—Te quiero. Tú también eres inteligente, una piedrecita buena. No te equivoques, no tropieces, habla honrada y francamente, como hablan las piedrecitas de tío Yediguéi. —Luego empezó a interpretar a su hermano mayor el significado de la operación, repitiendo con exactitud el relato de Yediguéi—. Ya lo ves, Daúl, el cuadro general no es malo, no es malo en absoluto. Eso es el camino. Un camino algo nebuloso. Hay una cierta niebla en él. Pero no importa. Tío Yediguéi dice que eso son los inconvenientes del viaje. No hay camino que no los tenga. Papá está preparándose para partir. Quiere subirse a la silla, pero la cincha anda un poco floja. Lo ves, la cincha no está tensada. Hay que tensarla con más fuerza. Es decir, hay algo que todavía retiene a papá, Daúl. Habrá que esperar. Y ahora miremos qué hay en la costilla derecha y en la costilla izquierda. Las costillas están enteras. Eso está bien. ¿Y qué tiene en la frente? En la frente hay cierto fruncimiento. Está muy preocupado por nosotros, Daúl. En el corazón, ves esta piedrecita, en el corazón hay dolor y tristeza: echa mucho de menos su casa. ¿Se pondrá pronto en camino? Pronto. Pero la herradura del casco posterior del caballo anda suelta. O sea, habrá que volver a herrarle. Habrá que esperar aún. ¿Y qué lleva en las alforjas? ¡Oh, en las alforjas lleva las compras que ha hecho en el mercado! Y ahora: ¿tendrá una buena disposición de las estrellas? Ya lo ves, esta estrella es la Brida de Oro. Está dejando huellas. Aún no son muy claras. O sea, que pronto habrá que desatar al caballo y ponerse en camino...
Burani Yediguéi se alejó sin ser visto, conmovido, apesadumbrado y admirado por todo aquello. A partir de entonces empezó a evitar las adivinanzas con piedras...
Pero los niños niños son y de algún modo se les puede consolar y esperanzar, y si es preciso, cargar con el pecado y engañarlos por el momento. Pero otra cuita se había instalado en el alma de Burani Yediguéi. En aquellas circunstancias, en aquella cadena de acontecimientos, esa cuita debía surgir, y, como un derrumbamiento, en cierto momento debía empezar a deslizarse sin que él pudiera detenerla...
Sufría mucho por ella, por Zaripa. Aunque entre ambos no había habido otras conversaciones al margen de las habituales en la vida cotidiana, aunque Zaripa nunca le había dado pie a nada, Yediguéi pensaba continuamente en ella. No era simplemente la lástima y la compasión que sentían por ella todos y cada uno, no era simplemente una compasión nacida al conocer y ver las desgracias que la rodeaban, pues entonces no sería necesario hablar de ello. Pensaba en ella con amor, con el pensamiento incesantemente puesto en ella, y con la buena disposición interna de convertirse en la persona en que ella pudiera confiar en todo cuanto atañía a su vida. Y habría sido feliz si hubiera sabido que ella, supongámoslo, considerara que precisamente él, Burani Yediguéi, era en este mundo su amigo más fiel y el que más la quería.
Y lo doloroso era aparentar que no sentía nada especial por ella, ¡que entre ellos no había nada ni podía haberlo!
Camino de Kumbel, estuvo todo el trayecto sumido en estas reflexiones. Languidecía. Tenía muy diversos pensamientos. Experimentaba un raro estado de ánimo, muy variable, como si esperara la próxima llegada de una fiesta o una inevitable enfermedad. Y bajo este estado, a veces le parecía que de nuevo se encontraba en el mar. Allí el hombre siempre se siente de distinta manera que en la tierra, incluso cuando todo está tranquilo a su alrededor y al parecer nada le amenaza. Por libre y alegre que pueda ser a veces surcar las olas, aunque sea llevando a cabo el trabajo necesario a bordo, por hermosos que sean los reflejos de los crepúsculos matutino y vespertino sobre la lisa superficie de las aguas, de todos modos hay que volver a la orilla, a la que sea, pero a la orilla. Y en ella espera una vida completamente distinta. El mar es provisional, la tierra definitiva. Y si uno teme atracar en una orilla, tiene que buscar una isla, desembarcar y saber que allí está su sitio y que allí debe quedarse para siempre. Incluso lo imaginaba así: de encontrar semejante isla, se habría llevado a Zaripa y a los niños, y habría vivido allí. Habría acostumbrado a los niños al mar, y él habría vivido hasta el fin de sus días en la isla, en medio del mar, sin quejarse de su destino, sólo alegrándose de él. Con sólo saber que podría verla a cualquier hora, que podría ser para ella el hombre más querido, el más necesario y deseado...
Pero estos deseos le avergonzaban ante los suyos, sentía que le subían los colores a la cara, aunque no hubiera alma humana en cien verstas a la redonda. Soñaba como un niño, quería una isla, ¿y a santo de qué?, cabía preguntarse. Y era él quien se atrevía a soñar, él, que estaba atado de pies y manos por toda su vida, por la familia, por los hijos, por el trabajo, por el ferrocarril, y finalmente, por Sary-Ozeki, donde había crecido en alma y cuerpo sin que él mismo se diera cuenta... Además, ¿qué falta le hacía él a Zaripa, por mal que ésta lo pasara? ¿Por qué se figuraba esas cosas? ¿Por qué le había de resultar atractivo a ella? Por lo que respecta a los niños, no tenía ninguna duda, él los quería con toda el alma y ellos sentían afecto por él. Pero ¿por qué había de desearlo Zaripa? Además, él no tenía derecho a pensar de aquella manera porque la vida le había clavado fuertemente, desde hacía tiempo, en un lugar en donde seguramente tendría que vivir hasta el fin de sus días...
Burani Karanarconocía el trayecto, lo había recorrido muchas veces y como sabía el camino que tenía por delante adoptaba un trote ligero sin necesidad de que su amo lo estimulara. Gritando y gimiendo profundamente, el camello cubría con paso vivo las nunca medidas distancias de Sary-Ozeki, por barrancos y cañadas, junto al lago salado que hubo en otro tiempo. Yediguéi, montado en él, sufría y se afligía ocupado en sus pensamientos... Y estaba tan lleno de estos sentimientos contradictorios que se sentía sumamente incómodo y su alma no encontraba asilo en los inconmensurables espacios de Sary-Ozeki... Tan superior a sus fuerzas le resultaba...
Con este estado de ánimo llegó a Kumbel. Como es natural, quería que Zaripa recibiera finalmente una respuesta de sus parientes, pero ante la idea de que éstos pudieran ir a recoger a la familia huérfana y llevársela a su tierra, o bien llamarla a su casa, Yediguéi se sentía muy mal. En la administración, en la ventanilla de la lista de correos, le dijeron de nuevo que no había llegado ninguna carta para Zaripa Kuttybáyev. Y él se sorprendió de alegrarse tanto. Fulguró incluso en su mente un pensamiento, absurdo y malo, contra su conciencia: «Me alegro de que no haya nada». Luego, cumplió honradamente su encargo: envió los tres telegramas a las tres direcciones. Hecho esto, regresó al caer la tarde...
El verano había sucedido a la primavera. Sary-Ozeki estaba seco, descolorido. La hierbezuela desapareció como un tranquilo sueño. La estepa fue de nuevo amarilla. El aire se recalentaba, día a día se acercaba la época tórrida. Los parientes de los Kuttybáyev continuaban sin dar señales de vida. No, no habían respondido ni a las cartas ni a los telegramas. Mas los trenes continuaban pasando por Boranly-Buránny, y la vida seguía su curso...
Zaripa ya no esperaba respuesta, había comprendido que no podía contar con la ayuda de sus parientes, que no valía la pena molestarlos con nuevas cartas en demanda de ayuda... Convencida de ello, la mujer cayó en una silenciosa desesperación. ¿Adónde ir? ¿Qué hacer? ¿Cómo decir a los niños lo de su padre? ¿Cómo reconstruir su arruinada vida? De momento, no tenía la respuesta.