Es posible que Yediguéi sufriera por ellos no menos que la propia Zaripa. Todos los de Boranly los compadecían, pero Yediguéi conocía de sobra el precio que tenía que pagar por la tragedia que afectaba a aquella familia. Ya no podía separarse de ellos. Día a día, vivía el destino de aquellos niños y de Zaripa. Y le dominaba una tensa espera, la de pensar qué les pasaría, y también una silenciosa desesperación, la de saber qué haría él, pero por encima de todo todavía pensaba continuamente, aún pensaba dolorosamente: ¿qué hacer, cómo encontrar la paz consigo mismo, cómo ahogar aquella voz que le llamaba a ella? No, no encontraba ninguna solución... No habría supuesto nunca que en la vida pudiera tropezar con semejante cosa...
Muchas veces, Yediguéi tenía la intención de confesárselo, quería decidirse y declarar abierta y sinceramente que la amaba y que estaba dispuesto a cargar con todas las dificultades porque no imaginaba que pudiera vivir separado de ellos. Pero ¿cómo hacerlo? ¿De qué manera? Además, ¿le comprendería ella? ¡La mujer no estaba para esas cosas después de la desgracia que había caído sobre su desamparada cabeza, y él le iba con sus sentimientos! ¿Cómo era posible? Pensando continuamente en ello, se ponía sombrío, se desconcertaba, y le costaba no pocos esfuerzos mantener el aspecto externo que debía tener delante de la gente.
Sin embargo, un día le hizo una alusión. Al volver de la ronda por el tramo, observó desde lejos que Zaripa iba por agua a la cisterna, con los cubos. Se sintió impulsado hacia ella. Y fue. No porque fuera una ocasión propicia, sino más bien para llevarle los cubos. Casi cada día, o sin el casi, trabajaban juntos en la vía y podían hablar cuanto les viniera en gana. Pero en aquel preciso momento Yediguéi sintió el insuperable deseo de acercarse a ella y de decirle inmediatamente todo aquello que pugnaba por salir al exterior. En su impulso, llegó a creer que así sería mejor, aunque no le comprendiera, aunque le rechazara, pues de ese modo su alma se enfriaría y tranquilizaría... Ella no vio ni oyó que se aproximaba. Estaba de espaldas, había abierto el grifo de la cisterna. A un lado tenía un cubo ya lleno; el segundo estaba bajo el chorro y el agua lo desbordaba. El grifo estaba abierto al máximo. El agua hacía burbujas, salpicaba, corría formando charcos, y ella, como si nada advirtiera, estaba con la cabeza gacha y el hombro apoyado contra la cisterna. Zaripa llevaba el vestidito de percal con el que el anterior verano había dado la bienvenida al gran aguacero. Yediguéi observó los mechoncitos de rizado cabello sobre las sienes y tras la oreja –de ella había heredado Ermek el rizado cabello que tenía–, su consumido rostro, su adelgazado cuello, sus caídos hombros, y la mano abandonada sobre la cadera. ¿La había hechizado el ruido del agua recordándole los arroyos de la montaña y los canales de Semirech, o simplemente estaba ensimismada, en un momento de amargas reflexiones? Quién sabe. Pero Yediguéi sintió al verla una insoportable opresión en el pecho, por ver que en ella todo le era infinitamente querido, por el deseo de acariciarla inmediatamente, de guardarla, de protegerla de todo cuanto la oprimía. Y hacerlo era imposible. Se limitó a atornillar en silencio la llave del grifo para detener el agua. Ella le miró sin sorpresa, con una larga mirada, como si él no se encontrara junto a ella sino en algún lugar muy alejado.
–¿Qué hay? ¿Qué te pasa? –preguntó compasivo.
Ella nada dijo, se limitó a sonreír con la comisura de los labios y a levantar de una manera vaga las cejas sobre sus claros ojos como diciendo: «Nada, voy tirando...».
–Lo estás pasando mal, ¿verdad? –inquirió de nuevo Yediguéi.
–Sí –confesó ella con un profundo suspiro.
Yediguéi movió los hombros perplejo.
–¿Por qué te consumes así? –le reprochó compasivamente, aunque tenía intención de hablar de otra cosa–. ¿Cuánto tiempo ha de durar? Con eso no te ayudas. Nosotros también sufrimos –quería decir yo– al verte de esta manera, y también sufren los niños. Compréndelo. No hay que ser así. Hay que hacer algo –dijo procurando elegir las palabras que, de acuerdo con su deseo, le dijeran a Zaripa que sufría por ella y que la quería más que nadie en el mundo–. Piénsalo tú misma. Que no responden a las cartas, pues que se vayan a la porra, no nos hundiremos. Porque tú para nosotros –quería decir «para mí»– eres como de la familia. Lo que no tienes que hacer es desmoralizarte. Trabaja, aguanta. Los niños crecerán también aquí, con nosotros –quería decir «conmigo»–. Y todo irá arreglándose poco a poco. ¿Por qué tienes que marcharte? Aquí todos formamos una familia. Y como sabes, yo no paso un solo día sin tus hijitos.
Y se detuvo porque ya había descubierto cuanto la situación le permitía descubrir.
–Lo comprendo todo, Yedik –respondió Zaripa–. Gracias, naturalmente. Sé que no estaremos desamparados. Pero tenemos que salir de aquí. Para que los niños lo olviden todo, todo lo que pasó y cómo sucedió. Y entonces deberé decirles la verdad. Ya comprendes que esto no puede durar mucho... Y ahora estaba pensando qué hacer...
–Así son las cosas –se vio obligado a aceptar Yediguéi–. Pero no te des prisa. Piénsalo un poco más. ¿Adónde vas a ir con esos pequeñajos, adónde y de qué manera? Cuando lo pienso me aterroriza, cuando pienso qué voy a hacer yo sin vosotros...
Y efectivamente, temía por ella y por los niños. Y por esto procuraba no pensar más allá del día de mañana, aunque también comprendía que aquella situación no podía durar mucho. Y unos días después de esta conversación ocurrió un caso en el que se delató completamente, y después estuvo mucho tiempo arrepintiéndose y sufriendo sin conseguir perdonarse a sí mismo.
Habían pasado muchos meses desde aquel memorable viaje a Kumbel en el que Ermek, temeroso del peluquero, no había permitido que le cortaran el cabello. El niño continuaba con el cabello sin cortar, cubierto de negras guedejas, y aunque los rizos eran un adorno, ya hacía tiempo que debían haber pelado al tozudo pusilánime. Cada vez que tenía ocasión, Yediguéi clavaba la nariz en la velluda coronilla del niño, besándole e inspirando el olor de la cabeza infantil. Sin embargo, a Ermek los cabellos le llegaban hasta los hombros y eran un estorbo en sus juegos y en sus carreras. Esta necesidad resultaba inusual, extraña e incomprensible para el pequeño. Por eso no permitía a nadie que se lo cortara, pero Kazangap, viendo de lo que se trataba, supo convencerle. Incluso le asustó un poco diciendo que los cabritos odiaban a la gente de pelo largo y que le cornearían.
¡La que se armó allí fue una tragedia mundial! Luego, Zaripa contó que empezar a pelar sí habían empezado, pero que tuvieron que terminar con grandes dificultades. ¡No sabían ni cómo hacerlo! Ermek empezó a llorar y a dar tirones, y Kazangap tuvo que emplear verdaderamente la fuerza. Lo estrechó entre las piernas e hizo funcionar la máquina. Los berridos se oían en todo el apartadero. Y cuando terminó la operación, la bondadosa Bukéi, para tranquilizar al niño, le metió un espejo ante los ojos. «Anda, mira qué guapo te han puesto.» El niño miró, y al no reconocerse, se puso a berrear aún más. Y así, llorando a pleno pulmón, lo sacaba Zaripa del patio de Kazangap cuando tropezó con Yediguéi en el sendero.
Ermek, pelado al cero, no se parecía a sí mismo en absoluto, con su desnudo y fino cuello, las orejas salientes, la cara llorosa. El niño escapó de la mano de su madre y se precipitó llorando hacia Yediguéi.