». Ya veis, estalló su corazón. Me quedé pasmado. Al principio no lo creía. Tomé el papel. Decía: al jefe de la estación de Kumbel que comunique al apartadero de Boranly-Buránny la respuesta oficial para la ciudadana fulana de tal en respuesta a su petición, y seguía diciendo que el procesado Abutalip Kuttybáyev, etc., etc., había muerto de un ataque al corazón. Así estaba escrito. Lo leí, miré al jefe de la estación y no sabía qué hacer. «Ya ves qué cosas», dijo Chernov, y se encogió de hombros. «Toma, llévaselo.» Yo le dije: «No, no tenemos esas costumbres. No quiero ser un mensajero negro. Tiene hijos pequeños, no me atrevo a darles ese golpe, no. Nosotros, los de Boranly, primero nos lo consultamos entre todos y luego decidimos. Alguno de nosotros vendrá especialmente a por este papel y lo llevará como debe llevarse tan dura noticia, que no ha muerto un gorrión sino un hombre, o bien será su propia esposa, Zaripa Kuttybáyev, la que venga en persona a recibir el papel de vuestras manos. Y usted explíquele y cuéntele cómo sucedió todo». Y él me dijo a mí: «Eso es cosa tuya, como quieras. Sólo que yo nada tengo que contar ni que explicar. No conozco ningún detalle. Mi deber es entregar este papel a su destinatario. Eso es todo». «Bien», dije yo, «disculpe, pero que de momento el papel se quede aquí, yo ya lo transmitiré de palabra, y allí nos reuniremos para estudiar la cuestión». «Bien, ten cuidado», me dijo, «tú sabrás mejor que nadie lo que haces». Con eso le dejé, y todo el camino estuve arreando al camello y sufriendo con el corazón: «¿Qué vamos a hacer? ¿Quién tendrá suficiente ánimo para decírselo?».
Kazangap guardó silencio. Yediguéi se encorvó como si la pena se hubiera depositado sobre sus espaldas.
–¿Qué pasará ahora? –preguntó Kazangap, pero nadie le respondió.
–Ya lo sabía yo –movió amargamente la cabeza Yediguéi–. No soportó la separación de los niños. Eso era lo que yo más temía. No soportó la separación. Y la añoranza es algo terrible.
Los niños también echan tanto de menos a su padre que nos faltan las fuerzas para mirarlos. Si hubiera sido otro hombre, digamos, que le hubieran condenado no sé por qué, bueno, pero que le hubiesen condenado, pues nada, habría estado en prisión un año, o dos o lo que fuera, y habría vuelto. Él había estado prisionero de los alemanes, en los campos de concentración había sufrido lo suyo, tampoco fue dulce su permanencia con los guerrilleros, y todos aquellos años estuvo luchando en tierra extraña y no se dejó abatir, porque entonces estaba solo, seguía su camino, no tenía familia. Y ahora, como suele decirse, le han arrancado en carne viva de algo vivo, de lo más querido, de los niños. Y ha sucedido la desgracia...