Acababa de llegar de Cartagena de Indias después de interrumpir los estudios de medicina y farmacia por falta de recursos, y había emprendido una vida un tanto trivial por varios pueblos de la región, con el oficio reciente de telegrafista. Una foto de esos días lo muestra con un aire equívoco de señorito pobre. Llevaba un vestido de tafetán oscuro con un saco de cuatro botones, muy ceñido a la moda del día, con cuello duro, corbata ancha y un sombrero canotié. Llevaba además unos espejuelos de moda, redondos y con montura fina, y vidrios naturales. Quienes lo conocieron en esa época lo veían como un bohemio trasnochador y mujeriego, que sin embargo no se bebió un trago de alcohol ni se fumó un cigarrillo en su larga vida.
Fue la primera vez que mi madre lo vio. En cambio él la había visto en la misa de ocho del domingo anterior, custodiada por la tía Francisca Simodosea que fue su dama de compañía desde que regresó del colegio. Había vuelto a verlas el martes siguiente, cosiendo bajo los almendros en la puerta de la casa, de modo que la noche del velorio sabía ya que era la hija del coronel Nicolás Márquez, para quien llevaba varias cartas de presentación.
También ella supo desde entonces que era soltero y enamoradizo, y tenía un éxito inmediato por su labia inagotable, su versificación fácil, la gracia con que bailaba la música de moda y el sentimentalismo premeditado con que tocaba el violín. Mi madre me contaba que cuando uno lo oía de madrugada no se podían resistir las ganas de llorar. Su tarjeta de presentación en sociedad había sido «Cuando el baile se acabó», un valse de un romanticismo agotador que él llevó en su repertorio y se volvió indispensable en las serenatas. Estos salvoconductos cordiales y su simpatía personal le abrieron las puertas de la casa y un lugar frecuente en los almuerzos familiares. La tía Francisca, oriunda del Carmen de Bolívar, lo adoptó sin reservas cuando supo que había nacido en Sincé, un pueblo cercano al suyo. Luisa Santiaga se divertía en las fiestas sociales con sus artimañas de seductor, pero nunca le pasó por la mente que él pretendiera algo más. Al contrario: sus buenas relaciones se fincaron sobre todo en que ella le servía de pantalla en sus amores escondidos con una compañera del colegio, y había aceptado apadrinarlo en la boda. Desde entonces él la llamaba madrina y ella lo llamaba ahijado. En ese tono es fácil imaginarse cuál sería la sorpresa de Luisa Santiaga una noche de baile en la que el telegrafista atrevido se quitó la flor que llevaba en el ojal de la solapa, y le dijo:
– Le entrego mi vida en esta rosa. No fue una improvisación, me dijo él muchas veces, sino que después de conocer a todas había llegado a la conclusión de que Luisa Santiaga estaba hecha para él. Ella entendió la rosa como una más de las bromas galantes que él solía hacer a sus amigas. Tanto, que al salir la dejó olvidada en cualquier parte y él se dio cuenta. Ella había tenido un solo pretendiente secreto, poeta sin y buen amigo, que nunca logró llegarle al corazón con sus versos ardientes. Sin embargo, la rosa de Gabriel Eligio le perturbó el sueño con una furia inexplicable. En nuestra primera conversación formal sobre sus amores, ya cargada de hijos, me confesó: «No podía dormir por la rabia de estar pensando en él, pero lo que más rabia me daba era que mientras más rabia sentía, más pensaba». En el resto de la semana resistió a duras penas el terror de verlo y el tormento de no poder verlo. De madrina y ahijado que habían sido pasaron a tratarse como desconocidos. Una de esas tardes, mientras cosían bajo los almendros, la tía Francisca azuzó a la sobrina con su malicia india:
– Me han dicho que te dieron una rosa. Pues, como suele ser, Luisa Santiaga sería la última en enterarse de que las tormentas de su corazón eran ya del dominio público. En las numerosas conversaciones que sostuve con ella y con mi padre, estuvieron de acuerdo en que el amor fulminante tuvo tres ocasiones decisivas. La primera fue un Domingo de Ramos en la misa mayor. Ella estaba sentada con la tía Francisca en un escaño del lado de la Epístola, cuando reconoció los pasos de sus tacones flamencos en los ladrillos del piso y lo vio pasar tan cerca que percibió la ráfaga tibia de su loción de novio. La tía Francisca no parecía haberlo visto y él tampoco pareció haberlas visto. Pero en verdad todo fue premeditado por él, que las había seguido cuando pasaron por la telegrafía. Permaneció de pie junto a la columna más cercana de la puerta, de modo que él la veía a ella de espaldas pero ella no podía verlo. Al cabo de unos minutos intensos Luisa Santiaga no resistió la ansiedad, y miró hacia la puerta por encima del hombro. Entonces creyó morir de rabia, pues él estaba mirándola, y sus miradas se encontraron. «Era justo lo que yo había planeado», decía mi padre, feliz, cuando me repetía el cuento en su vejez. Mi madre, en cambio, nunca se cansó de repetir que durante tres días no había podido dominar la furia de haber caído en la trampa.
La segunda ocasión fue una carta que él le escribió. No la que ella hubiera esperado de un poeta y violinista de madrugadas furtivas, sino una esquela imperiosa, que exigía una respuesta antes de que él viajara a Santa Marta la semana siguiente. Ella no le contestó. Se encerró en su cuarto, decidida a matar el gusano que no le daba aliento para vivir, hasta que la tía Francisca trató de convencerla de que capitulara de una buena vez antes de que fuera demasiado tarde. Tratando de vencer su resistencia le contó la historia ejemplar de Juventino Trillo, el pretendiente que montaba guardia bajo el balcón de su amada imposible, todas las noches, desde las siete hasta las diez. Ella lo agredió con cuantos desaires se le ocurrieron, y terminó por vaciarle encima desde el balcón, noche tras noche, una bacinilla de orines. Pero no consiguió ahuyentarlo. Al cabo de toda clase de agresiones bautismales -conmovida por la abnegación de aquel amor invencible- se casó con él. La historia de mis padres no llegó a esos extremos.
La tercera ocasión del asedio fue una boda de grandes vuelos, a la cual ambos fueron invitados como padrinos de honor. Luisa Santiaga no encontró pretexto para faltar a un compromiso tan cercano a la familia. Pero Gabriel Eligio había pensado lo mismo y acudió a la fiesta dispuesto para todo. Ella no pudo dominar su corazón cuando lo vio atravesar la sala con una determinación demasiado ostensible y la invitó a bailar la primera pieza. «La sangre me golpeaba tan fuerte por dentro del cuerpo que ya no supe si era de rabia o de susto», me dijo ella. Él se dio cuenta y le asestó un zarpazo brutal: «Ya no tiene que decirme que sí, porque su corazón me lo está diciendo».
Ella, sin más vueltas, lo dejó plantado en la sala a la mitad de la pieza. Pero mi padre lo entendió a su manera.
– Quedé feliz -me dijo.
Luisa Santiaga no pudo resistir el rencor que sentía contra sí misma cuando la despertaron en la madrugada los requiebros del valse envenenado: «Cuando el baile se acabó». Al día siguiente a primera hora le devolvió a Gabriel Eligio todos sus regalos. Este desaire inmerecido, y la comadrería del plantón en la boda, como las plumas echadas al aire, ya no tenía vientos de regreso. Todo el mundo dio por hecho que era el final sin gloria de una tormenta de verano. La impresión se fortaleció porque Luisa Santiaga tuvo una recaída en las fiebres tercianas de la infancia y su madre la llevó a temperar en la población de Manaure, un recodo paradisíaco en las estribaciones de la Sierra Nevada. Ambos negaron siempre que hubieran tenido comunicación alguna en aquellos meses, pero no es muy creíble, pues cuando ella regresó repuesta de sus males se les veía a ambos repuestos también de sus recelos. Mi padre decía que fue a esperarla en la estación porque había leído el telegrama con que Mina anunció el regreso a casa, y en la forma en que Luisa Santiaga le estrechó la mano al saludarlo sintió algo como una seña masónica que él interpretó como un mensaje de amor. Ella lo negó siempre con el pudor y el rubor con que evocaba aquellos años. Pero la verdad es que desde entonces se les vio juntos con menos reticencias. Sólo le faltaba el final que le dio la tía Francisca la semana siguiente, mientras cosían en el corredor de las begonias: