Los cachacos eran los nativos del altiplano, y no sólo los distinguíamos del resto de la humanidad por sus maneras lánguidas y su dicción viciosa, sino por sus ínfulas de emisarios de la Divina Providencia. Esa imagen llegó a ser tan aborrecible que después de las represiones feroces de las huelgas bananeras por militares del interior, a los hombres de tropa no los llamábamos soldados sino cachacos. Los veíamos como los usufructuarios únicos del poder político, y muchos de ellos se comportaban como si lo fueran. Sólo así se explica el horror de «La noche negra de Aracataca», una degollina legendaria con un rastro tan incierto en la memoria popular que no hay evidencia cierta de si en realidad sucedió.
Empezó un sábado peor que los otros cuando un nativo de bien cuya identidad no pasó a la historia entró en una cantina a pedir un vaso de agua para un niño que llevaba de la mano. Un forastero que bebía solo en el mostrador quiso obligar al niño a beberse un trago de ron en vez del agua. El padre trató de impedirlo, pero el forastero persistió en lo suyo, hasta que el niño, asustado y sin proponérselo, le derramó el trago de un manotazo. El forastero, sin más vueltas, lo mató de un tiro.
Fue otro de los fantasmas de mi infancia. Papalelo me lo recordaba a menudo cuando entrábamos juntos a tomar un refresco en las cantinas, pero de un modo tan irreal que ni él mismo parecía creerlo.
Debió ocurrir poco después de que llegó a Aracataca, pues mi madre sólo lo recordaba por el espanto que suscitaba en sus mayores. Del agresor sólo se supo que hablaba con el acento relamido de los andinos, así que las represalias del pueblo no fueron sólo contra él, sino contra cualquiera de los forasteros numerosos y aborrecidos que hablaban con su mismo acento.
Cuadrillas de nativos armados con machetes de zafra se echaron a las calles en tinieblas, agarraban el bulto invisible que sorprendían en la oscuridad y le ordenaban:
– ¡Hable!
Sólo por la dicción lo destazaban a machete, sin tomar en cuenta la imposibilidad de ser justos entre modos de hablar tan diversos. Don Rafael Quintero Ortega, esposo de mi tía Wenefrida Márquez, el más crudo y querido de los cachacos, estuvo a punto de celebrar sus cien años de vida porque mi abuelo lo encerró en una despensa hasta que se apaciguaron los ánimos.
La desdicha familiar culminó a los dos años de vivir en Aracataca, con la muerte de Margarita María Miniata, que era la luz de la casa. Su daguerrotipo estuvo expuesto durante años en la sala, y su nombre ha venido repitiéndose de una generación a otra como una más de las muchas señas de identidad familiar. Las generaciones recientes no parecen conmovidas por aquella infanta de faldas rizadas, botitas blancas y una trenza larga hasta la cintura, que nunca harán coincidir con la imagen retórica de una bisabuela, pero tengo la impresión de que bajo el peso de los remordimientos y las ilusiones frustradas de un mundo mejor, aquel estado de alarma perpetua era para mis abuelos lo más parecido a la paz. Hasta la muerte continuaron sintiéndose forasteros en cualquier parte.
Lo eran, en rigor, pero en las muchedumbres del tren que nos llegaron del mundo era difícil hacer distinciones inmediatas. Con el mismo impulso de mis abuelos y su prole habían llegado los Fergusson, los Duran, los Beracaza, los Daconte, los Correa, en busca de una vida mejor. Con las avalanchas revueltas siguieron llegando los italianos, los canarios, los sirios -que llamábamos turcos- infiltrados por las fronteras de la Provincia en busca de la libertad y otros modos de vivir perdidos en sus tierras. Había de todos los pelajes y condiciones. Algunos eran prófugos de la isla del Diablo -la colonia penal de Francia en las Guayanas-, más perseguidos por sus ideas que por crímenes comunes. Uno de ellos. René Belvenoit, fue un periodista francés condenado por motivos políticos, que pasó fugitivo por la zona bananera y reveló en un libro magistral los horrores de su cautiverio. Gracias a todos -buenos y malos-, Aracataca fue desde sus orígenes un país sin fronteras.
Pero la colonia inolvidable para nosotros fue la venezolana, en una de cuyas casas se bañaban a baldazos en las albercas glaciales del amanecer dos estudiantes adolescentes en vacaciones: Rómulo Betancourt y Raúl Leoni, que medio siglo después serían presidentes sucesivos de su país. Entre los venezolanos, la más cercana a nosotros fue misia Juana de Freytes, una matrona rozagante que tenía el don bíblico de la narración. El primer cuento formal que conocí fue «Genoveva de Brabante», y se lo escuché a ella junto con las obras maestras de la literatura universal, reducidas por ella a cuentos infantiles: la Odisea, Orlando furioso, Don Quijote, El conde de Montecristo y muchos episodios de la Biblia.
La casta del abuelo era una de las más respetables pero también la menos poderosa. Sin embargo, se distinguía por una respetabilidad reconocida aun por los jerarcas nativos de la compañía bananera. Era la de los veteranos liberales de las guerras civiles, que se quedaron allí después de los dos últimos tratados, con el buen ejemplo del general Benjamín Herrera, en cuya finca de Neerlandia se escuchaban en la tardes los valses melancólicos de su clarinete de paz.
Mi madre se hizo mujer en aquel moridero y ocupó el espacio de todos los amores desde que el tifo se llevó a Margarita María Miniata. También ella era enfermiza. Había crecido en una infancia incierta de fiebres tercianas, pero cuando se curó de la última fue del todo y para siempre, con una salud que le permitió celebrar los noventa y siete años con once hijos suyos y cuatro más de su esposo, y con sesenta y cinco nietos, ochenta y ocho bisnietos y catorce tataranietos. Sin contar los que nunca se supieron. Murió de muerte natural el 9 de junio de 2002 a las ocho y media de la noche, cuando ya estábamos preparándonos para celebrar su primer siglo de vida, y el mismo día y casi a la misma hora en que puse el punto final de estas memorias.
Había nacido en Barrancas el 25 de julio de 1905, cuando la familia empezaba a reponerse apenas del desastre de las guerras. El primer nombre se lo pusieron en memoria de Luisa Mejía Vidal, la madre del coronel, que aquel día cumplía un mes de muerta. El segundo le cayó en suerte por ser el día del apóstol Santiago, el Mayor, decapitado en Jerusalén. Ella ocultó este nombre durante media vida, porque le parecía masculino y aparatoso, hasta que un hijo infidente la delató en una novela. Fue una alumna aplicada salvo en la clase de piano, que su madre le impuso porque no podía concebir una señorita decente que no fuera una pianista virtuosa. Luisa Santiaga lo estudió por obediencia durante tres años y lo abandonó en un día por el tedio de los ejercicios diarios en el bochorno de la siesta. Sin embargo, la única virtud que le sirvió en la flor de sus veinte años fue la fuerza de su carácter, cuando la familia descubrió que estaba arrebatada de amor por el joven y altivo telegrafista de Aracataca.
La historia de esos amores contrariados fue otro de los asombros de mi juventud. De tanto oírla contada por mis padres, juntos y separados, la tenía casi completa cuando escribí La hojarasca, mi primera novela, a los veintisiete años, pero también era consciente de que todavía me faltaba mucho que aprender sobre el arte de novelar. Ambos eran narradores excelentes, con la memoria feliz del amor, pero llegaron a apasionarse tanto sus relatos que cuando al fin me decidí a usarla en El amor en los tiempos del cólera, con más de cincuenta años, no pude distinguir los límites entre la vida y la poesía.
De acuerdo con la versión de mi madre se habían encontrado por primera vez en el velorio de un niño que ni él ni ella lograron precisarme. Ella estaba cantando en el patio con sus amigas, de acuerdo con la costumbre popular de sortear con canciones de amor las nueve noches de los inocentes. De pronto, una voz de hombre se incorporó al coro. Todas se volvieron a mirarlo y se quedaron perplejas ante su buena pinta. «Vamos a casarnos con él», cantaron en estribillo al compás de las palmas. A mi madre no la impresionó, y así lo dijo: «Me pareció un forastero más». Y lo era.