–Sí, también pienso así –manifestó Kazangap–. No creía que la separación pudiera matar a un hombre. De no ser por eso, con lo joven, inteligente y leído que era, habría esperado a que se arreglara el asunto y le pusieran en libertad. En realidad, no era culpable de nada. Con la mente debió de comprenderlo, pero por lo que se ve, el corazón no resistió. El amor que sentía por sus hijos ha caído sobre su cabeza...

Luego estuvieron aún largo rato sentados examinando la situación, buscando el modo de preparar a Zaripa para aquella noticia, pero por más que pensaron e hicieron suposiciones, todo convergía en un solo punto: la familia había perdido al padre, los niños eran huérfanos, Zaripa viuda, y a eso nada se podía añadir ni quitar. Sin embargo, la proposición más sensata acabó por presentarla Ukubala:

–Que sea la misma Zaripa la que reciba ese papel en la estación. Que sufra este golpe allí, y no aquí con los niños. Y que decida allí, en la estación, lo que tiene que hacer, y también tendrá tiempo de pensarlo en el camino de regreso sobre si los niños deben saberlo, o de momento no es conveniente. Quizá decida esperar a que crezcan un poco más y se olviden un poco de su padre. Es difícil decirlo...

–Dices bien –la apoyó Yediguéi–. Es la madre. Que decida ella misma si tiene que comunicar o no a los niños la muerte de Abutalip. Yo, personalmente, no puedo...

Y Yediguéi no pudo continuar, la lengua no le obedecía,

carraspeó para disolver un acceso de compasión que le oprimía la garganta.

Y cuando llegaron a un acuerdo general, Ukubala le dijo a Kazangap:

–Es preciso, kazajo, que digáis a Zaripa que el jefe de la estación tiene unas cartas para ella. Que han llegado unas respuestas a su demanda de información. Pero que os han pedido que vaya ella personalmente. Y en segundo lugar –continuó–, no es posible enviar a Zaripa sola en un día así. Allí no tiene ni parientes ni amigos. Y el dolor más terrible es la soledad. Tú, Yediguéi, viajarás con ella y estarás a su lado en aquel momento. Quién sabe qué puede suceder con una desgracia tan grande. Dile que tienes que ir a la estación por tus asuntos, y viajáis juntos. Los niños se quedarán aquí en nuestra casa.

–Muy bien –aceptó Yediguéi los argumentos de su mujer–. Mañana le diré a Abílov que es preciso trasladar a Zaripa al hospital de la estación.

En eso quedaron. Pero sólo consiguieron partir para Kumbel dos días después en un tren que se detuvo a petición del jefe del apartadero. Era el 5 de marzo. Burani Yediguéi siempre recordaría aquel día.

Viajaron en un vagón general. Iba lleno de gente diversa, con sus familias, con el inevitable quehacer de un viaje, el hedor de aguardiente, el desordenado deambular, el jugar a cartas hasta el embrutecimiento, los cuchicheos medio ahogados de las mujeres, que se comunicaban unas a otras sus confesiones sobre lo difícil que es la vida, la embriaguez de los maridos, los divorcios, las bodas, los entierros... Aquella gente viajaba lejos. Y les acompañaba todo lo que constituía su vida cotidiana... Zaripa y su acompañante Burani Yediguéi se adhirieron por poco tiempo a sus desgracias y penas.

Naturalmente, Zaripa no se sentía muy tranquila. Sombría e inquieta, guardó silencio durante todo el camino, pensando seguramente qué respuestas la esperarían en el despacho del jefe de la estación. Yediguéi también guardó silencio la mayor parte del tiempo.

Hay, en efecto, gente compasiva y sensible capaz de advertir a primera vista que algo malo le sucede a una persona. Cuando Zaripa se levantó de su sitio y se dirigió a la plataforma, donde permaneció junto a la ventanilla, una mujer rusa, sentada en el banco frente a Yediguéi, dijo mirando con ojos bondadosos, otrora azules y ahora descoloridos por la edad:

–¿Qué pasa, hijito, tienes a tu mujer enferma?

–Yediguéi se estremeció.

–No es mi esposa sino mi hermana, buena mujer. La llevo al hospital.

–Sí, claro; ya veo que la pobre está sufriendo. Que lo pasa muy mal. En los ojos se refleja un lúgubre pesar. Seguramente, tiene miedo en su interior. Temerá que en el hospital le encuentren alguna terrible enfermedad. ¡Ay, qué vida esta! Si no naces no verás la luz, si naces, no evitarás el sufrimiento. Así son las cosas. Pero el Señor es misericordioso, ella es joven y saldrá adelante, creo yo –dijo, captando y comprendiendo de alguna manera la confusión y la tristeza que se apoderaban de Zaripa cada vez con mayor fuerza a medida que se aproximaban a la estación.

Había una hora y media de viaje hasta Kumbel. A los pasajeros del tren les tenía sin cuidado por qué parajes viajaban aquel día. Sólo preguntaban cuál era la próxima estación. Y el majestuoso Sary-Ozeki se extendía cubierto de nieve aún como un reino silencioso e infinito de espacios desiertos. Pero ya iban apareciendo los primeros reflejos del retroceso del invierno. Mostraban su negrura las calvas de los lugares deshelados de las pendientes, emergían los desiguales bordes de los barrancos, aparecían manchas fugaces en las estribaciones de los montículos, y en todas partes la nieve empezaba a asentarse a efectos del viento húmedo y tibio que se había levantado en la estepa desde la llegada de marzo. Sin embargo, el sol todavía se encerraba tras compactos y bajos nubarrones, grises y acuosos incluso por su aspecto. El invierno aún tenía vida: todavía podía nevar, y hasta podía levantarse una ventisca de última hora...

Yediguéi miraba por la ventanilla sin moverse de su sitio frente a la compasiva anciana y hablando de vez en cuando con ella, pero no se acercó a Zaripa. «Que esté sola –pensó–, que permanezca junto a la ventanilla y reflexione sobre su situación. Quizá algún presentimiento interior le sugiera algo. Es posible que recuerde el otro viaje, el que hicimos a principios del otoño del año pasado, cuando todos juntos, las dos familias con toda la chiquillería, subimos a un mercancías y fuimos a Kumbel a por sandías y melones, y nos sentimos muy felices, pues para los niños aquello fue una fiesta inolvidable.» Parecía haber pasado muy poco tiempo desde entonces. En aquel viaje, Abutalip y Yediguéi se sentaron junto a la puerta entreabierta del vagón, en la corriente de aire, y hablaron de toda clase de temas; los niños revoloteaban a su alrededor, contemplaban las tierras que pasaban volando frente a ellos, mientras las esposas, Zaripa y Ukubala, sostenían también una íntima conversación. Luego fueron de tiendas, pasearon por la plazuela de la estación, estuvieron en el cine, en la peluquería. Los niños comieron helado. Pero lo más tragicómico fue cuando todos juntos no pudieron convencer a Ermek para que se cortara el cabello, el niño temía sin saber por qué el contacto de la maquinilla con su cabeza. Y Yediguéi recordó que en aquel momento apareció Abutalip en la puerta, y que su hijito se precipitó hacia él, y él lo agarró y lo estrechó contra su pecho como protegiéndole instintivamente del peluquero, diciendo que ya cobraría ánimo y lo harían la próxima vez, que de momento podía esperar. El Ermek de los negros rizos continuaba, incluso ahora, con el cabello sin cortar desde que había nacido, pero ahora ya sin padre...

Y de nuevo, por enésima vez, Burani Yediguéi intentó comprender por qué Abutalip Kuttybáyev había muerto sin esperar la solución de su caso. Y otra vez llegó a la única conclusión explicable: la añoranza de sus hijos le había roto el corazón. La separación, cuyo peso no todo el mundo es capaz de comprender, la amarga conciencia de que sus hijos –sin los cuales no sólo no imaginaba la vida sino ni siquiera la respiración– quedaban separados de él, abandonados a los caprichos del destino en un apartadero, en el desierto Sary-Ozeki, sin agua, sólo eso le mató...


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